Al hacer la ronda diaria de portales e informativos para estar mínimamente informados de las idas y venidas de esta aburrida campaña electoral, lectores y televidentes nos encontramos con que hay un solo tema de campaña que se mantiene a través de todos los ciclos noticiosos. No es el sistema de cuidados, ni el presupuesto de la educación, ni la continuidad o no de los programas sociales. Tampoco es la megaminería ni Gaza ni Cristina.
El tema de esta campaña es el debate. No el debate que implica toda campaña electoral, es decir la confrontación entre diferentes posturas políticas. Lo que se discute es la posibilidad de que se produzcan debates televisivos entre los candidatos a presidente. En esta discusión, cada figura pública opina sobre si debería haber o no debate, los noteros insisten preguntando a la salida de cada evento y los candidatos tratan de usar el tema para mostrar su fuerza: los que quieren debatir dicen que no tienen miedo, y el que no quiere debatir dice que es porque no va perdiendo.
El tema de la campaña se vuelve la campaña misma. El lanzamiento de los spots o el cambio de slogan es noticia, y las bobadas que se hacen para llamar la atención (que si las hiciera cualquiera de nosotros sería considerado un salame cósmico) son cubiertas como hechos políticos. De hecho, lo que importa para la cobertura no es qué pasó, qué significa o qué va a pasar, sino cómo puede beneficiar a tal candidato como se ve, qué dicen las encuestas, o qué pueden llegar a decir. La vocación de la tele y de otros medios es decirle a la gente qué es lo que piensa la gente, para que esté informada.
El debate encaja en esta dinámica de una campaña centrada en sí misma, devenida producto vendido por los medios de comunicación. El debate sería un producto televisivo muy redituable. Los candidatos tienen que responder bajo presión, la generación de noticias está asegurada, el estudio sería de última generación, explotarían las redes sociales. No llama la atención, entonces, que manden preguntar tanto por el asunto. La televisión termina por transformar su interés comercial en un tema de campaña, y no puede dejar que se pierda de vista. Simulando interés popular en el tema, lo puede mantener en el aire.
Obviamente no estoy descubriendo nada. Incluso me genera cierto desagrado asumir la postura del moralista que se queja del vacío de la campaña. Pero lo cierto es que, aun bajo los estándares de los propios medios de comunicación y de los empresarios publicitarios que llevan adelante la campaña, es decir, el criterio de lo llamativo y lo entretenido, esta campaña es tan aburrida como ver a dos señores tratando de ser ingeniosos y ganar votos al responder sobre si van a participar o no de un programa de televisión.
No cabe, entonces, quejarse de que supuestamente a la gente no le interesa la política. ¿Cómo le va a interesar, si la tratan de convencer de que la política es eso? Es una idea muy triste y muy fea de política, que ignora la posibilidad de la construcción colectiva, de la movilización y de la posibilidad de cambiar para mejor la vida cotidiana. Evidentemente, Lacalle Pou es el máximo exponente de esta no-política, pero los candidatos de los demás partidos no se quedan atrás, y la mayor parte de los analistas se prenden al juego de comentar si fue buena idea o no sujetarse en un poste o negarse a debatir (De hecho, es imposible escapar, porque decir que no importa es una opinión más que se suma a ese juego).
Me cuesta creer que a alguno de los involucrados estos asuntos le parezcan realmente interesantes, importantes o definitorios. Aun así, me tienta opinar sobre el tema, y confesar que deseo que el debate se lleve finalmente a cabo, ya que por lo menos allí no se va a preguntar sobre la posibilidad de un debate.