La condición de las mujeres del medio rural muestra en forma evidente que los avances en términos de equidad de género no han sido homogéneos en el territorio nacional. Mirando la producción familiar, los números son elocuentes: las mujeres acceden a menor capital y a menos tierra, y su trabajo es menos reconocido.

Por una parte, de acuerdo con el Censo General Agropecuario, la distribución de tierras en Uruguay en 2000 mostraba que sólo 18% de las explotaciones se encontraban en manos de mujeres, mientras que al considerar únicamente los predios del Instituto Nacional de Colonización, la proporción de explotaciones a cargo de mujeres descendía a 13,8%. Cinco años después, el análisis del Censo de Colonos y Colonias realizado por el Instituto Nacional de Colonización indicaba que la inequidad del acceso a tierras públicas en el formato de apropiación de predios continuaba teniendo fuertes sesgos de género, ya que de las 3.074 explotaciones tituladas con personas físicas, 2.535 (82,6%) correspondían a varones.

Por otra parte, no se reconoce la labor de la mujer en el campo, invisibilizando las horas de trabajo femenino en condiciones semejantes a las masculinas detrás de las figuras de “colaboradora” y de “trabajador familiar no remunerado”. Estos indicadores han sido utilizados y reseñados por diversas autoras para mostrar la existencia de condiciones de trabajo en las que las mujeres aparecen como un ejército de reserva, cuya actividad se desconoce y se introduce o adiciona “gratuitamente” al trabajo masculino (Deere, 1976; Benería, 2003). En el caso de Uruguay, según la Encuesta Nacional de Hogares Ampliada de 2006, mientras 2,7% de los varones realizaban trabajo no remunerado en el medio rural, la proporción de mujeres en la misma condición era 9,6%.

Un tercer elemento refiere al acceso a servicios de asistencia técnica y a programas productivos y de crédito. Mientras que los varones tienen mayor acceso y contactos más frecuentes con los servicios de asistencia técnica, las mujeres quedan segregadas de las políticas estatales por diversas razones: (I) no se sienten destinatarias de las políticas públicas; (II) no cumplen con los requisitos de garantías y titulación que esas políticas exigen; (III) los equipos técnicos de asistencia y extensión rural públicos y privados no las perciben como las destinatarias de las políticas; y (IV) las organizaciones las segregan en la difusión y priorización de los llamados (Florit y otros, 2013).

Las estadísticas son sólo objetivaciones de una inequidad que se hace cuerpo en las voces de las mujeres rurales: las trabajadoras de la producción familiar denuncian una menor atención a sus necesidades productivas, sanitarias, educativas, habitacionales y de ocio (Florit y Piedracueva, 2012). Estas mujeres realizan un trabajo agropecuario invisibilizado en ese medio productivo y reproductivo que es el predio familiar. La labor agropecuaria poco visible, de “cónyuge colaboradora”, es acompañada por un trabajo reproductivo, de cuidado, que a diferencia de lo que ocurre en el medio urbano no se puede contratar, tercerizar o comprar.

En términos de reconocimiento, corresponde un trabajo en todos los niveles del Estado y de la sociedad civil para jerarquizar y poner de manifiesto el aporte de las mujeres a la producción familiar, con acciones colectivas en las comunidades y en las organizaciones de la producción familiar. Un camino de equidad hace inevitable la revisión profunda de los parámetros actuales que conciben a la mujer rural como un “complemento”, y el desafío inmediato es una fuerte campaña pública que haga justicia a una realidad cotidiana de trabajo, sacrificio y compromiso invisibilizados, campaña que sea comienzo de la jerarquización cultural de las mujeres en un proceso de redistribución impostergable.

En términos de redistribución, se trata de avanzar en campañas masivas para impulsar la cotitularidad de la tierra y la producción, figuras legales de cotitularidad en el Instituto Nacional de Colonización, cambios en los patrones jubilatorios y del lugar secundario de la mujer en los aportes, modificaciones en la asistencia técnica y los subsidios, y proyectos para promover a las mujeres en sus condiciones reales de existencia como productoras. El vínculo entre el Estado y la sociedad civil es una posible estrategia para viabilizar la modificación de una estructura social injusta, promoviendo o al menos haciendo posible un intenso proceso de formación de los equipos técnicos públicos y privados.

Éste es un desafío que una Universidad comprometida con la democracia y el medio no debería eludir, en un acercamiento crítico a la realidad de la producción familiar desde una perspectiva promocional, pero también cuestionadora de la heterogeneidad de la “unidad” productiva, reproductora de la explotación. Tomando como eje de reflexión permanente la tensión entre la organización típica de la agricultura familiar y la crítica feminista a la familia como fuente de inequidad y distribución asimétrica de poder.

2014, Año Internacional de la Agricultura Familiar y año electoral en Uruguay, aparece como una ventana de oportunidades para el feminismo y el desarrollo rural con equidad de género. ¿Estaremos en el tiempo de las mujeres de la producción familiar? ¿Tendrán las mujeres rurales un lugar en las agendas electorales? En un contexto de avance del agronegocio, de expulsión de la producción familiar, de emigración y de masculinización del medio rural, todos los lemas feministas tienen vigencia para las productoras familiares: sin feminismo no hay socialismo, sin mujeres no hay desarrollo, sin mujeres no hay democracia. ¿Quién levanta esta bandera?