“Agarrá todo que nos vamos”, dijo Heber desde la puerta. Con el tono intentó ser contundente pero no alarmante. Se la veía venir. Unas horas alcanzaban todavía, el domingo al mediodía, cuando el río Olimar se arrimaba cada vez más a la casa. No pedía permiso pero aún no lo invadía todo.

Flavia Altez, de 30 años, la hija mayor de los cinco que tiene Heber, entendió el mensaje. Agarró bolsas grandes de supermercado, destendió las camas de sus hijos Antonella, de 16 años, y Emiliano, de tres, armó atados de ropa, enrolló los colchones.

Hasta ayer

Washington Pereyra es el responsable del Centro Coordinador de Emergencias Departamentales de Treinta y Tres. Hasta ayer había 12 lugares donde se alojaban personas evacuadas en la ciudad, entre ellos el Parque Colón, La Calera, el gimnasio, Liga de Remo, los centros de barrio Libertad, Yerbal, Sosa y María Isabel. A las 19.00 contaban un total de 106 personas evacuadas y 294 autoevacuadas. El elemento más requerido en estas ocasiones suele ser el colchón. Pereyra indicó que donaron 250 nuevos. Destacó que en la reunión de ayer del Comité de Emergencia, la directora departamental del Ministerio de Desarrollo Social trabajó con los clubes sociales de la ciudad para solicitar apoyo a las tareas de acopio de donaciones. Por ahora, precisa Pereyra, sólo el Batallón de Infantería 10 está recibiendo todo el material. Ayer de mañana estuvieron acomodando las donaciones de ropa. Para aquellos que aún no han sido registrados en las listas que se confeccionan para adquirir los elementos de necesidad, se ha dado un nuevo plazo hasta mañana. “Vamos a anunciar por la radio que estaremos registrando solicitudes de colchones y ropa. Esto se hace en el Comité Departamental de Emergencia [que funciona en el Corralón]”, aclara.

Entre todos, 16 personas contando hermanos, cuñados, sobrinos y nietos, levantaron las camas de madera para sujetarlas con piolas a los tirantes del techo. No permitirse ese gesto de deses
peración e ingenio habría sido la pérdida de todos los muebles de la casa. Ahora Flavia lo cuenta como con picardía, recostada sobre el marco de la puerta que da al cuarto de los niños, mientras que se suma Emiliano, que entra corriendo a agarrarse de sus piernas. “Empezamos a acarrear todo al mediodía. Papá llamó al Comité de Emergencia y nos dijeron que nos mandaban un camión. Al ratito ya vinieron y empezamos a subir la cocina, las mesas, sillas, colchones”, relata Flavia.

La casa es la de la esquina, en la calle Silvestre Blanco. Está mojada. La humedad dibuja en las paredes una franja oscura de más o menos medio metro. Algunos muebles desordenados, una tabla con un cuchillo y un último pedazo de pan.

Y las camas de madera, ahora colgantes. Asoman otros objetos que fueron colocando para aislarlos del piso. “Sabíamos que esto nos podía pasar”, cuenta Heber. Es que él es vecino del barrio El Olimar de toda la vida. “Cuando ocurrió la inundación famosa de 1959 yo tenía tres años”, dice.

El lugar donde construyeron las casas es inundable y no tiene saneamiento, que sí conecta a las viviendas de la vereda de enfrente. En una de las esquinas se abre paso el Parque del Río Olimar, un espacio verde que ahora parece una piscina gigante pero que en Semana de Turismo es escenario del festival de folclore. Sobre la otra esquina está el Parque Colón, fundado el 9 de agosto de 1920, rigurosamente pintado de blanco y negro. Más tarde, Heber contará que hace muchos años jugó al fútbol ahí, vistiendo la camiseta azul del extinto Olimar.

Ayer la familia Altez estaba alojada en los vestuarios que tiene la cancha, convertidos desde el domingo en su casa provisoria. Imprescindible que estuviera instalada la cocina para que Flavia preparara los menús que todos los mediodías lleva para vender en las empresas de la zona.

Es el único ingreso de la casa que considera fijo: si no cocina, no vende. Si no vende, no hay con qué comprar la leche, el pan. Ellos son 16 personas que abultan la cifra de “evacuados” que maneja la Intendencia de Treinta y Tres y el Centro Coordinador de Emergencia Departamental.

Ésta no es la primera vez que viven la historia que cuentan. Los más jóvenes sólo recuerdan la crecida de 2007, cuando la cosa se puso más brava porque hasta el Parque Colón, que se encuentra a dos cuadras de su casa, se había inundado. Hoy es el punto que la intendencia destinó para alojarlos.

La vecina de la familia Altez, Ana Silva, todavía saca agua de adentro de la casa. Al fondo, dos colchones colgados en una cuerda que atraviesa el patio. “¿Son del Mides [Ministerio de Desarrollo Social]?”, pregunta. Luego cuenta que vive con su esposo, que trabaja en Arrosur, que tiene cinco hijos y un nieto, y que entre todos son diez en la misma vivienda, porque el yerno también se sumó. Califica a su familia de “autoevacuados” y aclara que no ocupan los lugares que brindó la intendencia sino que “repartí a los gurises en casas de familia para que se quedaran mientras secamos la casa para volvernos”. “Fui a pedir colchones a los centros donde hay gente del Mides y me dicen que no hay.

“Ropa no pudimos conseguir para los niños, y me dijeron que siga pidiendo que va a haber, pero no puedo ir a cada rato”, dice. Ana realiza tareas domésticas en casas de familia y pudo faltar a trabajar porque arregló con los patrones. “Hasta que no saque toda la mugre que quedó no puedo volver a las tareas”, comenta. “Cloro para limpiar, me dieron dos litros nomás. No me alcanzó para nada, pero de a poco nos vamos revolviendo”, concluye.

Las puertas y ventanas de la casa están abiertas. “Aprovechamos el día lindo y empezamos a pintar de blanco”, explica, y se disculpa por el olor a humedad que se siente cuando invita a entrar a su casa vacía, aún mojada y recién pintada. “El sábado yo creo que ya estaremos todos otra vez acá”, expresa.

A unos metros, Ruben Silva toma unos mates en la vereda mientras su hijo barre la casa para terminar de sacar lo que quedó tras el retiro del agua. Era trabajador de la construcción en Montevideo pero cuando el laburo empezó a faltar regresó a su ciudad natal. Ahora hace feria vendiendo plantas. Como el agua le echó a perder algunos almácigos, dice que retomará la tarea en unos días, cuando la casa quede limpia y pueda ir a buscar a su esposa, que está en el centro del barrio, donde se quedan desde el domingo de tarde. Es diabética, se ha sentido mal y Ruben quiere verla mejorar pronto.

Cerca

Desde el Parque Colón hay que tomar hasta Avelino Miranda, hacer diez cuadras, subir el repecho y enfrente al Corralón Municipal, donde estaba antiguamente el Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria, uno se encuentra con el gimnasio 24 de Junio. Ayer había 31 personas aún; el domingo eran 41. Al mediodía, la camioneta de la intendencia alcanzó el almuerzo: polenta con tuco, pan y fruta de postre.

Las distintas familias que se alojan en el gimnasio están separadas aunque juntas. Una en cada extremo de la cancha, que conserva los arcos donde los niños, de diferentes edades y familias, se divierten con una pelota y a veces gritan gol.

Alexander Fernández, de 31 años, llegó hasta ahí con su esposa Nilza y sus tres hijos, Milagros, de seis años, Esteban, de 13 y Juan, de 17. Saben de inundaciones porque vivieron la de 2007 en el barrio Las Delicias. La noche del domingo no pudieron dormir. Sabían que el agua los correría. “No pudimos agarrar nada de ropa ni todos los colchones”, repasa Alexander, pero en el camión que los pasó a buscar sí cargaron la cocina, la heladera, el televisor, mesa y sillas.

Cuenta que es sereno hace ocho años y que es el único ingreso que tienen. Ahora cobran “el Plan de Emergencia” y eso es una ayuda, dice. “Nos conocemos con algunas familias de la inundación pasada, cuando nos tocó estar en otros lados. Todos son personas de bien”, comenta. Se queja de que no le han dado calzado o vestimenta y que eso está faltando. “Es lo único que tengo para decir”, dice. Y dice.

Al lado, Hermes Rodríguez y su esposa Paola están sentados en la cama con Maxi, su hijo de ocho años. Son del barrio Nelsa Gómez y alquilan una casita por 2.000 pesos. Sabían que el terreno era inundable pero no tuvieron la posibilidad económica de elegir otra vivienda. El domingo de tarde, Hermes clavó una estaca de hierro en el patio. Ésa sería su forma de medir la peligrosidad para luego encender la alarma: si el agua pasaba la mitad del hierro, se irían. El domingo de noche el agua sobrepasó la marca y tuvieron que ser desalojados con la ayuda de funcionarios municipales.

Volver. La ansiedad por regresar se nota en todos los relatos, en cada gesto. La consigna que les han repetido es: “Limpiar primero, dejar secar y luego recién volver a ocupar”. Antes no. Sin embargo, algunos manifiestan que ya quieren retornar a acomodar las pocas cosas que les han quedado secas. El calor del sol y el viento harán el resto, dicen. “Prenderé la estufa con tal de secar. Acá había mucha mugre. Pasé hipoclorito con jabón líquido para sacar todo lo que había”, describe Flavia. “Estará mojado pero es lo que tenemos”.