“Por la capacidad de sus profesionales y su visión de gobierno, Uruguay tiene el potencial para ser un referente en salud mental en América Latina; lo que hace falta es una decisión política”, aseguró a la diaria Díaz, quien capacitó a personal de la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE), participó en la inauguración de una usina cultural en el Vilardebó y expondrá hoy y mañana en las XXIV Jornadas de la Clínica Psiquiátrica en el Hospital de Clínicas.

¿Qué cosas no sabemos de las enfermedades psiquiátricas?

-Para la mayoría de los pacientes el problema es el estigma. Hay creencias falsas, sin fundamentos científicos, que condicionan un pensamiento que deriva en una conducta discriminatoria. Por ejemplo, que no pueden vivir solos, que son violentos. Hay estudios que indican que la enfermedad mental por sí misma no es un predictor de violencia. Los casos de violencia son tan limitados que los puedes contar con los dedos de una mano. Los medios siguen la lógica de la sociedad. A las personas [con patologías psiquiátricas] no se les pone cara, se les juzga por el diagnóstico, no por su conducta.

¿Cómo repercute eso en el paciente?

-El estigma de salud mental es tan grave que afecta la evolución y el pronóstico que se le da. Lo que más rabia da es que desde el punto de vista científico, nada de lo que dicen de ellos es verdad. Es verdad que hay pacientes que no pueden trabajar, pero hay muchos que sí. Hay cardiópatas que no pueden ir de aquí hasta allí, pero van de a poco. ¿Por qué los enfermos mentales no? ¿Sabes cuál es el problema más grave que tenemos en el tratamiento de las enfermedades mentales graves? Que los pacientes terminan creyendo que se tienen que aislar.

¿Cuál es el origen de los manicomios?

-Ha habido cuatro períodos en la historia de la salud mental: la etapa de asilo o manicomio, los hospitales psiquiátricos, la psiquiatría comunitaria y, la última, por la que muchos estamos apostando, es el modelo de recuperación. El manicomio surge en las ciudades en 1500. Había muchísima gente en la calle para la que no había respuesta y que no había cometido delito como para tenerla en una prisión. Había enfermos mentales, pero también todo un conjunto de personas marginales que eran disfuncionales: enfermos inmunológicos, mujeres prostitutas o gente que tenía conductas no aceptables socialmente. Para todos ellos se construyen los primeros asilos o manicomios. No eran hospitales, porque no tenían camas ni médicos. La filosofía del asilo era cuidar a estos “pacientes”, pero en la realidad la situación era de absoluta falta de derechos. Con la Ilustración y la Revolución Francesa la explicación a la locura fue la pérdida de la razón, que sigue muy vigente. Había que tratar a los pacientes porque tienen pasión, hacer un tratamiento moral para que renunciaran a esos impulsos. Ahí aparecen los hospitales psiquiátricos, que tienen como condiciones la aislación del paciente y ordenarle la vida para curar la enfermedad. Pero no había diagnósticos y tampoco parecía que [la estadía] curara, prácticamente no había altas. Muchos científicos empiezan a concluir que estar encerrados, no tomar ninguna decisión y no tener interacciones con el entorno empobrece sus capacidades. Este modelo empezó a cuestionarse, sobre todo a partir de mediados del siglo XX. Un punto de inflexión fue la psiquiatría americana de la Segunda Guerra Mundial. Se concluyó que tendrían que darse cuatro condiciones -la proximidad, la inmediatez, la simplicidad y la generación de expectativas- que contradecían el modelo de hospital psiquiátrico que se basa en el alejamiento, el aislamiento y en un orden jerarquizado. El aislamiento no favorece la condición del enfermo; en la actualidad no hay ningún manual en el mundo que recomiende los hospitales pisquiátricos.

¿Cuál fue la alternativa?

-En ese momento fue la psiquiatría comunitaria. Se sustituye el hospital por una serie de dispositivos sanitarios en la comunidad. Los equipos sociales cubren el tema del empleo, la vivienda y sobre todo el empoderamiento. Este modelo también entró en cuestión. Hay un movimiento de usuarios cada vez más potente que reclama el derecho a tener un proyecto de vida. Un parapléjico puede tener un modelo de vida. Si la persona puede salir, coge autoestima, tiene un mundo de relación, vive mucho mejor su enfermedad. Ese conjunto de pacientes que reclaman tener una vida propia fue confirmando que la psiquiatría comunitaria está muy bien, pero hay que hacer un giro favoreciendo que los pacientes tomen sus decisiones.

Y se llega al denominado “Modelo de Recuperación”, que usted promueve.

-Sí. En lugar de que el psiquiatra decida lo que tiene que hacer el paciente, hay que facilitar que el paciente tome sus decisiones, fomentando su autonomía. Nos convertimos en entrenadores personales, lo acompañamos en su proyecto de vida. El eje es el empoderamiento: ¿quién decide las necesidades de los pacientes? En el asilo las decide la institución, en el hospital las deciden los profesionales y en la psiquiatría comunitaria las deciden los profesionales teniendo en cuenta al paciente. En el modelo de recuperación, las necesidades las decide el usuario y nosotros le asesoramos. Lo que pretende el movimiento de usuarios es que no tengan que soportar una doble enfermedad, la propia y el estigma que conlleva.

¿En qué modelo asistencial colocaría a Uruguay?

-En el curso hice un ejercicio. Pedí [a los alumnos] que clasificaran [el modelo de la institución en la que trabajan] en base a quién decide las necesidades de los pacientes. Más de la mitad de los profesionales piensa que se está en una situación asilar o de hospital psiquiátrico.

¿Qué pasaría con las personas que hoy están internadas en los psiquiátricos si se desmantelaran?

-Un porcentaje de pacientes van a tener graves dificultades para vivir en la comunidad, sobre todo las personas mayores. Es evidente que habrá que tener residencias para personas que requieran asistencia. En Almería [donde trabaja] hay una residencia para toda persona que por déficit cognitivo o de otra índole requiera mayor atención. Pero no están ahí como enfermos, están ahí como ciudadanos que requieren cuidados, y eso es un matiz muy grande. Los presos [psiquiátricos] tienen que estar en instituciones penitenciarias donde tengan garantizada su asistencia sanitaria. No hay que despedir trabajadores ni echar pacientes a la calle. En Granada los pacientes están en unidades de agudos, en la calle o en comunidades terapéuticas, y tenemos una pequeñísima unidad en Andalucía, de 40 camas, para pacientes que pueden tener violencia, pero su estancia se revisa cada seis meses.

¿Cómo encontraste el Vilardebó?

-Estuve sólo en el patio, pero en 2011 vi la unidad judicial. He trabajado en Mozambique, en Albania, en Bosnia, y me pareció muy duro [el Vilardebó]. ¿Qué ofrece Uruguay a un muchacho de 18 años que tiene un brote psicótico? Porque el sistema sanitario es el que marca en un porcentaje mucho más alto de lo que la gente cree las expectativas que tiene en el futuro. No es lo mismo que haya un programa de intervención temprana, que lo coge desde el primer momento y lo empodera para que pueda asumir las dificultades, que un sistema que lo mantiene durante un tiempo, que ha perdido los amigos y cuando sale ya es un loco.

¿Encontró en el personal que capacitó predisposición al cambio?

-Uruguay, por los profesionales que tiene, su capacidad y la visión de gobierno, podría haber sido y tiene el potencial para ser un referente en salud mental en América Latina, pero sucede que hay dificultades para pronunciar las palabras mágicas, y es decir: vamos a cambiar ya. Hace tres años que vine y ha habido algunos cambios, ya no ingresan pacientes a las colonias, pero veo que se está invirtiendo mucho dinero sin que haya un proceso de transformación. He visto autoridades sanitarias especialmente predispuestas. Lo que hace falta es una decisión política que haga un plan de salud mental que contemple el desmantelamiento de las instituciones psiquiátricas.