Pablo da Silveira, doctor en Filosofía e integrante del comando de campaña del candidato nacionalista Luis Lacalle Pou, publicó el miércoles una columna de opinión en el diario El País bajo el título “Ideas que separan”. El planteo es interesante porque es explícitamente ideológico y, como su nombre lo indica, divide las aguas entre izquierda y derecha, en esta ocasión -una vez más- en cuanto al rol del Estado.

Con base en una cita de las bases programáticas del Frente Amplio -que es, a su vez, un fragmento extraído de El Estado y la revolución, de Lenin: “El Estado es el producto y la manifestación del carácter irreconciliable de la contradicción de clases”-, Da Silveira concluye que el programa de la coalición de izquierda que gobierna desde hace diez años el país tiene una “lógica antidemocrática” subyacente, y comenta que “ya casi nadie usa en el mundo” el “lenguaje de la lucha de clases”. En cambio, propone concebir al Estado como un “territorio de encuentro entre todos los ciudadanos”, que tenga como papel “fijar las reglas de convivencia, asegurar el respeto de los derechos y arbitrar en al menos parte de los conflictos que se generan entre grupos o individuos”.

Así planteadas las cosas, parecería que el Estado es una especie de juez de un partido de fútbol entre dos equipos de 11 jugadores de la misma divisional, y que su papel consistiría en aplicar reglas comúnmente aceptadas -cuyo incumplimiento sistemático socavaría, claro está, las bases mismas del juego-, y a lo sumo sacar alguna tarjeta roja ante alguna patada intencional.

Pero el Estado no es eso, sino un instrumento de poder, por más que se omita toda consideración a palabras que no suenan demasiado new age como “clases” y “lucha”. Por más que se asegure que juega para todos y que el encuentro en él es posible, el Estado es un juez que hace más que aplicar reglas: las define, y esa definición es intrínsecamente política. Las reglas, las normas y las instituciones se basan en concepciones de cómo debe funcionar la sociedad, de qué es correcto premiar o castigar, e incluso de a quiénes se debería beneficiar. El Estado es juez y parte, siempre.

Da Silveira dice que el Estado tiene el papel de fijar las reglas de convivencia, pero no dice que lo hace en función de determinados criterios discutibles, ni tampoco que su “arbitraje” se realiza con base en ciertas concepciones y no en otras. Pero aunque no lo diga, y aunque el sentido común y los habitus al estilo de Pierre Bourdieu lo invisibilicen, esas concepciones existen, y son más o menos debatibles en una determinada coyuntura.

Parece entrar dentro de un marco de discusión aceptable si debe haber límites al uso privado de las frecuencias de radiodifusión públicas, si debe haber frenos a la discrecionalidad de los empleadores al fijar los salarios, si deben pagarse horas extras en el trabajo rural. En cambio, a casi nadie se le ocurre cuestionar, por ejemplo, que el hijo de un padre o una madre con cuatro o cinco propiedades las herede; que depositar capital en un banco genere más capital; que ser propietario de un inmueble genere capital si se alquila; o que un productor agropecuario, sujeto a las variantes climáticas y al duro trabajo del campo, cobre varias veces menos por su trabajo que el cómodo intermediario. Son “reglas de convivencia” fijadas por un juez al que jamás se le ocurriría intervenir para cobrar ninguna falta en esos terrenos. Pero son también reglas políticas, y más que propiciar el “encuentro de todos” favorecen a unos en detrimento de otros, y responden a la lógica del sistema capitalista.

Una lógica ante la cual la izquierda en el mundo se ha quedado sin estrategias de combate integrales, viables y al mismo tiempo respetuosas de las libertades. Pero la falta de alternativas contundentes no puede eliminar el diagnóstico: más allá del resquemor que parece generarles a algunos la palabra “clase”, hay conflictos inherentes al sistema capitalista, y el Estado es una manifestación de esos conflictos. Por eso, nunca puede ser neutral. Tildar de “antidemocrático” a alguien que constata esto es muy político, y también es ir demasiado lejos.

La pretendida “neutralidad” ha sido esgrimida como un arma de legitimación en campos tan diversos como los de la comunicación, las ciencias “duras” y la pedagogía. Quizá sea un poco más novedoso plantearlo para la política, que implica siempre una toma de partido, pero los liberales siempre han concebido al Estado como un instrumento de conciliación, lo cual implica, en los hechos y en el estado actual de las cosas, una toma de partido por los sectores dominantes. La neutralidad es también una posición política. Paulo Freire lo decía, hablándoles a aquellos que aspiraban a enseñar a otros, con conceptos que quizá parezcan anacrónicos en tiempos de positiva unión: “Lavarse las manos frente a la opresión es reforzar el poder del opresor, es optar por él”.