A diferencia de lo que ocurre con los árboles, las raíces que tenemos los seres humanos nos permiten movernos. Todos, en el campo o en la ciudad, vamos cambiando la forma en que vemos el mundo, las tareas que realizamos y nuestros gustos y costumbres. Vamos modificando las opciones que derivan de nuestra “dotación inicial” de recursos y capital social, para conocer otras posibilidades. La decisión personal de “abandonar” el campo, para vivir en ciudades y ejercer otros oficios o profesiones, no necesariamente deviene de la falta de acceso a la tierra o de la inexistencia de políticas de fomento a la producción familiar, como se sostuvo en la columna “Casados con la tierra” (http://ladiaria.com.uy/UFW). Para muchos, irse del campo es algo elegido con la intención de librarse del trabajo no remunerado que impone la producción familiar, de ampliar los horizontes de vida, de conocer a personas diferentes y acceder a servicios que sólo están disponibles en las ciudades.

Las luces del centro atraen por las oportunidades de empleo y mejores ingresos, pero también porque la gente quiere vivir en contacto con un gran número de sus semejantes, acceder a los mencionados servicios o participar en ciertas actividades recreativas colectivas. Jugar un partido de fútbol con equipos de 11 jugadores, por ejemplo.

Paralelamente, hay factores inherentes a la propia producción agropecuaria que explican la emigración. En 80% del territorio uruguayo la actividad económica es la ganadería extensiva, cuyo patrón de crecimiento sólo sostiene una baja densidad de trabajadores y, por ende, inviabiliza la oferta de servicios de todo tipo. Hay razones sociales que aconsejan llevar un mínimo, pero también un máximo, de servicios sociales a quienes deban o quieran quedarse en el campo.

En ese sentido, son innegables los avances en los años recientes. Para empezar, los trabajadores del campo tienen más opciones de empleo porque aumentó la ocupación. Pero también mejoró la formalidad, subieron los salarios y hay más amparo de derechos laborales. Se observan progresos en la cobertura de servicios de telefonía, acceso a internet y energía eléctrica, y también hay alguna mejora en la caminería. Dentro de ciertos límites, se han incrementado las opciones de estudio de carreras terciarias de la Universidad de la República en las capitales departamentales. Eso es bastante si se toman en cuenta la escasa población y su baja densidad en el interior, y las economías de escala en la investigación y la enseñanza superior.

¿De dónde surge que las personas que viven en el campo sean “más arraigadas” que quienes lo hacen en un barrio de Montevideo, Paysandú o Lascano? Todos, y no sólo quienes nacen en un entorno rural, pueden tener la necesidad de convivir con el medio en el que nacieron, pero eso no quiere decir que carezcan de interés en conocer algo distinto.

Además, la referencia a la familia como una institución clave de la cual surgen las mayores fortalezas “del hombre” es discutible. Para empezar, el concepto de familia es una construcción histórica, y en particular su variante patriarcal -la que nos viene a la cabeza más rápidamente- está atada tanto a las tradiciones como a la sumisión de la mujer y los hijos a las elecciones del padre. Es propio de las corrientes religiosas y conservadoras ver a la familia como el centro esencial de la sociedad y rechazar cualquier cambio en la conducta esperada de los jóvenes como una perversión de los valores familiares.

Que cada uno tenga derecho a vivir donde quiere es un enunciado agradable y en primera instancia compartible. Sin embargo, surgen dudas sobre la viabilidad de asegurar ese derecho a todas las personas sin que medie alguna condición.

Por otra parte, considerar que el simple devenir de los años y las responsabilidades hace que aceptemos “trabajos como dependientes”, de modo inexorable y en ningún caso como algo elegido por las personas, es reduccionista y no permite entender cabalmente la dinámica social del campo.