Ellas se quedan en el rancho, pero luchando. Lo deciden así, colectivamente.

Las mujeres, las familias de los obreros arroceros tendrán participación en la huelga que se avecina.

Las mujeres crean un espacio de lucha: el rancho, su rancho, se vuelve trinchera, territorio a defender. Por ellas y sus hijos, los militantes de esos locales sindicales.

Los hombres, los obreros de los arrozales, preparan otra tarea. Irán a Montevideo a reclamar salarios dignos y el jornal de ocho horas. Allí, en los años cincuenta, se trabaja de sol a sol y no se ve plata; les pagaban con bonos que sólo se pueden gastar en el almacén del patrón.

El rancherío, en el predio del patrón, era parte de lo convenido, era salario. El rancho no es un beneficio; al patrón le asegura la presencia del obrero en el lugar de trabajo. Las mujeres quedarán cuidando la retaguardia. Son la otra mitad, la que defiende y ocupa el puesto de trabajo de los maridos.

Las mujeres, algo inusual en las zonas agrícolas, se reúnen a discutir las acciones, aunque todas “acataban la mayoría”, según decían. Creo que fueron las primeras reuniones dentro del arrozal, con mujeres tratando temas sindicales.

¿Cómo llegué a conectarme con ellas? ¿Por qué? ¿Qué sentí entonces, yo, una joven que desconocía el campo y sus modos de vida? No fui sola, me invitaron a recorrer los caminos de los arrozales, a acortar las distancias entre los trabajadores del campo y los de la ciudad.

–Tenemos que llegar antes que se haga la noche.

–¿Qué decís?, no te oigo nada...

Cuando habíamos alcanzado la cima del repecho, apagó el motor y dejó que la moto se deslizara a su voluntad por el bajo, un largo bajo que acababa en el fondo de una cañada, donde un poco de agua estancada hacía un charco en medio del camino de tierra.

–Por la noche es más seguro llegar y que no nos vean los patrones o los capataces. Como las familias viven dentro del arrozal tenemos que llegar como familiares, o algo así...

Esto me lo decía el compañero Orosmín Leguizamón, en el momento en que apagaba la moto en que viajábamos.

Encendió un cigarrillo. Atardecía lentamente. Al costado había un monte de eucaliptos, se escuchaba el mugir de algunas vacas, que se acercaban caminando pesadamente, a buscar el abrigo de los árboles cercanos.

Al poco rato, luego de caminar para estirar las piernas, Leguizamón tiró el pucho con un tinguiñazo y volvió a poner la moto en marcha.

Era aquel camino de bajos y repechos, de cañadas. Teníamos que bajar a veces de la moto, bordear un alambrado y empujarla. Así viajábamos, hasta que a él se le ocurrió hablar como si le dieran cuerda. Teníamos la mitad del camino hecho y eso lo tranquilizaba, no sabíamos si nos alcanzaría la nafta. ¡Qué noticia!

–Pero se está portando bien la pobre moto de Toledo. Atada con alambres, la usamos todos los de los sindicatos de Treinta y Tres.

–¿Ya estamos cerca de la Charqueada? –pregunté–.

–Sí, sólo podemos hacer dos asambleas este fin de semana, ¿sabes?

Leguizamón, a los gritos, cantaba tangos de Gardel que yo no podía acompañar, porque no sabía toda la letra. Me sentía contenta... Montevideo había quedado lejos. Y ahora tenía ante mí el campo, lleno de movimientos extraños.

¿Por qué estaba yo allí? La intención era cumplir con el pedido de las compañeras de los arrozales. Querían que fuera una mujer de algún sindicato de Montevideo, para que asistiera a sus reuniones.

Se preparaba una huelga muy especial y ellas, como esposas, estaban tan involucradas como ellos. Toda la familia estaba en el conflicto, dentro y fuera del predio del patrón.

Nos preocupaba que la familia viviera dentro del campo del patrón, en el arrozal. ¡De eso iba a hablar con ellas!

Era la primera vez que hacía un trabajo sindical fuera de la fábrica; no sabía cómo me recibirían y estaba nerviosa. Yo sabía hablar en las asambleas de mi sindicato, pero allí era distinto, tenía miedo a que me tomaran a mal, como una fabriquera montevideana... ¡Qué sé yo! ¿Cómo me tomarían? ¿Cómo les iba a hablar? ¿Cómo les iba a explicar que sería una huelga difícil? Pero no fue necesario, ellas ya lo sabían, fue como continuar un diálogo ya iniciado por otros.

Leguizamón dijo que estábamos cerca, a la vez que apagaba la moto en el bajo y la dejaba ir un poco, aguantándola con los frenos, salvando alguna huella de carro al borde del camino. En aquel montecito de árboles cargados de pelotitas, escondimos la moto muy cerca del alambrado y empezamos a caminar por el “feudo”. Primero un repecho y luego una bajada. Ya habíamos dejado el camino que lleva a la estancia, teníamos temor de que alguien pasara, nos viera en la “propiedad privada” y vinieran a ver quiénes eran esos extraños: nosotros.

Al fondo de una cañada, junto al agua, alguien nos hizo señas con la mano. Eran dos compañeras que nos esperaban. La distancia que habíamos recorrido a pie me hizo bien, las piernas se me habían dormido en el viaje, ahora las sentía mejor.

Al acercarnos, me sentí más tranquila. Nos esperaban y empezamos la reunión. Me presento y digo que soy del sindicato textil, que en mi gremio somos muchas mujeres.

Nos sentamos en el suelo, atardecía. Seguimos hablando. Fueron llegando más mujeres, serían doce o quince, rostros curtidos por el sol, tan serias, tan fuertes...Y allí, sencillamente, en rueda de mate, empezamos a hablar de la huelga, que sería difícil, que ellas eran muy importantes porque vivían dentro de la propiedad del patrón, ¿eso no las asustaría?, que se debían discutir todos los posibles problemas que se les pudieran presentar a sus familias.

Ahí estarían ellas solas, pero contaban con la solidaridad de otros gremios, moviéndose en Treinta y Tres y en Montevideo y les ayudarían. De a poco todas fueron hablando y coincidiendo:

–¡Total! pa’ vivir así...

Y allí, sin tener en cuenta la hora, fuimos sintiendo que el pasto, empezaba a estar húmedo. Nos pasábamos el mate, único calorcito que nos acompañaba. Ya empezaba a refrescar. Algún cigarrillo, como bichito de luz, denunciaría la rueda, que vista de lejos parecería un grupo de luciérnagas, jugando sobre el agua de la cañada.

–¿Es la primera vez que se habla de sindicato aquí? –pregunto–.

–Sí.

–¿Miedo? Sí, miedo sí... Pero para vivir como vivimos, ya me dirá...

Continuó Elvira diciendo:

–Algunas, las más jóvenes nacieron aquí, crecieron y se juntaron aquí, ahora tienen hijos sin haber salido nunca del arrozal, algunas no conocen ni siquiera la ciudad de Treinta y Tres, como mi hija Isabel, ¡y tiene 8 años!

Hablan tranquilas, son las que miran a los ojos, las que interrogan con la mirada. Arrugas que quitan brillo a la cara, falta de dientes en la mayoría, mintiendo la edad de esas mujeres, que, jóvenes, parecen viejas, pómulos salientes, y sonrisas que iluminan sus caras cuando hablan...Me observan, buscando muestras de aprobación.

–¡Total, pa’ vivir como vivimos! Digo yo... ¿No?...

–Pa que los maridos ganen más, los ayudamos... No crea que tenemos paga, salario o como se llame, nada de eso. En cambio, doblamos el espinazo de sol a sol. No tenemos horario, a veces catorce o quince horas, depende, con el agua hasta las rodillas, oliendo el podrido del barro, y las pestes, sintiendo las sanguijuelas chupándonos la sangre de los tobillos y las canillas, los mosquitos ganándose, hasta por debajo de la ropa, picotazos que arden más que las ortigas...

Hizo un silencio y siguió hablando:

–Sí, sí, pero en fin, estamos acostumbradas y no nos damos cuenta.

Quise hablar pero Leguizamón, que estaba sentado a mi lado, agarrándome el brazo y sin decir palabra me dio a entender que la dejara seguir hablando.

–De sindicato no sabemos nada, pero de miseria sí.

Se puso más seria. Tal vez pensando que el sindicato, allí, tenía algo que ver con la comida, agregó:

–¡Seguro que acompañamos! Y si los maridos van a la huelga, nosotras seremos las primeras, esto no es vida. Total, pa’ vivir así... El patrón se acuerda de nosotras solamente cada cuatro años, cuando nos viene a buscar pa’ votar, y en cuanto a la plata no la conocemos, nos pagan con bonos que tenemos que canjear en el boliche por comida y ropa, y el boliche también es del patrón. Por eso siempre estamos debiéndole al patrón, ¡claro! La plata pasa de largo, no queda en el bolsillo...

En cada silencio de la portavoz, las miradas de las otras mujeres se cruzaban, asintiendo con un lento movimiento de cabeza; formaban un solo sentimiento:

–Total, pa’ vivir así...

Traté, con palabras breves y claras, de transmitirles nuestro afecto y solidaridad. Expliqué que no sabíamos cómo reaccionaría la patronal, si buscaría la complicidad policial para desalojar a las familias. Pero había que preverlo todo. ¿Estarían dispuestas a perder si se fracasaba? ¿A quedar sin rancho, sin trabajo? No sería fácil para ellas cuando el patrón las mandara desalojar de “sus tierras”, cuando no dejaran volver a sus maridos y los despidieran por sindicalistas.

Se pensó en todo, se les dio tiempo a todos, a ellas también. Porque las mujeres jugarían en el espacio vital, en el lugar de trabajo. Por eso se hicieron pequeñas reuniones donde ellas hablaron y opinaron, se integraron, fueron parte.

El sindicato, recién creado, era el protagonista. Pero el sindicato hace, a la hora de hacer fuerte un nombre, que las protagonistas sean cada una de ellas, que la fuerza dependa de cada mujer, de cada familia, de cada hombre, todos juntos, pero, sobre todo, de la firmeza individual, que no se puede delegar a nadie, cuando vengan a golpear tu puerta.

–Si nos quieren echar, ¡no nos vamos!

–¡Este es nuestro rancho!

-–Es como parte del salario, dice mi marido.

–¡Ni que vengan los milicos! ¡No nos vamos!

–No nos van a sacar de arrastro, supongo.

–¡Nos tiramos al suelo y chau!

–¡Ni aunque estemos solas en casa con los gurises!

–¡No! ¡Nos encerramos y chau!

Elvira agrega: -Apoyamos la huelga por ocho horas de trabajo y salarios justos en dinero y nada de bonos, pa’ poder comprar la comida y la ropa donde se nos antoje... O comprarles a los bagayeros, que venden más barato. Si es por eso que tenemos que ir a la huelga, ya está... Espero que estén todas de acuerdo.

Elvira había ido tres años al liceo de Treinta y Tres, cuando vivía con la tía, y se había casado con un compañero de clase. Como muchos, tuvo que dejar de estudiar y volver a La Charqueada, y así continuar la vida que habían llevado sus padres. Pero ella quería vivir mejor, porque sabía que podía.

Me imaginé que las demás, asintiendo, decían a coro: –¡Total, pa’ vivir así!

Todo me recordaba a las mujeres del Cerro, estaban allí, éramos todas nosotras. Allí, en el medio del campo, también recordé a los compañeros textiles en los momentos difíciles, cuando pensábamos juntos, cuando dudábamos.

Me trajo a la realidad Leguizamón, que me puso la mano en el hombro y me dijo: –Vamos, que todavía nos queda un largo camino. Ya vendremos otro día. Mañana tenemos una reunión en La Charqueada.

Nos despedimos con la promesa de volver lo más pronto posible a pasar el día, para visitar sus casas, recorrer el campo juntas, comer un asado o un puchero tranquilas y hablar de cosas nuestras.

Me abrazaron y me regalaron esa forma de ser, ese sentimiento de cariño y amistad, sentía una mezcla de alegría y tristeza. Ellas se mezclaban con el paisaje, la tierra, la fuerza. Sus ropas despedían olor a cocina de leña, ese olor a hogar que me hubiera gustado compartir.

El trayecto hasta la moto lo hicimos en silencio, volviéndonos dos o tres veces para saludar con la mano. Ellas nos miraban, saludándonos de pie.

Ya en la carretera, Leguizamón empezó a recitar en voz alta, para sacarme de aquel silencio en que me encontraba, uno de los poemas de García Lorca, mientras la moto ganaba terreno, con poca luz.

Orosmín Leguizamón era un obrero metalúrgico, un gran compañero. Nos conocimos en las Juventudes Socialistas, donde militábamos desde hacía tiempo. Yo sabía poco de él. Cuando el resto de los compañeros me propuso para la tarea de apoyatura del trabajo, que había empezado el maestro Manuel Toledo en Treinta y Tres, con los trabajadores rurales, no dudé. No sabía lo que tenía que hacer, ni cómo me movería. Confiaba en los compañeros y me fui con Leguizamón, que resultó ser un compañero fuera de serie, respetuoso, sencillo, humilde y capaz de pasar dos o tres días sin comer y seguir hablando serenamente, sin decir que tenía hambre, tomando mate con los compañeros de los arrozales.

Llegamos a la ciudad de Treinta y Tres, a casa de Manuel Toledo, que nos esperaba con el proyecto de trabajo para ese fin de semana. Se iban sumando reclamos salariales. En la Charqueada, un pueblo en medio de los arrozales, el seguimiento de esos reclamos Manuel lo llevaba acompañado por un abogado.

La casa de Toledo era como el local de un sindicato. A pie o en bicicleta llegaban compañeros que se sumaban a la rueda de mate, que terminaba en ruedas grandísimas, donde se hablaba y se escuchaba con mucha atención a los obreros que llegaban del arrozal. Era una forma distinta de hacer sindicalismo: estaba metido en la vida cotidiana.

Yo, tímidamente, me ubicaba en un rincón y escuchaba esas conversaciones donde no había promesas.

Como Manuel era maestro rural, a algunos les enseñó a leer y a escribir, a otros los caminos de la liberación.

Cada vez que iba, yo sentía que aprendía nuevas cosas, de todos ellos, de los compañeros, de Manuel Toledo y de Leguizamón.

Manuel era un motorcito organizador. Con palabras sencillas sabía hacer pensar a quien le escuchaba, y así, como armando un collar de cuentas, uno a uno, se fue vertebrando el sindicato agrícola. SUDA, Sindicato Único De Arroceros, nunca mejor sigla, que recuerda el sudor de cada día de los trabajadores.

Aquel primer fin de semana seguimos hacia Lascano.

Sobre la media noche, vimos en el camino la luz de una pequeña fogata a lo lejos. Al acercarnos encontramos a un hombre sentado en una piedra, una lata de agua caliente, tomando mate, solo, al costado de dos grandes máquinas segadoras. Era el cuidador. Nos saludamos y tomamos unos mates. Yo me tambaleaba de sueño, me iba de costado, el hombre me sugirió que me subiera a una de las cabinas de las máquinas, que allí dormían dos de sus pequeños hijos. Acepté y él me tiró un poncho por encima.

Leguizamón siguió hablando con él toda la noche. Entre sueños oigo risas y trozos de algún cuento. El cansancio me inmoviliza y duermo hasta que unas gotas de lluvia me despiertan. Ya estaba amaneciendo.

Salimos apenas aclaró. Era domingo. A la tarde haríamos otra reunión en otro lugar, pero ya sé cómo empezar a hablar. Ellas me enseñaron como hacerlo: sencillamente.

El lunes volvía a la fábrica, a mi máquina, con una sensación de angustia, de impotencia, pensando en los días que se avecinaban para aquellas mujeres.

Trescientos quilómetros nos separan. Recuerdo esos fines de semana, recuerdo aquellas formas que, en la semioscuridad, se movían. Las mujeres del arrozal levantándose, avanzando, y diciendo a coro: –¡Total, pa’ vivir así!

Desde el Arrozal 33 sale una carta dirigida a la opinión pública:

“Las mujeres de los arroceros nos organizamos en este momento tan duro. Frente al hambre y miseria de nuestros hogares, queremos hacer conocer nuestra movilización junto a la lucha de nuestros esposos, hijos y hermanos. Nos dirigimos a la opinión pública, a las obreras y a las amas de casa, especialmente, reivindicando la plataforma del SUDA, reclamando un lugar en la lucha”.

Esta carta, resuelta en asamblea, invoca a textiles, amas de casa, metalúrgicas, friyeras, empleadas, estudiantes: ¡Haz tuya esta lucha!

La firmaron Blanca Farías de Pérez, secretaria, y Hortensia Sosa de Echeverria, prosecretaria, en mayo de 1957, departamento de Treinta y Tres.

El 22 de mayo, cuando la marcha permanecía en Montevideo, haciendo gestiones en el Ministerio de Trabajo, en el Arrozal 33 el patrón pretendió sacar un camión de arroz de la planta en conflicto. Un muro de mujeres indignadas se lo impidió. La policía las reprimió a culatazos y el camión arremetió contra ellas, dispuesto a pasarles por encima. Ese episodio permitió que ellas negociaran con la policía que no sacarían más granos del establecimiento mientras durara la huelga. Los sindicatos de la ciudad de Treinta y Tres pidieron guardia policial en la puerta del Arrozal, para que no se repitiera el episodio.

Fue una huelga muy dura la de 1957. La solidaridad llamó al paro general en Montevideo. Todos respondieron al llamado y a su plataforma: ocho horas de trabajo y salario mínimo para los trabajadores agrícolas. Para los que lucharon en el arrozal, esa huelga se ganó. Y las familias participaron. Y las mujeres fueron importantes.

Dos años más tarde, Leguizamón tuvo un accidente de tránsito que truncó para siempre su actividad sindical. Según nos contó Roberto Dotti, que vio el accidente, lo sacaron de entre los hierros, donde su cabeza había quedado aprisionada. Pasó cuarenta días en estado de coma profundo. Cuando se recuperó, nunca más fue él mismo: falta de memoria, incoherencia en el hablar. Nunca más se acordó enteramente de quién fue.

Volvió, con 26 años, a una infancia sin recuerdo, ni pasado, ni futuro, con la ingenuidad de un niño. Cuando algunos meses más tarde lo encontré en Casa del Pueblo me costó reconocer a aquel entusiasta luchador.

¡Qué tristeza cuando murió, hace unos años! ¡Ninguno de nosotros lo pudo ayudar a recobrar su frescura!

Veinte años después de aquellas jornadas arroceras, Manuel Toledo, que seguía militando diariamente por los compañeros del interior, cayó preso de la dictadura y murió a consecuencia de las torturas en la negra noche de la cárcel uruguaya. Manuel Toledo era un hombre peligroso, por su palabra, su pedagogía, su sencillez, por su firmeza en la lucha contra la injusticia. No esperaba nada para sí mismo. Eso le permitió ser libre siempre, aún cuando estuvo preso. Así murió.

  • Tomado del libro inédito Dónde estaban las mujeres. La autora, ex obrera textil de 75 años de edad, relata vivencias de luchas sindicales en las que participó de 1954 a 1964, y también rescata historias de trabajadoras textiles, de FUNSA, de los frigoríficos del cerro y de la caña de azúcar en Artigas.