Las seguridades se acabaron hace rato. ¿Quién dice ahora, fuera del exitismo entre mentiroso y mágico de las campañas electorales, que el Frente Amplio gana seguro? ¿O que gana en primera vuelta? Esta campaña llega al recodo con pocas certezas hacia octubre y quizá noviembre. El Frente Amplio (FA) sigue sumando, grosso modo, la mitad del electorado; Pedro Bordaberry sale tercero; Luis Lacalle Pou y Tabaré Vázquez son los candidatos con posibilidades de alcanzar la presidencia. El resto es pura incógnita, a tal punto que el próximo gobierno podría llegar, incluso, a incorporar al Partido Independiente.

Todo esto no es poco cambio, en un país donde hasta hace cinco años, hablar de política era hablar del FA. Los partidos fundacionales parecían rendidos sin remedio tras la crisis económica y social de 2002. El FA creyó, ingenuo, que estaban muertos y que él seguiría creciendo incluso desde el gobierno, sin advertir que el paso de los años despertaría nuevas urgencias y diluiría las excusas construidas sobre “herencias malditas”. Tampoco previó que todo oficialismo pare y cría su propio “legado maldito”, y que a la oposición le toca detectarlo y revelárselo a la ciudadanía.

Los “Bienvenido, futuro”, los “Por la positiva”, los “Vamos Uruguay” y los “votos rebeldes” se plantan frente al “Vamos bien” sin contradecirlo demasiado, apelando (con bastante éxito) al gusto nacional por la ondulación leve, la media tinta, el impulso pero con freno. Ni siquiera lo más marxista del FA niega que el mercado sigue mandando. Lo que dice la oposición es que ya se repartió mucho, así que conviene ir moderando la canilla para resetear el ciclo acumulación-derrame. El oficialismo responde que ha sido muy moderado y que no hay de qué asustarse.

Así las cosas, la campaña viene chauchona, tanto en convocatoria como en repercusión. Transcurre en el estrecho margen que delimitan el seguir igual y el no volver a lo de antes. Ayer fue a las urnas 39 por ciento de los votantes habilitados. Esta indiferencia no es atribuible sólo al FA: toda la dirigencia política uruguaya actual, como grotesco colectivo, se ha mostrado incapaz de enamorar a la ciudadanía. Medidas en rating televisivo, las elecciones no logran más interés, por ejemplo, que la galaxia Tinelli y el Mundial. El debate por el futuro del país sólo se sobresalta con noticias del día: Guantánamo, Siria, el Sirpa, Pluna, la Casa Blanca, Moody's, abusos de funciones, un anciano con 1.000 armas de fuego, un juez supremo que juega con cuchillos, la caída de Sebastián Bauzá, las vacaciones de Roberto Kreimerman, Philip Morris, Telechat, el fraude en la Armada, esclavitud en alta mar, esclavitud sexual en las rutas, los incesantes asesinatos de Julio Castro y Vladimir Roslik.

Los aspirantes a la presidencia han tomado el camino menos riesgoso: dejaron a la tropa a cargo de atender esta avalancha y se aferraron cada uno a un par de ideas programáticas potentes para machacar al electorado y liberarse de las cambiantes coyunturas. Acabar con los asentamientos, aumentar el presupuesto de la educación, reducir el militar, eliminar el IRPF y el IASS, botones de pánico, Policía militarizada, mano dura, la ominosa baja y no mucho más. Como si estuvieran relojeando las cartas del contrario o disimulando falencias propias. Quien quiera más sustancia cuenta con las páginas web de las campañas, en las que se puede leer los planes y hasta ver spots, entrevistas y actos en directo. De debates, ni hablar: el favorito no cede. El FA cuenta, además, con la publicidad de diversas reparticiones del Estado que, con el pretexto de informar sobre servicios, promueven casi sin disimulo logros del gobierno. Y la oposición, con la crónica roja recalentando la criminalidad.

La apatía encubre la importancia de lo que se viene. Que todos los candidatos uruguayos anden con el carisma vapuleado no los hace iguales. Tal vez Uruguay ya avanzó tanto que la ciudadanía da por descontada la democracia y la sacrosanta estabilidad, como si la política hubiera dejado de ser un problema o un tema interesante para conversar, como si el “cambio en paz” se hubiera vuelto un estado permanente del espíritu oriental. Pero no da lo mismo que sea presidente Lacalle o Vázquez. Cada uno da un Uruguay bien diferente, por más corridos a la derecha que estén ambos. No da igual que Pablo Mieres llegue al Senado, o que Unidad Popular logre representación parlamentaria. No da igual que Bordaberry crezca o que se estanque. No da igual un FA dominado por un agrupamiento, disputado por dos o fragmentado en tres o más. Ojalá que a partir de hoy, lunes, se empiecen a notar las diferencias para entender qué cuernos estamos votando.