Corría 1955 en Tacuarembó cuando un joven profesor decidió editar su primer poemario con el dinero que había ahorrado. Si bien pensaba que el libro iba a ser recibido con la misma indiferencia con que era y es tratada la mayoría de la poesía en este país, su ópera prima causó muchísima molestia entre ciertos sectores sociales: los ejemplares que había en librerías fueron incautados y se organizó una quema pública en la plaza principal de la ciudad. Lejos de frustrar la carrera de Benavides, el episodio cimentó una extensa trayectoria.

Por su parte, el libro en cuestión, Tata Vizcacha, había adquirido una condición similar a la de incunable, debido a los pocos ejemplares de la edición y el alto porcentaje que terminó en la hoguera. Cincuenta y siete años después, editorial Yaugurú decidió subsanar la situación reeditando el poemario. Ahora los lectores tienen la posibilidad de acceder a los versos que ardieron y sacar sus propias conclusiones.

El objeto libro como tal sale sumamente beneficiado en esta segunda edición, en la calidad de papel, encuadernación y portada (una muy sugerente ilustración de Pablo Benavidez). Se incluye también un prólogo de Agamenón Castrillón, entrevistas a Benavides y a Walter Ortiz y Ayala, su compañero de andanzas literarias desde la adolescencia. Además de documentar las escasas repercusiones que obtuvo el libro en la prensa, incluyendo un manifiesto del grupo que decidió quemarlo (indicador temprano de la violencia política que se intensificaría en la década siguiente). Una foto del autor a sus 24 años reproducida al principio del libro y otra en la actualidad sobre el final acrecientan la idea de “ciclo que se completa”.

La premisa de Tata Vizcacha es sencilla, efectiva y consistente. En el prólogo poético se afirma que se vive en los tiempos del Tata Vizcacha; cada poema abre con un consejo del personaje del Martín Fierro para luego presentar a una personalidad del Tacuarembó de los años 50 que ha tomado dicho refrán como filosofía de vida o que lo ha padecido en carne propia. Las personas retratadas pertenecen a tres categorías: “quienes detentan el poder y abusan de él, sus alcahuetes y las víctimas”.

Desde el punto de vista estilístico, el libro presenta varias de las características que mantendrá Benavides a lo largo de su carrera poética. Para empezar, la concepción del poeta como un cronista social en contraposición a quienes prefieren bucear en paisajes interiores o limitarse a las búsquedas estéticas. A su vez, la reiteración de palabras o frases a lo largo de un poema, con el fin de lograr cierta musicalidad, se volverá un recurso más explotado cuando sepa que sus versos tienen posibilidades de volverse letras de canciones. Su pluma se muestra mordaz, afilada y capaz de calificar a una señora de sociedad como “esperpento / de agua oxigenada”.

Es cierto que sin mucho esfuerzo se puede leer entre líneas la matriz ideológica que dio a luz a este libro, que por momentos corre el riesgo de caer en el esquema simplista de “pobres buenos contra ricos malvados”, pero no por eso el retrato de las miserias humanas deja de tener valor o resulta fuera de época. En un medio en el que la palabra “impunidad” se ha vuelto casi sinónimo de los abusos cometidos durante la dictadura, es bueno que se nos recuerden pequeñas y anónimas impunidades, miserias que se perpetúan hasta la actualidad. Aún hoy llega el fin de semana y las motos dan vueltas alrededor de la plaza central de la ciudad, porque importa más el parecer que el ser y se priva, por ejemplo, a una pareja de lesbianas del derecho a cenar en el más prestigioso club social de la ciudad.