Cada elección rectoral en la Universidad de la República (Udelar) es una instancia privilegiada para discutir las líneas generales de transformación, puesto que luego, en la operativa cotidiana de los órganos de cogobierno, la agenda suele verse dominada por proyectos o problemas concretos que han de ser abordados con la prioridad de lo que resulta urgente.

Más allá de los candidatos, la confrontación en esta instancia opone proyectos muy diferentes, ninguno de ellos nuevo en la tradición de nuestra universidad. Uno de ellos representa la continuidad del proceso de reforma universitaria emprendido con la elección del actual rector Rodrigo Arocena, y propone la evaluación y la revisión de las líneas de trabajo en busca de una profundización de los ejes de transformación resueltos en 2006. El proyecto alternativo es el mismo que enfrentó a Arocena en 2006 y 2010. Tiene una visión bastante crítica sobre la reforma universitaria y propone un viraje hacia un nuevo equilibrio. ¿Qué caracteriza dicho equilibrio? Esta columna, además de invitar a la lectura de los programas de los candidatos, se propone colaborar en su interpretación, identificando los aspectos distintivos de la corriente de ideas que tradicionalmente se conoce como “academicista”.

Para ensayar una definición, podría decirse que el academicismo es una forma de pensar que extrapola a la política educativa los criterios de validación de la academia. Esto implica: 1) que la denominada “excelencia” sea un fin casi excluyente de otros objetivos de política institucional, siendo su principal rival la pertinencia de las actividades universitarias; 2) que cualquier función sea subsidiaria de la investigación, que es la única que se ubica en la frontera del conocimiento; 3) que lo local sea visto como algo aldeano y de escaso valor, ya que la validación del conocimiento es global por definición; 4) que se conciba que las trayectorias académicas individuales pueden ser ordenadas según un criterio de calidad basado exclusivamente en el número de publicaciones en revistas arbitradas y el lugar que éstas ocupan en el ranking, sin atender a la diversidad de realidades que existen entre disciplinas ni a la casi inexistencia de publicaciones con intereses locales; 5) que en la toma de decisiones se entienda que deben participar privilegiadamente los académicos de “nivel”, olvidando el principio igualitario básico de la democracia no censitaria; 6) que el campo disciplinario sea el único considerado legítimo, ya que el terreno de la interdisciplina se considera carente de “nivel”; 7) que las ciencias exactas y naturales tengan un estatus superior al de las ciencias sociales, las humanidades y las artes.

Así, el academicismo se embandera con una dimensión muy sensible para todos los universitarios, como es la de mejora de la calidad académica, esencial en cualquier institución de educación superior. Cuenta, además, con cierta ventaja relativa en la disputa política entre académicos, porque logra permear como discurso sobre la base de que el académico suele sentirse bien cuando reclama “excelencia”, ya que eso lo ubica automáticamente del lado de los presuntos “excelentes”. La medida en la que este reclamo es más una postura social que la expresión de un posicionamiento político auténtico se aprecia en la elusión de toda discusión respecto a qué es la “excelencia” o, abandonando la jerga academicista, qué es la calidad en el desempeño de las funciones universitarias. ¿Agrega calidad a la Udelar que la investigación sea más pertinente, en el sentido de atender prioridades (sociales y tecnológicas) para la mejora de la calidad de vida de la población? ¿Agrega calidad que las actividades de investigación se combinen con actividades de enseñanza y de extensión, y fomenten así la apropiación social de los beneficios del conocimiento? ¿Agrega calidad que la investigación se vincule con los problemas locales y en particular con los de los sectores más vulnerables? ¿Y abrir cada área del conocimiento al diálogo con otras disciplinas? Un academicista puro respondería negativamente en el caso de que los elementos mencionados conduzcan a una disminución en el número de publicaciones en revistas arbitradas. Una postura no academicista propondría valorar esta multidimensionalidad del concepto de calidad, reconociendo que a nivel individual es posible alcanzar la más alta calidad aun sin que se verifique ninguno de los elementos recogidos en las preguntas anteriores. A nivel institucional, sin embargo, nuestra adscripción al modelo latinoamericano de universidad debería llevar a responder afirmativamente en todos los casos.

Tres facetas adicionales completan una caracterización del llamado academicismo universitario. En primer lugar, es elitista, porque no hay universidad de excelencia que pueda ser masiva. La universidad excelente presenta una baja relación de estudiantes por docente, selecciona a los mejores estudiantes y establece un régimen de estudios incompatible con el trabajo, al requerir dedicación exclusiva. Ésta era la base del planteo limitacionista de los años 90 -con matrícula y pruebas de ingreso-, derrotado durante los rectorados de Rafael Guarga, pero cuyo argumento de base sobrevive en los círculos academicistas. En segundo lugar, es tecnocrático, ya que cree en la existencia de una forma correcta (y única) de hacer las cosas, emparentada con el ejercicio intelectual propio de las ciencias duras. Considera que esta forma correcta es científicamente descubrible, y por consiguiente que el trabajo técnico puede permitir alcanzarla sin necesidad de convocar a espacios políticos para la toma de decisiones colectivas. Finalmente, el academicismo es concentrador, ya que al apoyar prioritariamente a quienes son “excelentes” se sigue una especie de “efecto Mateo” deliberado (“a quien más tiene, más le será dado”), concibiendo como un desvío mediocrizador cualquier apoyo a sectores débiles que otros deseen promover (como los servicios con menores capacidades de investigación o algunos nuevos grupos que se han radicado en el interior del país).

El proceso de reforma universitaria reciente tiene como uno de sus principales objetivos la democratización del conocimiento, lo que implica fomentar su uso socialmente valioso y la generalización de la enseñanza avanzada. Ambos postulados producen reacciones virulentas en los entornos más fuertemente academicistas. Si algo pasó en la Udelar es que en los últimos ocho años se avanzó mucho en democratizar; en buscar la pertinencia, el compromiso de la institución con el medio, la discusión política y participativa, la presencia en todo el país, el involucramiento por medio de formas nuevas de comunicación y de gestión; en la búsqueda de la participación de los funcionarios, de la exploración de nuevas formas y modalidades de enseñanza que permitan atender la diversidad de realidades, del fortalecimiento de la investigación en áreas débiles, de la creación de programas que financian investigación en temas prioritarios para el país; en el fomento de las actividades interdisciplinarias, de la elaboración colectiva de una propuesta de nueva Ley Orgánica, que entre otras cosas contemple una estructura más flexible e integrada a nivel de áreas disciplinarias, o de la colaboración con las demás instituciones educativas (que se ha materializado en el Interior y es aún incipiente en Montevideo), entre otras tantas líneas de acción. Este curso genera fuertes discrepancias desde el academicismo, que responde en esta elección denunciando un supuesto deterioro del nivel (sin explicitar a qué se refiere con esto ni brindar ejemplo alguno) y advirtiendo sobre el avance de un pretendido enemigo que encarna la mediocridad académica y se denomina “docente extensionista”. Estos fantasmas que se agitan sin sustento parecen la expresión de una corriente de ideas que no logra convencer con sus propuestas y busca prosperar discutiendo contra un planteo de universidad popular que, si bien existe en nuestra diversidad universitaria, no presenta candidatos en esta elección rectoral. Detrás de ese falso debate, lo que queda es un planteo que supone desandar varios de los caminos de transformación democratizadora implementados en los últimos años.

*El autor es docente de la Udelar, magíster en Economía Internacional y estudiante de doctorado en la Universidad de Ginebra, Suiza. Fue consejero de la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración, integrante del Consejo Directivo Central de la Udelar, secretario amovible del rector en el período 2007-2009 e integrante del Consejo Federal de ADUR en el período 2012-2014.