Se enciende la música. Un equipo de audio sobre una silla, dos parlantes en el piso. Riguroso blanco en la túnica, moña azul bien armada, calzado de fiesta. Eliana, Sofía y Mario salen de la puerta de la escuela portando los pabellones. Los movimientos advierten cierta inestabilidad en los pasos: las banderas son grandes, pesadas e incómodas de llevar. Salen al patio. Allí están, los tres alumnos más grandes de la escuela, formados, mientras los tres más pequeños siguen la ceremonia con respetuoso silencio. Ahora aplauden. León, uno de los más chiquitos, lo hace con vehemencia. Es el simulacro del aplauso que hoy sí sonará estruendoso ante el público. En el patio, siguiendo el preacto desde muy cerca, la maestra Marys observa. El ensayo se desarrolla de acuerdo al orden establecido en el guion escrito en una hoja de cuaderno. Primero el Himno Nacional, segundo palabras de las autoridades, tercero la canción “Mi moña escolar”, cuarto (previo aviso de empuje de la maestra bajo la consigna: “Prepárense para bailar”) la danza de La Galopera (para la que las niñas se vestirán con un delantal azul diseñado por la mamá de Sofía, mientras todos portarán un pañuelo de color), quinto la “Canción a la escuela rural”.
A mitad del ensayo aparece una gallina (“La ponedora”, le llaman) que ni se inmuta con el despliegue actoral. Hoy, a las 9.30, cuando el patio esté lleno de padres, vecinos, inspectores de Primaria, autoridades departamentales, escolares de otros centros amigos, todos estos movimientos serán únicos e irrepetibles. La fiesta habrá comenzado y se estarán festejando los 50 años de la escuela. Las cámaras de fotos captarán sonrisas. Todos participan en el gran momento.
Mario se sabe todas las canciones. Parado al costado, un poco como espectador y otro poco como director de orquesta, Julio Ibarra, coordinador del Centro de Apoyo Pedagógico y Didáctico para Escuelas Rurales de Lavalleja, sigue la performance con ojo clínico. Cuando advierte algún movimiento desatinado, lo transmite en forma amorosa. Hace 28 años que es maestro y ya ha colaborado en el armado de muchas fiestas similares. En la parte del baile, le sugiere a Mario que no se acerque tanto a la pared del frente de la escuela porque dejaría sin espacio a Eliana, su compañera de baile. Mario, que pasa a quinto año con muy buen rendimiento, y fue distinguido como el alumno cero falta en 2012, continúa yendo a la escuela, llueva o truene. Y como su bicicleta otra vez se perjudicó (en marzo estaba pinchada, esta vez fallan los cambios), sigue haciendo los tres kilómetros a pie.
Cuenta Marys que cuando sucedió el último temporal, Mario estaba ahí. Sólo Mario. Su madre, Ángela, tiene mucho que ver en esto. Tanto así, que se apareció esa tarde por la escuela y, como el resto de los alumnos no había concurrido, se quedó a pintar algunos sillones de madera que Marys estaba restaurando. Tras su reconocimiento, Mario tuvo la oportunidad de conocer lo que no conocía. Fue a la playa de Piriápolis, conoció el mar: “Impresionante”, dice. Fue a Tacuarembó, se trajo un cuadro de Carlos Gardel, de quien olvidó su nombre en un ratito. Con ayuda de Ángela lo saca, porque lo escuchan en la radio por las mañanas, cuenta. Viajó a Montevideo, conoció el teatro Solís, el estadio Centenario, como hincha bolso lo invitaron a ver Nacional-El Tanque Sisley en el Parque Central. Si bien no recuerda el tanteador final dice que fue empate y que gritó un gol. Salió en diarios y en televisión. En su casa -sin luz eléctrica- le instalaron un panel solar que permite encender luces en las habitaciones que antes no existían. Aún con eso no alcanza para tener heladera o un hornito, explica Ángela.
Con la tablet, Mario registró todos estos momentos. “Tiene material para cuando sea grande. Será un gran recuerdo”, reconoce Ángela.
Llegadas y partidas
“Hacé de cuenta que soy la intendenta y que te entrego la bandera”, explica Marys mientras ensaya con Eliana el momento en que se descubrirá ante el público la placa que dice “1963-2013. 50 años. Comunidad Educativa”. Allí está, brillante, colocada del lado izquierdo de la puerta de la escuela. Inevitablemente se ríen. Ensayan y también interpretan a otros. No es casualidad que sea ella quien representará a sus compañeros en ese momento. Eliana es la alumna más grande. Este año deja la escuela. Sabe que se irá a vivir al hogar de estudiantes en Minas donde está su hermana de 14 años, desde hace ya dos. Cree que irá al liceo Eduardo Fabini, pero aún no lo confirma. Dice que no está nerviosa por eso. Se sonríe.
Sofía, Milagros y León aguardan en el patio. A mitad de año se sumó al grupo Ángel. Tiene cinco años. Su tono al hablar delata algo de su procedencia. “Soy de Colonia Palma, del departamento de Bella Unión”, dice. Los compañeros lo corrigen: “Artigas, Ángel. Artigas”. Mientras algunos detalles protocolares del guion son ajustados entre Marys y Julio, los niños juegan al ta-te-ti. En una mesa de material, redonda, está dibujado el juego con pintura negra. Usan tres piedras de ladrillo anaranjadas y tres blancas para que cada jugador distinga sus movimientos. Los otro cuatro miran, comentan, bromean, y hasta entorpecen los movimientos de algún jugador o advierten a uno de ellos de alguna posible jugada determinante.
“Este año se va Eliana, pero sabemos que ingresan dos niños nuevos” de cuatro años, comenta Marys mientras muestra las dos sillitas celestes que han comprado pensando en ellos y aguardan en el salón de clase.
Educar
Marys ya está preparando los “materiales administrativos” que hay que entregar en Primaria cada vez que terminan las clases. Si bien el acto de clausura de cursos será el domingo, tiene que quedar todo pronto. Para eso, Laura Ruiz -una educadora preescolar de Minas- la ayuda a terminar las planillas. También hay tiempo de hablar sobre la educación y la forma de enseñar. Sobre las medidas de paro y los conflictos por los cuales atravesó la educación en el año, dijo: “La educación puede andar para atrás. Se puede decir eso. Pero si yo hago paro, primero tengo que estar convencida. Segundo, tengo que pensar que si no vengo a la escuela hay por lo menos tres niños que ese día no comerán bien”.
Sobre la experiencia de Mario, Marys había dicho en marzo, cuando nos conocimos: “Yo creo que no se va a olvidar nunca de esto que le pasó”.
Una vez cumplido el guion del acto, Julio continuará tocando unas notas en su guitarra, “Para no dejar un vacío, ¿viste?”. Marys invitará a los presentes a pasar al salón de la escuela. Allí se cortará la torta que espera sobre la mesa al lado de los platitos blancos de plástico. Julio le apuntará previamente a Marys que a ese momento se le llama “brindis”.
Mientras los padres y los niños disfrutan un rato juntos, charlando, jugando, mientras Antoine de Saint-Exupéry esté de festejo, Mario no sabrá -porque se trata de una sorpresa-, que Marys le regalará un cuaderno, cual archivo riguroso, que reúne todas las notas periodísticas, menciones y fotos que salieron en los medios uruguayos sobre él y la escuela. Una especie de ayudamemoria.