Recientemente se desarrollaron en Montevideo dos eventos que, por su excepcionalidad, merecen atención. El primero de ellos fue el Ciclo de Debates de la Fundación Vivián Trías sobre el tema “Deporte y educación”. En este ciclo, dos de las mesas tuvieron que ver con el deporte de competencia o de alto rendimiento. Una de las mesas se dedicó al tema (“Deporte de competencia, ¿Uruguay campeón?”), y la otra al Plan Nacional Integrado de Deporte. El segundo evento -el 29 de octubre- fue el seminario virtual “Pensando el desarrollo estratégico del deporte en Uruguay”, organizado por el Ministerio de Turismo y Deporte.
Ambas actividades tienen en común el haber sido propuestas por organismos de carácter político, que entienden que el desarrollo del deporte no puede estar disociado de la política, a contrapelo del discurso tradicional que propugna lo contrario (el deporte no debe contaminarse ni de política ni de religión) y de algunos opinadores que sostienen una supuesta prescindencia de la izquierda en el tema, desde una postura radicalizada exclusivamente desde la semántica, según la describió recientemente Noam Chomsky.
En Uruguay el deporte siempre estuvo ligado a la política. En Fútbol, identidad y poder 1916-1930, libro reciente de Andrés Morales, se describe con precisión el llamado “cisma del fútbol” (1923-1925), según el cual la causa fundamental del conflicto fueron las fracturas a que estaba siendo sometido el batllismo entre republicanos estatistas y liberales individualistas, contradicción que desde el comienzo ha signado a esa colectividad política (y que continúa haciéndolo).
Uno de los temas presentes en ambos eventos fue el de la necesidad de establecer un modelo para el deporte uruguayo, necesidad que ya había sido advertida en el Plan Nacional Integrado de Deporte. Como es sabido, en todo el mundo hay actualmente tres modelos: el liberal-privatista, el estatal y el de gobernanza. Según el primero, característico de Estados Unidos, Canadá, Australia, Inglaterra, entre otros, el deporte no sólo es cosa de empresas privadas, sino que no debe existir organismo del Estado que se ocupe del tema. El segundo, que fue desarrollado por las ex repúblicas socialistas y que aún persiste en países como Cuba o China, entiende que todo el deporte es cuestión del Estado, y que depende de las resoluciones del partido sobre el particular. Según el tercero, que existe en países como Francia y España, el Estado, principal financiador del deporte, establece, en acuerdo con el sistema deportivo, las características de la planificación deportiva, las pautas de su desarrollo y los criterios de evaluación de ese desarrollo, condicionando los apoyos a esos procesos.
Aunque pocos lo saben, Uruguay eligió explícitamente el modelo liberal, luego de un breve lapso de fuerte conducción estatista. Eso fue en 1918, luego de que, por medio de la Federación Deportiva Uruguaya -organismo estatal-, el Estado organizara casi todas las federaciones deportivas, estableciera sus parámetros de funcionamiento y ejerciera su superintendencia.
La resolución de la Comisión Nacional de Educación Física del 1º de agosto de 1918 es bien clara: “Considerando […] que existen dos tendencias para regir la unión de sociedades sportivas, siendo el principio fundamental de una de ellas la libertad absoluta de cada deporte para regirse a sí mismo en todos los casos, y en la otra la existencia de una autoridad superior para regir todos los deportes […] para el mayor y más rápido progreso de cada deporte, conviene el régimen de la autonomía, porque da una mayor libertad de acción a los dirigentes de cada deporte […]. Los deportes […] no pueden admitir otra autoridad deportiva por encima de la suya para regir sus destinos”. Renglón seguido, procede a clausurar la Federación Deportiva Uruguaya, organismo estatal creado recientemente para dirigir el deporte.
Si examinamos ese período histórico, como lo hace Gerardo Caetano en La República Batllista, veremos que ese dilema entre la “libertad absoluta” y la “autoridad deportiva por encima” es la misma que derivó en la escisión del riverismo, el “alto” de Viera, el sosismo y, finalmente, el terrismo. Esa concepción de libertad absoluta y autonomía, bien liberal, no fue inconveniente para que se entendiera que el Estado debería -obligatoriamente- apoyar indiscriminadamente todo deporte de competencia (en forma que bien puede considerarse de socializante), pero, curiosamente, resistiéndose a rendir cuentas de los dineros de todos, entregados a veces muy generosamente.
Muchos otros temas políticos también estuvieron presentes.
Entre las interrogantes a las que habrá que dar respuesta, se encuentran las siguientes. ¿Se puede seguir compitiendo internacionalmente con atletas y equipos de aficionados, cuando el resto del mundo lo hace con profesionales? Si es necesario profesionalizar, ¿es posible hacerlo con los setenta y pico deportes organizados, con sus diferentes disciplinas, categorías, etc.? ¿Resiste las formas actuales de competir una organización con dirigentes que se reconocen no preparados para esa tarea? Cuando se buscan alternativas a los magros resultados internacionales, se busca enseguida “ampliar la pirámide deportiva”, es decir, masificar la práctica; ¿es esa la solución o se ha demostrado que no está ahí el meollo del problema? ¿Es la especialización precoz, como en el fútbol infantil, la respuesta a la carencia de recursos técnicos de nuestros deportistas o hay que insistir en la calidad de esos aprendizajes? Finalmente, ¿cuál es el rol y cómo debe estar organizado el Estado para poder responder a estos desafíos? Son temas -quién lo duda- eminentemente políticos y, como tales, habrá que abordarlos.