Los mayores pagos de asignaciones familiares elevaron los delitos, dice un trabajo de Ignacio Munyo del IEEM Business School, de la Universidad de Montevideo. El documento, realizado en coautoría con Fernando Borraz, sigue la línea del economista estadounidense Gary Becker, que postula que “los agentes” deciden si involucrarse o no en “actividades criminales” comparando los retornos financieros de las actividades delictivas y los que se obtienen de actividades legales. Bajo este marco conceptual, las transferencias sociales producen un efecto positivo en los ingresos de los hogares y les permite comprar bienes y por esta vía se reduce el incentivo a cometer delitos “motivados por temas económicos” (en referencia a los robos y las rapiñas). No obstante, es posible otra lectura en el marco de esta teoría: las transferencias pueden ser gastadas “prematuramente” y las personas cometerán delitos para “suplementar” los ingresos en lo que resta del mes.
Los autores, que anuncian que el trabajo busca “contribuir a la literatura sobre los efectos económicos y sociales de los programas de transferencias condicionadas”, cruzaron datos sobre hurtos y rapiñas registrados en Montevideo entre abril de 2005 y diciembre de 2010 e información sobre los montos pagados en los programas de transferencias condicionadas en esos mismos años. Así, concluyeron que esos pagos de las asignaciones familiares aumentaron significativamente las actividades delictivas en la capital del país porque hay más dinero en efectivo circulando. La correlación de las variables es explicada por los autores destacando que los delitos analizados son los que se cometen contra la propiedad, lo que los habilitó a concluir que “el impacto podría ser impulsado por razones económicas”. Los autores estiman que en promedio, por cada 1.000 beneficiarios de asignaciones familiares, se producen casi cuatro robos extras por mes. En otras palabras, si bien estas personas lograron abandonar la condición de pobreza, se volvieron blanco de hurtos y rapiñas y esas transferencias fueron el “botín de los delincuentes”. Se apoyan además en que esos delitos “contra la propiedad” se producen con mayor intensidad en aquellos barrios en donde hay un mayor volumen de pagos de asignaciones familiares. “Los beneficiarios de los programas sociales que acaban de cobrar en efectivo la prestación terminan por ser objetivos especialmente atractivos de potenciales delincuentes”, destacan.
Según los autores, los estudios internacionales en criminología demuestran que el dinero en efectivo fomenta “la criminalidad y la violencia”, debido a su liquidez y dado el anonimato de las transacciones que se realizan con él. Los autores mencionan una reciente investigación realizada en Estados Unidos, en donde se muestra evidencia de que dejar de pagar las prestaciones sociales en efectivo y hacerlo con tarjeta de débito produjo una disminución significativa en la cantidad de delitos observados en las calles.
Los autores comentan, además, que si bien las transferencias lograron el efecto natural “reduciendo el número de hogares bajo la línea de pobreza y mejorando la distribución del ingreso”, no tuvieron efectos significativos en la asistencia escolar de los niños. Pero además entienden que los programas de transferencias condicionadas tuvieron consecuencias sociales “no deseadas”, como la reducción de incentivos a trabajar en el sector formal por miedo a perder las transferencias. Para Munyo y Borraz, luego de la etapa inicial de las transferencias [en referencia al PANES] el gobierno las mantuvo “por razones políticas”, y mencionan que se observa un incremento significativo del apoyo al gobierno luego de haber sido “uno de los beneficiarios del programa”.