Entré al Instituto de Profesores Artigas (IPA) en 1996. Allí tuvimos tres años de práctica docente, en subgrupos de Didáctica que no sobrepasaban la docena de estudiantes de profesorado, y eso que en la generación del 96 éramos más de 200 los alumnos de primer año. Al mismo tiempo en que trabajábamos con una profesora de Didáctica que aportaba lecturas clásicas y actualizadas sobre la enseñanza de Historia, elegíamos un grupo en un liceo y hacíamos observaciones y análisis de clases, planificábamos y nos “tirábamos al agua” en las primeras experiencias prácticas.

En las clases del IPA discutíamos entre todos acerca de cómo enseñar, de los problemas que se presentaban en el aula y de su contexto social; luego nos visitábamos las clases -también entre todos, incluida la profesora- para alentarnos, criticarnos, aprender y mejorar.

Didáctica III (correspondiente al curso de 4º año) supuso además la exigencia y la oportunidad de tener un grupo de secundaria a cargo. La elaboración de una memoria final acerca de la reflexión sobre la práctica y su tribunal de evaluación fueron una suerte de examen de graduación exigente y valioso para todos.

Hoy los estudiantes de formación docente tienen más experiencia aun, ya que se ha incorporado Introducción a la Didáctica en primer año. El año pasado, cuando miré un documental sobre la educación en Finlandia*, observé con agrado y asombro que la gran calidad de la enseñanza no se debe sólo a la inversión y a las condiciones económicas, climáticas y culturales propias de los fineses, sino también a que los docentes trabajan en equipos integrados por profesionales expertos y jóvenes que comparten y se ven las clases, las comentan y evalúan los trabajos de sus alumnos en conjunto. La sensación de agrado tuvo mucho que ver con la identificación inmediata que sentí con aquella experiencia formativa del IPA que les contaba. Pero…

Desde que entré a trabajar en la enseñanza privada y pública a la vez (año 2001) casi no volví a tener instancias de este tipo, salvo por algunas fugaces experiencias voluntarias con colegas-compañeros que también quedaron con la llama encendida de la formación permanente en colectivo, y por una propuesta renovadora en un centro privado.

No hay continuidad sistemática ni institucional de la carrera como tal. Todos sabemos que se asciende de grado por acumulación de años, y que a lo sumo uno podrá tener un mejor o peor informe de Inspección y fijarse como horizonte ser profesor adscriptor (algo muy valioso pero escasamente diferenciado en la remuneración y en el prestigio oficial), o bien ser director (ya más lejos del aula), inspector o quizá profesor de Formación Docente (pero en otro marco institucional).

La carrera como formación continua, justamente cuando uno comienza a conocer las dificultades más estructurales del sistema y elabora estrategias para mejorar su enseñanza y comunicación con alumnos, padres y funcionarios, no presenta ningún estímulo más allá de la vocación y la chance de encontrar un buen plantel colectivo en algún centro gestionado por un director con características positivas de liderazgo pedagógico. Pero en buena medida esto depende de la suerte que se tenga en la “kafkiana elección de horas”.

Existen diferencias institucionales entre lo público y lo privado, pero creo que lo esencial son las distancias familiares que hay entre ambas esferas. Y no me refiero a una cuestión económica, sino a que la mayoría de las familias que envían a sus hijos a secundarios privados muestran una actitud positiva de interés por su educación. Las experiencias Jubilar e Impulso confirman la posibilidad de construir sentido educativo en contextos críticos, con la “ventaja” de captar voluntariamente a la mayoría de los hijos de aquellos que creen en la educación.

Pero tampoco la mayoría de los colegios privados promueve -salvo una destacada experiencia- la formación de una carrera docente, y muchas veces los criterios de selección del personal, de asignación de horas y de promoción de docentes están vinculados con la cercanía de éstos a la “misión” institucional (si son ex alumnos, si comparten la filosofía o el carisma del centro…). Pocas veces se escuchan reparos ante la presencia extendida de educadores no titulados en la esfera privada, en la medida en que se supone que las instituciones, de todas formas, “funcionan”.

Algunos colegas transforman el ser compañeros de formación en ser compañeros de empleo y pasan a centrar la cuestión docente en algo apenas salarial (“esto es un sindicato de clase, esbirro neoliberal” parecen expresar algunas caras cuando se proponen mociones de profesionalización en las asambleas), o bien en el acceso a una fuente laboral (“a mí ya me evaluaron en el IPA, nadie puede someterme a concurso de oposición”) y pueden llegar a grado 7 con sólo dejar que pase el tiempo.

Así se pierde de vista la potencial superación de las dificultades salariales a partir de un reclamo no solamente monetario y locativo, sino también de una profesionalización real de la carrera docente, que cambie el estatus del educador secundario en la sociedad. Con ese enfoque, los profesores no sólo deberíamos ganar más, sino que también tendríamos que seguir formándonos más y enseñando mejor a lo largo de toda nuestra carrera. Con todo lo anterior, quisiera centrar la cuestión educativa en la carrera docente, pero no por mero corporativismo. Estamos en un punto crítico, tanto por lo que se reitera de la crisis del sistema (que no es tanta ni tan grave) como por la acumulación de masa crítica en cuanto a diagnósticos y propuestas. Pero si las propuestas se basan solamente en ver las “experiencias” positivas, sin analizar cómo se construyen las carreras docentes, y si lo que se discute queda sólo en el diseño institucional (voucher sí-voucher no), habremos perdido la oportunidad de partir de una tradición uruguaya muy valiosa (como lo es la historia de las didácticas en formación docente) que bien podría ser la base para una reforma sustancial de los docentes y de la enseñanza.

Si se prevé la formación de espacios para la visitas didácticas y la evaluación en conjunto, si se toma en cuenta el trabajo de adscriptor para un mayor puntaje escalafonario y se premia la realización de posgrados en didáctica y pedagogía, erradicando así la “carrera del burro”, sin duda podremos tener una secundaria pública y privada de mayor calidad. Pero si las urgencias siguen siendo la cantidad de horas (no importa con qué docentes), los índices de repetición y retención (no importa con qué exigencias), ¿cómo pueden esperarse mejores resultados en las pruebas PISA?

Antes de aplicar la reforma tributaria, transformación estructural del sistema impositivo uruguayo, el Ministerio de Economía emprendió una reforma funcional y cambió el sentido y la remuneración de la carrera de los trabajadores de la DGI. No se puso la carreta delante de los bueyes. Este ejemplo positivo de nuestra historia reciente bien debería tomarse en cuenta si de verdad se quiere reformar la educación secundaria. No será rápido ni fácil, pero tendrá muchos más apoyos que resistencias si se encara con espíritu pedagógico y transformador.