En 1985, durante la huelga de los mineros ingleses contra el gobierno de Margaret Thatcher, un par de obreros arrojaron desde un paso a nivel un bloque de cemento, que cayó sobre un taxi matando a su conductor, David Wilkie. Fue un golpe fuerte para la imagen generalmente positiva de los mineros en conflicto, ya que la opinión pública se preguntó qué clase de persona tira un bloque de cemento sobre el auto en movimiento de un desconocido y luego reclama solidaridad. Los obreros fueron juzgados y condenados por asesinato a prisión de por vida, aunque luego el cargo fue cambiado a homicidio simple y los responsables recibieron una pena de ocho años.

Hace apenas unos días, en Rosario (Argentina), el suegro de la modelo Rocío Guirao Díaz murió tras perder el control de su auto, luego de que un cascote le astillara el parabrisas, una táctica habitual en las carreteras del vecino país para obligar a los conductores a detenerse y luego robarlos. El caso, por la notoriedad de la modelo, se ha vuelto uno de los focos del debate sobre la seguridad, en una Argentina que también se está aprontando para las elecciones y donde cada crimen se convierte en una espina en el costado del gobierno Kirchner.

En Uruguay no hemos inventado nada en relación con estas agresiones minerales a los vehículos -o para ser más exactos, a las personas que van dentro de esos vehículos-, pero les hemos agregado el ingrediente demencial del vacío de intenciones que parece motivarlas. En alguna ocasión, el motivo ha sido el robo, a la usanza argentina, pero en la mayoría de los casos parece ser simplemente extensión de un vandalismo que ha pasado a formar parte de la idiosincrasia nacional, y que la sociedad parece tolerar por inacción, sin siquiera ser capaz de condenarlo verbalmente en su dimensión real.

Hace años, tal vez décadas, que los vehículos que circulan -en especial por la zona de los accesos a las rutas 1 y 5- son apedreados gratuitamente, y esto ha ocasionado no pocas veces lesiones importantes a los conductores. En las últimas semanas una pedrea particularmente violenta lastimó a varios pasajeros de un ómnibus interdepartamental y el tema volvió a las primeras planas mediáticas. Algunas autoridades gubernamentales se mostraron intrigadas ante el hecho de que este fenómeno recrudezca justo ahora, en plena campaña electoral y cuando la seguridad es uno de sus temas cruciales.

Teniendo en cuenta el grado de enfermedad al que se llega durante la época electoral, la hipótesis no debería descartarse en un confiado ataque de buena fe, pero en primera instancia -y no existiendo de momento pruebas que confirmen las sospechas- lo lógico es suponer que simplemente fueron casos extremos de algo que nunca dejó en realidad de suceder, sino que simplemente se hizo más público por el momento en que ocurrió. Al fin y al cabo, la notoria y peligrosa pedrea de hace unos días fue una más de unas doscientas denunciadas durante 2014, y es incalculable cuántas no han sido denunciadas por pereza o frustración.

Dentro del marco conspirativo, el ministro Eduardo Bonomi salió a los medios a señalar algunas características de la reciente pedrea que le parecían “anormales”, como ser el grado al parecer inusitado de violencia y descaro que tuvieron sus responsables. Pero ahí tenemos en cierta forma el centro del problema: si estas pedreas son “anormales”, es que las demás ya han sido aceptadas con espíritu fatalista como “normales”, ya sin importancia para los medios, ya no merecedoras de acciones policiales firmes, ya convertidas en algo ante lo que se suspira con resignación y se sigue de largo.

Ante esto, hay que hablar en los términos más elementales del sentido común: si bien nos gusta repetir que los uruguayos somos un desastre manejando, el que no haya ocurrido aún una desgracia con decenas de muertos y heridos habla maravillas de los conductores de vehículos colectivos interdepartamentales. La posibilidad de que alguien que conduce a cerca de 100 kilómetros por hora cuando le estalla el parabrisas pegue un volantazo y vuelque o se estrelle contra otro vehículo, matando a decenas de personas, no es marginal: es una probabilidad enorme y resulta un milagro que no haya sucedido en carreteras donde las pedreas son un entretenimiento casi diario o más bien nocturno.

Todos los sociólogos de Uruguay pueden sentarse en círculo y discutir largo y tendido sobre las causas de este fenómeno sociopático, tratando de discernir si se trata de una expresión de furia resentida, una protesta de los que no tienen visibilidad en los medios, un entretenimiento perverso, un síntoma de la fractura familiar, un acto de rebeldía insensata (como lo calificó desafortunadamente el presidente de la República) o una brutal expresión de ignorancia. Pero en el fondo resulta irrelevante si las pedreas son realizadas por menores desatendidos, por ladrones al borde de lo psicopático, por rebeldes sin causa o por sicarios de algún movimiento oscuro; en este caso el principal riesgo, o al menos el más homicida y el más inmediato, es el que corre cada pasajero de cada ómnibus cuya vida entra en una ruleta cada vez que una piedra choca cerca de los ojos del conductor.

En todo caso, lo importante sería que las reacciones fueran proporcionales al daño posible, firmes y visibles. Nada así puede considerarse normal, previsible o mucho menos, justificable, sea tiempo de campaña o no. No se está hablando de parabrisas, estamos hablando de un montón de vidas jugadas por nada.