Los programas de gobierno de los partidos comenzaron a hacerse públicos en la campaña de las elecciones internas, y varios de ellos parecen respetar un esquema caracterizado por la idea de novedad. Así, no sólo los problemas se consideran nuevos sino que también se presentan como tales propuestas arropadas bajo el calor de la renovación.

En ese sentido, cuestiones de notoria centralidad en las campañas electorales como el delito y la inseguridad no escapan a un discurso que las muestra como un fenómeno reciente. El tema exigiría, entonces, soluciones tan radicales como originales, que logren cortar el mal de raíz “priorizando los derechos humanos de los ciudadanos honestos”. Más allá de la “jerarquización” de derechos, en estos planteos el sistema penitenciario sigue jugando un rol central, directamente asociado con el control del delito.

Pese a una fuerte retórica que se aferra a la imagen de cambio, los proyectos parecen seguir atrapados en la lógica del pasado, respondiendo a elementos claramente reconocibles en la historia de la reforma de las prisiones. Como ocurría en los textos clásicos del siglo XIX, los análisis se inician con un diagnóstico sobre el “estado de las prisiones”, presentándolas como un espacio que no sólo avergüenza a la sociedad sino que se encuentra lejos de ser un lugar de “rehabilitación”. Por el contrario, se han “transformado en escuelas del crimen”. De esta forma, la apelación a la transformación reafirma la percepción de declive de una institución que en algún momento habría cumplido el enunciado de “convertir” a los “delincuentes” en ciudadanos útiles.

Estos fundamentos, que orientaron la reforma penitenciaria en el Uruguay de la “modernización”, ya colisionaron con una realidad que lo llevó a una temprana crisis, apenas inaugurado el establecimiento de la calle Miguelete. El balance de Luis Batlle y Ordóñez, director de la Cárcel Correccional (y hermano del dos veces presidente de la República), resulta ilustrativo. Las cárceles, señalaba con desazón, se mantuvieron como un elemento reproductor de los peores males al tomar un “elemento novicio” y devolverlo “completamente enviciado”. De esta manera, reconocía que pese a los cambios realizados las prisiones continuaron siendo una verdadera “universidad del crimen”.

Algunas de las actuales propuestas apuntan a resolver el problema de este largo fracaso con la construcción de nuevos establecimientos y la mejora de la gestión. Entre los pilares de sus planteos se incorpora la instrumentación de una adecuada separación de los internos “según el tipo, gravedad de las penas y grado de peligrosidad”. La conservación de un concepto propio de la vieja criminología positivista apenas logra distraer el impacto de la incorporación, como novedad, de una serie de medidas que definieron el programa penitenciario difundido desde la primera mitad del siglo XIX. Éste ya había tenido como piedra angular la aplicación de una adecuada clasificación de los reclusos. Su empleo sirvió de soporte para la implantación de un sistema celular (absoluto o parcial) que apuntó a eliminar los contactos nocivos entre los reclusos.

Volviendo al director Batlle y Ordóñez, se pensaba evitar que se encontraran “los buenos confundidos con los malos”. Pero para los primeros todavía hay esperanzas en algunos programas actuales, que proponen un plan de creación de colonias agrícolas.

Unos 120 años antes, el coronel Ignacio Bazzano defendió la utilización de la Fortaleza de Santa Teresa como establecimiento de reclusión, empleando reclusos en tareas como la producción de forraje para la Policía y el Ejército. La propuesta del uso del viejo bastión, que contaba con el apoyo de quienes creían en las virtudes regeneradoras del trabajo agrícola, se llegó a debatir en 1906 ante la presentación de un proyecto de ley por los diputados nacionalistas Carlos Roxlo y Luis Alberto de Herrera. En la sesión del 28 de junio de ese año, Roxlo defendió también la creación de un hospicio para menores reincidentes en el robo y en los delitos violentos.

Pese a la inauguración de la Cárcel de Punta Carretas, en 1910, el sistema penitenciario fue aceptando paulatinamente su incapacidad para el cumplimiento de las propuestas de conversión de sus internos. El objetivo regenerador quedó relegado, en respuesta a las demandas de quienes reclamaron una cárcel que cumpliera con una efectiva segregación, a efectos de poner freno al aumento descontrolado del delito.

En 2014 se propone un proyecto que incorpore “más y mejores cárceles” y que, de ser posible, “intente una efectiva rehabilitación”. Un siglo después, los sinceramientos se sustituyen por los actos fallidos.