Soy de los que creen que el batllismo fue el movimiento político más importante del Uruguay en el siglo XX. No sólo por la cantidad y la calidad de sus logros en redistribución de la riqueza, educación, promoción de la democracia y legislación sobre derechos laborales y civiles, sino también por la forma en que accedió al gobierno. José Batlle y Ordóñez nucleó a un grupo de jóvenes profesionales con el que logró conquistar, desde dentro y pacíficamente, al partido del poder. Hasta su llegada, el Colorado era un partido relativamente conservador; después de Batlle, pasó a ser la referencia del progresismo posible.
Pero, así como se dice con maldad que la historia de una relación es la de su deterioro, el batllismo, tras su auge inicial en las primeras dos décadas del siglo XX, fue padeciendo deserciones, fugas, desmembramientos. La mayoría se produjo por derecha y pasó a engrosar lo que se conocía como “riverismo”, que buscaba restaurar el antiguo talante al Partido Colorado. A mediados de siglo, el propio batllismo pasó a dividirse en un ala progresista (la 15 de Luis Batlle Berres) y otra conservadora (la 14, comandada por los primos de don Luis). Más adelante vendrían las escisiones por izquierda, con la migración de los grupos de Zelmar Michelini y Alba Roballo hacia el naciente Frente Amplio.
Si la crisis del batllismo es la crisis del país, su Waterloo podría datarse en 1958, cuando no sólo perdió las elecciones contra lo más reaccionario del Partido Nacional, sino que luego no supo cómo pelear la batalla cultural contra la alianza crítica que tejieron los blancos y la izquierda. Pero aceptemos que trazas del batllismo original sobrevivieron en los sectores del neoliberal Jorge Batlle y el pragmático Julio María Sanguinetti, aunque más no sea porque fueron los únicos dirigentes que, desaparecido Luis Batlle, lograron vencer a la derecha del Partido Colorado, representada por Jorge Pacheco Areco y Juan María Bordaberry, y ganar las elecciones nacionales. Llegados a este punto, la partida de defunción del batllismo habría que ubicarla en el gobierno de Jorge Batlle, que, debacle económica mediante, redujo al Partido Colorado a su mínima expresión electoral e, internamente, se lo regaló al viejo conservadurismo que encarna Pedro Bordaberry.
Pero ése sería el punto final a nivel político. A nivel simbólico, aún había lugar para algo más triste, más bizarro, más decadente que ver a Jorge Batlle llorando en cadena nacional: el devenir de Washington Abdala. En cierta medida, el autodenominado “soldado del Foro Batllista” es una de las tantas víctimas de Sanguinetti, quien, entre otras cosas, se dedicó a relegar a cuanta figura joven demostrara pretensiones de liderazgo. Washington, sin embargo, soportó el maltrato de Julio. Su estrategia parecía ser resistir hasta heredar. Lo recuerdo estirando el cuello, desplazándose de un lado a otro para lograr unos segundos de cámara detrás de Sanguinetti presidente. Sin embargo, el traspaso nunca llegaba: Sanguinetti prefirió, en reiteradas ocasiones, respaldar a Luis Hierro, un hombre más de diez años mayor que Abdala. Cansado, éste abandonó el Foro en 2008 y poco después la actividad política. Había hecho todo bien: abogado y docente, fue edil, diputado y presidente de la cámara baja, y hasta había ocupado algún cargo ejecutivo.
Además, como su ex líder -y como se acostumbraba antes de la dictadura-, Abdala se fogueó en el periodismo. Sanguinetti comenzó escribiendo en Acción en los años 60 y Abdala no se dedicó simplemente a imitarlo: lo aggiornó y se pasó a la televisión. En los 90 era el conductor de un programa político que emitía VTV, aunque sería un error conectar lo que hacía allí con lo que hace hoy como panelista de “Esta Boca Es Mía”, porque en el medio, un poco después de que se cansara de la política, Abdala descubrió, al mismo tiempo, las redes sociales y una vocación de humorista.
Al principio, los videos que subía a YouTube simulaban conversaciones telefónicas, a lo Carlos Perciavalle, con políticos. Después fueron creciendo en sofisticación y lo mostraron divagando sobre costumbres uruguayas, dando consejos inútiles disfrazado de Batman, parodiando clips musicales. Gracias a la webcam, Abdala se convirtió en un cómico casi full time que realiza funciones de stand-up y que publica libros. A pesar de que uno de ellos se llama YouTurk: delirios bipolares, se molestó muchísimo cuando una periodista, al reseñar otro de sus opus (Es el botox que el alma pronuncia), se permitió hacer un par de bromas sobre su estabilidad psicológica.
Para algunos, Abdala pasó a ser la mejor encarnación del descreimiento en la política: el político hastiado que se caga públicamente en su carrera anterior. Por eso, cuando anunció la semana pasada -dónde si no en Facebook- que volvía a la militancia, debe haber conseguido la proeza de desilusionar a los desilusionados. Que su retorno tenga como cometido explícito apoyar a la pequeña fracción nominalmente batllista que pelea sin chance contra el neorriverismo, podría ser otro de sus chistes. Debe ser gracioso para muchos, pero no para los que pensamos que, a cien años de su apogeo, el movimiento político que construyó lo mejor de Uruguay se merecía un broche más digno.