Se ha vuelto un lugar común decir que los incrementos salariales tienen que estar atados a la evolución de la productividad. Al entrar en la recta final de la campaña, los partidos políticos han centrado su discurso sobre el tema salarial en este aspecto, aunque la lectura de los programas da cuenta de visiones diferentes. La derecha propone ligar los futuros aumentos exclusivamente a la productividad y flexibilizar el mecanismo de descuelgue para empresas que no pueden cumplir con los salarios acordados. El Frente Amplio (FA) también plantea considerar la productividad en las futuras negociaciones, pero subraya la potencialidad de la política salarial como mecanismo redistributivo y aclara que el ajuste de las remuneraciones sumergidas no puede quedar atado sólo a ese factor.

Es evidente que los salarios no pueden crecer indefinidamente por encima de la productividad y que, a largo plazo, sus fundamentos son tanto el nivel de educación y capacitación de los trabajadores como la tecnología utilizada en la producción. Pero cuando se discuten los criterios orientadores de la política salarial para los próximos cinco años deben entrar en juego otras consideraciones.

En primer lugar, los programas suelen plantear intenciones, pero casi nunca abordan los aspectos de implementación. En los últimos años, algunas agencias gubernamentales han producido indicadores sectoriales sobre empleo y ventas con el propósito de que fueran utilizados en las negociaciones. Sin embargo, rara vez se incorporaron a los convenios, entre otras causas porque no siempre reflejaban la realidad del desempeño sectorial en forma aceptable para todas las partes. Sin perjuicio de que se pueda seguir avanzando en mejorar la calidad de este tipo de indicadores agregados, el ámbito apropiado para establecer criterios precisos en materia de productividad seguramente sea el de las propias empresas.

Medir la productividad no es fácil. Entre otras cosas, requiere confianza y amplia voluntad de compartir y aprovechar información local por parte de trabajadores y empresas. La Ley de Negociación Colectiva, vigente desde 2009, definió varios niveles de negociación y el alcance de sus cometidos. Sin embargo, los distintos niveles no han tenido un desarrollo similar. Mientras la negociación por rama de actividad mantuvo su papel de establecer mínimos salariales según categorías laborales y fijar los incrementos salariales básicos, la negociación por empresa no se ha desarrollado. Precisamente, el objetivo de vincular salarios y productividad seguirá siendo de muy difícil aplicación sin el desarrollo de nuevas instituciones a nivel microeconómico que modifiquen el sistema de gobierno de las empresas uruguayas y le otorguen a los trabajadores la posibilidad de acceder a la información y participar en la gestión. En este sentido, la legislación y la experiencia europea ofrecen una variedad de arreglos institucionales posibles, que van desde la instauración de mecanismos de información y consulta hasta la propia representación de los trabajadores en la dirección de las empresas.

A menudo se señala que el reducido tamaño de las empresas uruguayas dificulta la implementación de este tipo de reformas. Según datos del Registro Permanente de Actividades Económicas del Instituto Nacional de Estadística, si bien 84% de las unidades son microempresas con menos de cinco personas ocupadas, en ese grupo se desempeña sólo 23% de los trabajadores. Más de la mitad de los ocupados en Uruguay trabaja en empresas medianas y grandes, por lo que el potencial impacto de la introducción de mecanismos de participación, aun excluyendo a las microempresas, sería elevado.

La productividad depende de un conjunto de decisiones de organización empresarial en las cuales actualmente los trabajadores no “tocan pito”. La oferta de transferir riesgo a los trabajadores sin concederles mayor control sobre este tipo de decisiones sigue resultando muy poco atractiva.

En segundo lugar, aun contando con indicadores de buena calidad aceptados por trabajadores y empresarios, la propuesta de ajustar salarios exclusivamente por productividad tiene implicancias distributivas que conviene tener presentes. En particular, supondría mantener incambiada la distribución del ingreso de la economía entre trabajadores y empresas. Desde el punto de vista distributivo es un planteo sumamente conservador, en la medida en que no integra al análisis una eventual afectación de las ganancias empresariales. Por ejemplo, negar la posibilidad de que se discutan mejoras salariales por encima de la productividad en sectores con rentas extraordinarias implica, lisa y llanamente, subordinar la política salarial a la rentabilidad de las empresas y a la política antiinflacionaria. Mayor atención deberían recibir las situaciones de elevado poder de mercado que se configuran en algunos sectores y que permiten a ciertas empresas fijar precios preservando altos márgenes de beneficio. Tampoco debería perderse de vista que en Uruguay persiste el problema de los salarios sumergidos: 40% de los trabajadores no alcanza una remuneración mensual líquida de 14.000 pesos.

La discusión actual se da en el contexto de que los salarios no han estado mayormente desalineados de la evolución de la productividad en los últimos años. Sí estuvieron desacoplados durante los años 90, cuando el Estado dejó de intervenir en su fijación. En aquel marco, los salarios crecieron por debajo de la productividad y, por tanto, también por debajo de las ganancias.

Quedan pocos días para las elecciones. Mientras el FA debe clarificar cuáles serán las líneas de profundización del esquema de relaciones laborales implantado desde 2005 y cómo conciliará objetivos en materia de productividad y de redistribución, los partidos de la derecha intentan trabajosamente convencer al electorado de que no incursionarán en las mismas políticas laborales de sesgo pro patronal que implementaron cuando fueron gobierno.