Cuando tenía 11, en el carnaval de 1932, un hombre que encarnaba al Señor Eléctrico lo tocó con su espada de bajo voltaje y le gritó: “¡Vivirás para siempre!”. El joven Bradbury interpretó que podía alcanzar la inmortalidad escribiendo y siguió esa vocación diariamente durante siete décadas. Se convirtió en autor de más de 500 relatos, muchos adaptados al cine y la televisión decenas de veces, pero sobre todo es el creador de tres libros, publicados hacia principios de los años 50: la novela Fahrenheit 451 y los cuentos de Crónicas marcianas y El hombre ilustrado.

Fahrenheit es simplemente la más poderosa imagen que se ha creado para representar la censura. Especialmente porque no se trata de una censura impuesta desde el poder -al menos, no al principio-, sino de una que comienza por el olvido y el 
desinterés por el pensamiento complejo e inquietante. En el mundo de la novela, los firemen (decir “bomberos” es traducir la mitad, porque la palabra inglesa se compone de “hombres” y “fuego”) se dedican a cumplir con la ley que obliga a quemar todo libro no condensado, mientras la sociedad se despedaza entre oleadas de productos estúpidos, somníferos letales y, finalmente, destrucción atómica. Entre los sobrevivientes se reúne un grupo que, desafiando la prohibición, ha memorizado parte de la literatura universal y se dispone a reconstruirla 
colectivamente.

No es extraño que Bradbury, dado su amor por las bibliotecas -fue un autodidacta que despreciaba la formación universitaria-, llamara la atención de Borges, con quien lo ligaba además la pasión por poetas como Walt Whitman o WB Yeats, a quienes citó más o menos explícitamente en algunos de sus títulos. El argentino prologó la edición de Crónicas marcianas que Minotauro publicó en 1955 y condicionó al público rioplatense a leer “algo más” que ciencia-ficción.

“¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo ‘fantástico’ o a lo ‘real’, a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte. ¿Qué importa la novela, o novelería, de la science fiction? En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad”, escribió Borges.

Bradbury compartiría su desconfianza hacia la ciencia-ficción, un género hacia el que fue, por lo menos, ambiguo. En los años 80 le entusiasmaba su auge y lo atribuía a las bondades del desprejuicio que le impuso la juventud de los 60 a la cultura estadounidense. Sin embargo, cuando en los años 40 quiso insertarse en su circuito comercial, fue rechazado por la falta de “rigor científico” y de intensidad aventurera de sus historias; tuvo que abrir su propia revista. Hacia fines de la década decidió instalarse en Nueva York para negociar in situ algún contrato de publicación. El encuentro con el editor de la casa Doubleday Walter Bradbury (sin parentesco) fue decisivo, ya que le sugirió dar unidad a sus historias sobre Marte. En pocos días Bradbury dio forma a la línea temporal de Crónicas marcianas, en la que invierte el tópico de la invasión alienígena -que también supo frecuentar- y traza una alegoría de la constante necesidad de expansión que domina a la civilización occidental. De paso, introduce un tema bien contemporáneo para los Estados Unidos segregacionistas: el cuento “Un camino a través del aire” se pregunta qué harían los racistas si todos los negros emigraran al planeta rojo.

Las manzanas plateadas de la Luna

“Yo no escribo ciencia ficción. Sólo escribí un libro de ciencia ficción: Fahrenheit 451, basado en la realidad. Lo titulé así para representar la temperatura a la que arde el papel. La ciencia ficción es una descripción de lo real. La fantasía es una descripción de lo irreal. Por eso Crónicas marcianas no es ciencia ficción, es fantasía. No podría ocurrir, ¿se entiende? Por eso va a acompañarnos mucho tiempo, porque es un mito griego y los mitos tienen el poder de durar”, dijo libre de modestia en una entrevista hace dos años.

Ciertamente recibió unanimidad crítica su cuento “Las doradas manzanas del sol”, que reescribe el mito de Prometeo. En él, no es un héroe sino un grupo de astronautas el que debe apoderarse de un trozo de la estrella para alimentar a toda la humanidad. Esta atención a lo colectivo también separó a Bradbury del “emprendedurismo” individualista que caracterizaba a la ciencia ficción que lo precedió.

Volviendo a 2010, en una nota con Clarín se contradecía un poco respecto de la realidad de Crónicas marcianas: “Cuando muera vayan y pongan mis cenizas en una lata de sopa Campbell’s y llévenlas a Marte para enterrarlas en un lugar llamado Abismo Bradbury. Nuestro futuro descansa en ir a Marte, en colonizarlo por cien o doscientos años. Después deberíamos largarnos al Universo y encontrar otros planetas y poblarlos para que la vida continúe para siempre, para que en un millón de años sigamos vivos en el Universo y seamos inmortales. Tenemos que ser inmortales. No podemos quedarnos en la Tierra ni quedarnos en Marte, tenemos que llegar hasta Alpha Centauri, o cerca, y vivir para siempre”.

También en entrevistas recientes se mostraba muy directo en cuestiones en las que antes había sido delicado, como en su rechazo hacia aquellas innovaciones tecnológicas (“tenemos demasiadas máquinas, precisamos menos internet”) que no era difícil percibir que no entendía muy bien. Pero en ello era consecuente con la esencia de su obra, radicalmente apartada del fetichismo hacia los aparatos y chiches nuevos, pero no de lo que el crítico marxista Darko Suvin definió como un factor esencial de la ciencia-ficción: el señalamiento de un novum, un elemento inesperado que altera el funcionamiento de la sociedad y que nos permite mirar desde otra perspectiva el mundo en que vivimos.

Bradbury escribió policiales, adaptó novelas (como Moby Dick) e incursionó en la autobiografía con especial añoranza por la infancia (El vino del estío y Adiós al verano). Técnicamente, al igual que Kurt Vonnegut, fue una figura marginal para la historia interna de la ciencia-ficción pero deslumbrante y renovadora para la literatura estadounidense a secas. También, como Vonnegut, consiguió que la pregunta esencial que sólo la ciencia-ficción contesta de manera divertida -“¿a dónde vamos como especie?”- comenzara a resonar en ámbitos cada vez más amplios.