Antes de las internas frenteamplistas de 2009, la precandidatura presidencial de José Mujica se asoció con la idea de un “giro a la izquierda”, pero nadie consideró indispensable definir con precisión en qué podía consistir tal “giro”. Las expectativas generadas fueron muy diversas y, como era previsible, no todas se vieron satisfechas. En todo caso, el éxito logrado por esa vaga promesa en una parte importante de las personas identificadas con el Frente Amplio (FA) destacó la existencia de una vieja tensión.

Una de las consecuencias de que esa tensión permanezca sin resolverse ni diluirse es que durante el mandato de Mujica, y pese a que el FA contó con mayorías en ambas cámaras, en algunos temas la cohesión de tales mayorías no se puso a prueba pero tampoco se declaró inviable. Varios proyectos de ley cargados de significado ideológico se fueron acumulando en la agenda del oficialismo hasta la coyuntura más compleja para decidir su suerte, cuando ya comenzó el fuego cruzado de la puja interna oficialista y de la competencia con la oposición, con miras a los actos electorales que se llevarán a cabo entre el 1 de junio de este año y el 10 de mayo de 2015.

Entre esos proyectos están nada menos que el de responsabilidad penal de los empleadores, el de servicios de comunicación audiovisual y los de reforma de códigos penales (el general y el juvenil), que involucran las relaciones del Estado con actores sociales muy poderosos, así como su enfoque de la seguridad pública, incluyendo la cuestión de las penas aplicables a menores de 18 años. En el mencionado contexto de lucha electoral, es difícil discernir en qué medida las polémicas internas sobre estas iniciativas buscan resultados legislativos o marcar perfil ante la ciudadanía.

Sea como fuere, es útil considerar por qué persisten estas tensiones luego de casi una década de gobierno nacional frenteamplista, cuál es su significado y a dónde pueden conducir. En este sentido se pueden plantear algunas tesis.

  1. Es un error caracterizar la situación como una pulseada entre bandos orgánicos (“radicales” contra “moderados”, “ortodoxos” contra “renovadores”, “autoritarios” contra “republicanos”, “revolucionarios” contra “reformistas”, “clasistas” contra “traidores” u otros pares que se desee añadir a la lista). Desde que comenzó a resultar evidente que la capacidad de convocatoria y acumulación del FA es muy superior a la de cualquiera de sus partes, se ha vuelto habitual que los sectores estén constituidos como frentes menores, con orientaciones predominantes pero también con importantes grados de diversidad interna. La articulación de corrientes en torno a liderazgos fuertes ha incrementado la diversidad dentro de cada una, de modo que, como en el símbolo taoísta, cada fuerza suele contener en cierta medida a su contraria, y la mayoría de ellas apuesta a no resultar inhabitable para nadie.

Aún persiste en muchos casos la concepción histórica del FA como herramienta de acumulación que permite a una vanguardia hegemonizar a “compañeros de ruta” transitorios, pero al mismo tiempo se consolida la idea de una alianza por tiempo indefinido, convertida en forma de (con)vivir, y esa contradicción se perpetúa junto con todas las demás.

  1. Si lo anterior es cierto, no debemos esperar desenlaces definitivos con el triunfo de una orientación, sino la acción sucesiva o simultánea de numerosos frenos y contrapesos, que puede ir modificando el común denominador aceptado por todas las partes, pero no permite la realización plena de los proyectos de ninguna de ellas, y que tarde o temprano determina que cualquier actor con vocación de vanguardia pueda quedar en offside.

  2. Si las contradicciones están instaladas como una condición de la existencia del FA y de su predominio electoral, que mantiene arrinconada a la oposición y no debe resolverse, y si los actores frenteamplistas están mayoritariamente convencidos de que a ninguno le conviene imponerse por completo (o incluso de que a ninguno le conviene profundizar las controversias), la acción de frenos externos resulta funcional para la acumulación colectiva, porque pone límites al avance de una u otra orientación interna sin comprometer la permanencia de la alianza.

Han operado como frenos externos la amenaza potencial de que la oposición crezca y también la búsqueda de acuerdos con los opositores, pero el más relevante en los últimos tiempos ha sido el Poder Judicial, en especial (pero no solamente) mediante la declaración de inconstitucionalidad de leyes. La intervención de fiscales y jueces, ya sea para el traslado de la jueza Mariana Mota, para la determinación de responsabilidades en el proceso de Pluna o para el archivo de las denuncias en relación con el caso de Santa Teresa, suele causar en alguna parte del FA expresiones privadas de satisfacción o de alivio, aunque públicamente todas participen en el coro de protestas contra la judicialización de la política o la politización de la Justicia. Y en estos tiempos queda muy bien alguna mención compungida del republicanismo para reafirmar, con resignación, que los fallos se pueden discutir pero se acatan.

Si estas tesis son acertadas abren paso a muchas preguntas, y es interesante destacar dos de ellas:

¿Hasta qué punto puede ser viable este modo de administrar y capitalizar la expresión política de contradicciones sociales?

¿Cuál es su diferencia instrumental con el dispositivo que permitió durante décadas el predominio de colorados y blancos, y que el FA se propuso expresamente superar?