-Como escritor era sobre todo autor de relatos breves. Cartas marcadas, que apareció hace unos meses, es su primera incursión en la novela, ¿no?
-Así es. Una vez me dijo Antonio Carrizo que las historias de Mandeb, las de los Hombres Sensibles y los Refutadores de Leyendas eran, si bien se miraba, una novela. A él le parecía que había detrás de esos relatos un espíritu novelesco que era más fuerte. Pero la novela requiere otra disciplina, más difícil y más sujeta a peligros; un cuento, después de todo, a lo sumo podrá implicar, si no sale bien, una rápida destrucción de sí mismo: habrá uno escrito 20 páginas inútilmente. Pero una novela es una arquitectura muy grande que implica mucho trabajo, largo aliento, y una gran complejidad de conexiones, y si algo sale mal, el ruido que hace esa torre al caer es siniestro. Uno escribe con el temor de no saber si servirá a los demás, si quedará para el futuro. Sin embargo, creo que el arte tiene en sí mismo una especie de temor, un miedo artístico a que aparezca algo no calculado, un suceso no previsto que venga a demostrar que todo lo que creamos hasta entonces es falso. De golpe uno comprende que la obra que uno está escribiendo tiene un defecto insalvable, no en equivocarse en el nombre de un lugar o suceso, sino un defecto de construcción. Pero también se está en riesgo de descubrir que uno no es el que creía ser; eso es más grave y no está presente sólo en la novela, sino en toda una gestión artística. “El arte es un tormento que Dios pone en el alma”, le hacía decir Homero Manzi a Betinotti, y es verdad, porque si uno se toma en serio este trabajo, no puede menos que atormentarse con esos temores. Creo que completo un círculo en la forma que tengo de hacer literatura, que no tiene mucho que ver con Crónicas del ángel gris o El libro del fantasma, y sí un poco más con Bar del infierno.
-¿Cómo fue la experiencia con la miniserie de televisión Recordando el show de Alejandro Molina? Trabajó con muchas personalidades destacadas en el ambiente artístico argentino y con ex integrantes de La venganza será terrible, como Guillermo Stronatti, Coco Sily o Gillespi.
-Fue una gran alegría para mí, y puedo decir que los resultados me gustaron mucho, porque en realidad no han dependido exclusivamente de mí. Yo estoy contento con eso, y te lo puedo decir, porque cuando uno escribe una novela dice “ah, qué genial novela” y se puede pensar “y éste quién es, mirá cómo habla de su propia obra”. Pero aquí yo no soy ni siquiera el único autor: escribí esto con Martín y Ale Dolina, mis dos hijos, que incluso tuvieron más trabajo que yo, igual que Juan Campanella, que fue el director, y todos los que participaron, que son artistas de una gran personalidad, y que aportaron mucho. Gillespi está muy bien en la serie, es una persona fantástica. En definitiva, fue una felicidad hacerlo. Anduvo realmente bien, pero evidentemente no es un programa de grandes muchedumbres.
-¿Cuál es el principal legado que han dejado los diferentes integrantes que pasaron a lo largo de los años por La venganza será terrible?
-Tengo hacia ellos una sensación de amistad, y creo que esa sensación aparece en el programa. Hay un vínculo de casi todos ellos con el público y eso me gusta, no han aparecido como simples acompañantes de una figura central, sino como personajes que se involucran fuertemente y que consiguen cada uno y con diferente impronta su impacto en el público. Lo cual me hace pensar que no está mal como lo presentamos, que no es una simple maquinaria, algo debe de estar bien. No es como en otros programas, que falta uno, entra otro y es lo mismo; acá no es lo mismo, el programa funciona, pero no funciona igual, y la gente registra eso, y le tiene un aprecio diferente a cada uno. Una de mis grandes alegrías es Gabriel Rolón, que es hoy en Argentina una personalidad muy importante de la cultura, ha aprendido muchísimo, ha aprovechado la oportunidad que se le daba en un programa hasta las dos de la madrugada para que hablara y cantara un poco, y ahí construyó, incluso desde su profesión, una personalidad fortísima, y eso me alegra mucho. Yo no me siento maestro ni nada, pero sí amigo, y me alegra ver cómo muchos de los muchachos que pasaron por acá han crecido profesionalmente.
-¿Cuál es el lugar del artista en la sociedad hoy? ¿Cuál es su opinión respecto de la relación entre arte y mercado?
-Más allá de las circunstancias, que son mayormente ásperas para el artista, creo que no hay que perder de vista el sentido central de la producción artística. Por un lado, el ejercicio de una destreza que tiene que ser sólida, hay un aprendizaje en el arte, una tradición, una técnica, y hay que poseerla y trabajarla, y no eludirla, so color de permisos doctrinarios. Alguna gente aduce razones de doctrina para no someterse a los rigores del aprendizaje. Y luego está lo más importante, que es que el verdadero artista siempre, de algún modo, está formulando un juicio acerca de la condición humana. No es que lo haga expresamente, pero evidentemente le es imposible eludir eso que podríamos llamar un compromiso, por mucho que las distintas formas de exhibición o comercialización del producto artístico, vengan a hacernos borrosa la imagen del artista y a ponerlo a veces al servicio de distintos asuntos, como ganar dinero o formular juicios de ocasión acerca de cuestiones del momento. No es verdad que el artista deba pronunciarse acerca de cuánta bagatela política venga a producirse, eso no es obligatorio para él, lo hace si quiere. Por ahí yo como artista tengo una opinión, por ahí no. Lo que sí tengo es un juicio acerca de la condición humana, que es otra cosa, mucho más profunda, filosófica, que si querés tiene un contenido político, pero en cuanto al fenómeno humano. Creo que nadie debería enojarse si un artista no se pronuncia políticamente. El artista se ve empujado, por un lado, por una serie de cuestiones que lo acorralan a situaciones de distinto orden, y por otro, la presión de la realidad en su sentido más tosco. A veces no pronunciarse políticamente implica un gesto de hondo valor, decir “todo esto me importa un bledo” puede ser incluso más valiente que pronunciarse. Pienso que el vínculo entre artista y mercado es peligroso, en la medida en que se establezca una conexión directa entre el producto artístico y el comercial. Si uno toca, escribe o pinta pensando en a quién se lo va a vender, estamos ante un problema.
-¿Con cuál actividad artística se siente más a gusto?
-Con la escritura. No es que me sienta a gusto, porque escribir es un tormento. Pero puedo defender mejor lo que escribo; yo me definiría como escritor y músico, luego comunicador y todo lo demás. En el fondo todo está mezclado: este programa de radio está vinculado a la narrativa, ya que inventamos historias o situaciones teatrales tal vez elementales, pero que requieren una habilidad narrativa, y también hay algo de musical. Yo soy más sólido escribiendo, quiero decir que poseo las técnicas; luego en la música las poseo más o menos.
-En cuanto a artistas uruguayos, ¿tiene algunos referentes?
-Siempre he tenido una gran debilidad por los artistas orientales. Mi gran referente es Felisberto Hernández, no sólo por su escritura, sino por músico; ese detalle de ser pianista no es menor, siempre me ha fascinado su figura. Conozco mucho la música uruguaya, aunque debo decir que soy más tradicional, me gusta más lo que tiene de criollo, que de candombera y murguera. Tengo amigos que desde siempre me han llevado a ver las Llamadas, las murgas, de modo que conozco todo eso muy bien, y conozco letras de murgas de hace mucho tiempo. Estoy muy vinculado con la música uruguaya, pero igual prefiero las vidalitas, y claro, a Zitarrosa.