Antes de ser periodista de Página 12, antes de ser un estudiante de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de La Plata, incluso antes de asistir a talleres de literatura, quería ser actor. Pero se le pasó rápido, por suerte. Sus padres, exiliados chilenos “más por razones económicas que políticas”, no quisieron saber de nada con eso y lo alentaron a que eligiera una carrera más tradicional, más clase media, más segura.

“No tengo especial empatía con las víctimas”

-¿Creés en el “nuevo periodismo” que tuvo su origen en Estados Unidos durante los años 60? -Es un concepto viejo que cuesta mucho actualizar. Todos esos rótulos, la carga del adjetivo, surge con Tom Wolfe, como nos enseñaron en las facultades. Para mi generación era lo último, ese librito de Anagrama o el propio Gay Talese. Ahí nos noticiábamos sobre ese vínculo entre literatura y periodismo, porque ni siquiera Rodolfo Walsh había sido todavía reivindicado desde lo literario. Es impresionante cómo los efectos de la dictadura y luego los efectos neoliberales del periodismo llegaron hasta acá. Es una creencia, muy de la tradición anglosajona, en torno a la objetividad o a las distancias, la frialdad, y esa vocación por la búsqueda de una verdad que viene del periodismo norteamericano.

-¿Pero el periodismo no debería buscar la verdad? -Ése es el peligro fundamental de un periodismo de investigación liberal. Es el instrumento de las viejísimas máquinas mediáticas en la construcción de otra verdad, de lo que vos te creíste un objeto incontaminado. Es como que algo del orden de lo yoico te asegurase que las dos fuentes, cinco o seis que te chequearon ese dato que pusiste con tanto orgullo, como quien ubica el falo en un lugar destacado, te garantizara la inmunidad, la seguridad. Y el peor enemigo del mejor periodismo hoy es la seguridad. Una cosa es lo cierto, otra cosa es la verdad. Buscar un lugar en el escenario periodístico entre el discurso y las retóricas que circulan en los medios, y después en el boca a boca, es buscar un lugar soñado que se perdió hace 20 años. El periodismo liberal se considera una fotografía de lo real cuando es imposible fotografiar lo real, porque lo real es dinámico y absolutamente caótico.

-¿Qué es la crónica para vos? -Yo tengo una vieja definición que sigo afirmando. La crónica es una versión insospechada de lo real. Recién estábamos editando una clase magistral de Juan Villoro en la que decía que “para el periodismo la realidad no está en la realidad”. Es decir, nosotros construimos la realidad y eso es un lugar común; pero lo cierto es que el cronista es un tipo o una mina que tiene otras herramientas, porque es consciente de su mirada, porque tiene unas obsesiones que ponen en juego su forma de contar, porque se deja contaminar a propósito, porque desdeña la objetividad como algo real y porque es consciente de que la verdad no existe.

-¿Cuáles son los límites cuando te vinculás con las personas de tus historias? -He logrado que nadie me reclame, me llevo muy mal con la demanda. Y Alcira lo entendió. En ese caso el libro lo cuenta. Acepté ser el padrino del hijo, pero hoy es un vínculo que pasa por el bienestar del niño. Tenemos corresponsabilidades y eso nos une. La posibilidad de que el chico sepa que existe otro mundo en otro lugar, y no sólo eso, que en la práctica pueda habitar otro mundo. Que pueda entrar y salir de un mundo y otro. Yo no tengo ningún sueño de redención con él, no quiero cambiarle la vida a nadie. Pero uno puede tirar algunas semillas para que el otro pueda sembrar otra cosa que la violencia cotidiana, el insulto, el consumo exacerbado, la comparación, la dominación del otro, la cultura tumbera como lo peor de la cultura popular.

-¿Cómo hacés para pararte frente a un hombre o una mujer que mató o mandó matar a varias personas? -No pensás. Yo no tengo una especial empatía con las víctimas. En el sentido que cuando estoy entrevistando a un asesino no estoy pensando desde la moral que obviamente tiene que condenar una muerte. Estoy pensando más bien en la matriz anterior a la condición de asesino de ese sujeto. Yo no conozco a un asesino, excepto los genocidas, que no se arrepientan de lo que hicieron. Las huellas que deja la muerte en la mano del criminal no se borran. Si uno hace un ejercicio compasivo, el prejuicio ante el horror se esfuma.

Este periodista y escritor que ronda los 40 y pasó la infancia y juventud añorando su pueblo natal, La Unión (“un sueño de montañas, ríos, cascadas, verdes y árboles”), no pudo volver a Chile para hacer sus estudios terciarios por el clima de terror que todavía se vivía. “Cuando yo empiezo la facultad era una época de mucha guerrilla urbana en Chile con el Frente Patriótico y otras agrupaciones y yo ya era un militante político -cuenta Alarcón- fui dirigente del centro de estudiantes, estuve en la coordinadora, nos persiguieron por eso, estuve amenazado, en custodia, todo me pasó muy pronto”.

Entonces se quedó. Pasó de Neuquén a La Plata y desde allí comenzó a colaborar con periódicos como Página 12 y la revista Cerdos & Peces, en la que publicó su primera nota, que fue sobre unos cartoneros. La década del 90 acababa de empezar y no era tan común ver a personas en carros tirados por caballos revisando la basura. Era una primera historia, la primera de tantas otras que vendrían después y que nacieron de un deseo que tenía desde chico: “Yo lo que quería era contar historias; ya escribía historias de pendejo, cuentitos impresentables sobre mitos mapuches, historias campesinas. Toda mi matriz de producción está relacionada a lo rural y por un imaginario que surge de las grandes fiestas familiares. Por ejemplo, la fiesta de San Juan, en la que los más viejos contaban historias de apariciones, fantasmas, asesinatos, crímenes. Sin embargo, mi manía me convierte en otra cosa. Yo no voy hacia la tragedia en mi vida sino que voy hacia un lugar más vital. Y termino escribiendo lo que escribo creo que signado por eso pero en una pelea frontal contra lo lastimoso”.

Esa tendencia a buscar lo luminoso dentro del horror o de plasmar la violencia pero rescatando también la fiesta está presente en Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (2003) y Si me querés, quereme transa (2010), dos libros que fueron bestsellers y que lograron algo bastante raro: circular tanto en las clases populares como en los circuitos académicos. Hoy Alarcón viaja y da charlas y talleres en universidades de América Latina y Estados Unidos, donde recibió el premio Samuel Chavkin a la integridad periodística que otorga el North American Congress of Latin America (NACLA).

Pero todo surgió con una primera investigación: la búsqueda de un compañero suyo de La Plata que desapareció súbitamente. “Desaparecieron a Miguel Bru el 17 de agosto del 93. Era un estudiante de periodismo de 23 años. Ahí hicimos una primera investigación sobre qué había pasado con Miguel. Fue la primera vez que publiqué en la edición nacional de Página 12, porque lo que antes había publicado había sido en un suplemento del diario que había armado para La Plata. Escribíamos tan mal que nos reescribían todas las notas. Era malísimo. Pero teníamos una voluntad, unas ganas, estábamos tan convencidos. Y era cierto, además. Investigar la desaparición de un compañero que ayer estuvo sentado al lado tuyo fumándose un porro en una fiesta y que ahora no está más es muy fuerte. Al mes de su desaparición nosotros descubrimos que Miguel había denunciado a una comisaría por un allanamiento ilegal a su casa”.

El cuerpo de Miguel Bru sigue sin aparecer pero, tras años de investigación, la Justicia falló finalmente en 2000 y le dieron cadena perpetua a un oficial y a un sargento por tortura y asesinato.

Chorros y transas

Todavía trabajando en la sección de Sociedad de Página 12, mientras cubría casos policiales y judiciales, Alarcón comenzó a sumergirse en la historia de Frente Vital, un “pibe chorro” que mató la Policía luego de un robo y que se transformó en leyenda en la villa de San Fernando. Especie de Robin Hood de 17 años, el Frente vivía rápido, robando y repartiendo los botines entre los vecinos del barrio. Ganador con las minas, amigo de sus amigos, de buen corazón, a Vital le dispararon en un momento en que aún no era común ver publicado en los diarios casos de gatillo fácil.

“Lo que a mí me pasó es que yo recibía los cablecitos de las agencias y tenía un ansia, una ambición insoportable. Era militancia pero también era tener mi caso. Una abogada me contó la historia y fui a buscar a la mamá [de Frente] en el supermercado en que trabajaba como vigilancia. Y ahí me di cuenta de que tenía que ir lento. Los chicos no estaban acostumbrados en esa época a que alguien fuera a la villa. Fue en 1999-2000, cuando la pobreza había arrasado y había llegado a 50% y la indigencia a 20%. Las villas eran hostiles, más hostiles que ahora. Con Sabina [madre de Vital] estaba blindado. Fue la primera vez que habló de eso. Es lo que llamo ‘la primicia cultural’: llegar a la historia primero. No es una revelación de una prueba, o algo. Es la primicia de la trama social o cultural de una sociedad. Cuando me muera… intenta hacer eso, decir ‘mirá lo que nos pasó en los 90. Mirá cómo nos dejaron, mirá lo que hicieron con nuestros pibes. Mirá cómo es el desamparo’. Es una foto del neoliberalismo. Me llevó tres años escribir el libro. Fue mi primer trabajo de largo aliento”, dice Alarcón.

Su segundo trabajo, Si me querés, quereme transa, fue aún de más largo aliento. El proceso duró casi siete años y, de alguna forma, Alarcón se pasó a la vereda de enfrente. Algo que aparece de forma recurrente en Cuando me muera… es la confrontación abierta en las villas de los “transas” (vendedores de droga o narcos) y los chorros. Los transas son considerados la peor escoria, ya que lucran con la adicción, colaboran con la destrucción de los chicos de las villas y no tienen los códigos de honor que suelen (o solían) tener los ladrones. De gatillo fácil, se organizan en torno a clanes que a su vez luchan entre sí por el poder. Con una escritura más compleja que en Cuando me muera…, el segundo libro de Alarcón se estructura de manera polifónica: la historia de la protagonista (Alcira) se enrama con otras historias, de otros transas, todos luchando por la supremacía en la Villa del Señor.

La investigación lleva incluso al cronista hasta Lima donde se llena de polvo buscando expedientes de ex guerrilleros de Sendero Luminoso que terminarían como narcos en Buenos Aires. “Hablar sobre los transas fue un acto de justicia. En algún momento me di cuenta de que había utilizado al personaje del transa en Cuando me muera… sólo como un personaje antagónico, no había hablado con él, ya estaba muerto. Y empecé a tener una curiosidad extrema sobre cómo era lidiar con el riesgo permanente de ir preso o de morir por tener un estatus o nivel de vida apenas un poco superior al de un trabajador. Es un trabajo de 24 horas, son esclavos del mercado, de los adictos y consumidores. Y hacen un pésimo negocio desde el punto de vista subjetivo. Viven la condena del estigma de ser supuestamente gente que arruina gente. Además, después descubro que todo estaba teñido de una matriz antropológica que me permitió mostrar una etnografía muy compleja. Se jugaba lo migratorio con lo político, lo translocal, aparece el exilio político de los ex Sendero. Y la aparición de una violencia urbana que no venía de Lima sino del campo”.

DE PUÑO Y LETRA

Del Capítulo 1 de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia María tenía las manos metidas en el agua jabonosa de un fuentón cuando llegó la peor noticia de su vida.

-¡Loco! ¡Vengan! ¡Vamos a fijarnos! ¡Está toda la yuta! ¡Parece que lo agarraron al Frente!

María retorcía un jean en el patio del rancho de su novio Chaías. Vivía allí hacía dos semanas, exiliada por primera vez de la casa de su familia, tras una discusión con su padrastro, un poco respetado dealer de la zona, miembro del clan de los Chanos.

-¡Loco! ¡Parece que mataron al Frente! Los pibes de esa cuadra que desde afuera parece un barrio pero por dentro es puro pasillo, todos menos ella, salieron corriendo tal como estaban. María se quedó parada allí, sin volver la vista atrás, disimulando por pudor a causa de ese noviazgo corto pero intenso que ya había dejado de tener con el Frente. Prefirió decirse a sí misma: “Yo me hago la estúpida”. Especuló con que si algo verdaderamente malo ocurría, alguien llegaría a avisar. Por eso hizo como que frotaba la ropa, soportando las ganas de llegar también ella, más rápido que ninguna, desesperadamente, a ver la suerte que había corrido el chico de quien a pesar de la separación reciente, aún estaba enamorada.

-Lo mataron al Frente -dijo, después de unos diez minutos una mujer del otro lado de su cerco.

A diferencia de su primer libro, en Si me querés... el yo del autor está más presente, no sólo narrativamente; le sucedió que Alcira, la mujer que lideraba uno de los clanes y la voz principal de esta historia, le pidió que fuera el padrino de su hijo. Alarcón, luego de varias vueltas, terminó aceptando.

Tanto en Cuando me muera… como en Si me querés, quereme transa, los nombres reales de las personas involucradas en la historia fueron cambiados. La decisión aparece argumentada al principio de uno de los libros: “Si bien este libro es el resultado de una investigación periodística, el autor no se propone colaborar con el trabajo del Poder Judicial y la policía. Los nombres de los protagonistas de esta historia han sido cambiados con el firme propósito de no perjudicarlos”.

Actualmente, el periodista abandonó las villas y se metió con la historia chilena de los 70 y 80 para investigar el MIR, que surgió durante los 60 en el sur de Chile. Fue una excusa para volver a su país natal y hablar de la dictadura; un pendiente que le quedaba como hijo de exiliados.

El ambidiestro

Además de a sus talleres, al sitio Cosecha Roja y a su nueva cátedra en la Universidad de La Plata, Alarcón está abocado a la revista Anfibia, un proyecto creado con el apoyo de la Universidad Nacional de San Martín y la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. La revista, que puede leerse en su totalidad en www.revistaanfibia.com, tuvo como antecedente el blog de crónicas Águilas humanas (aguilashumanas.blogspot.com) y hoy ya cuenta con decenas de historias en las que participan periodistas, escritores y académicos de toda América Latina.

Entre otras cosas, lo que singulariza -y le da su nombre- a esta revista es el trabajo en tándem de cronistas con académicos a la hora de abordar un tema; una forma de profundizar y a la vez dar un enfoque diferente. “Anfibia busca conmover y seducir a lectores en general, y cuando logra ser leída, que se vuelva algo del orden de lo cotidiano. Busca que te sientas dentro del sitio con el suficiente bienestar, no sé si en un spa, pero sí en una casa de fin de semana. Busca estar conectados a la contemporaneidad, como si tuviésemos cientos de tentáculos en América Latina buscando aquello que todavía no llegó a las páginas de los diarios o a la televisión o profundizando temas que fueron postergados u olvidados. Y tiene un trabajo de escritura fuerte. Es un lugar donde se cuida mucho a los autores”, dice Alarcón.

Un ejemplo de este trabajo puede verse en la crónica “Lapidados por la TV”, del periodista uruguayo César Bianchi, en la que se narra la historia de los Velázquez, aquel matrimonio que fue acusado por algunos de nuestros medios en 2009 de haber violado y asesinado a su bebé. La autopsia reveló que la niña había muerto de una infección y que no había existido el abuso. Pero el daño ya estaba hecho.