En menos de una semana, dos casos policiales protagonizados por perros de raza pitbull causaron esa suerte de histeria mediada que ahora se denomina “alarma pública”. En el primero, uno de estos canes, liberado de ataduras y sin dueño presente, correteó por varias calles mordiendo a todas las personas que encontró en su camino y deshaciendo a un desafortunado perro de menor tamaño con el que se cruzó. En el segundo, más trágico, la beba de una familia que vivía en un predio en el que también lo hacían tres perros pitbull (al parecer, propiedad de un familiar) fue atacada por uno de estos animales, que le produjo lesiones terribles en la cabeza.

Como suele suceder después de cualquier ataque de un perro a un ser humano, inmediatamente se elevaron tanto las voces de los fóbicos a los animales (pidiendo la prohibición de la raza y, de ser posible, el exterminio de los ejemplares existentes) como las de los defensores fundamentalistas de éstos, insistiendo en que es exclusivamente la crianza y no la raza lo que hace peligroso a un perro, que en todos los casos es un santo animal. Pero en el caso de los pitbull -la raza canina más polémica en el mundo- hay que darles un poco de razón a las dos partes, lo cual, en definitiva, significa que ambas están equivocadas.

Por naturaleza, los perros no atacan a los niños de una familia, a quienes consideran los cachorros de su propia manada, pero la psiquis animal (de los perros o de sus dueños) no es una ciencia exacta, y eventualmente algún can muy mal sociabilizado, mal jerarquizado o enfermo lo hace. Es cierto que en incontables casos, posiblemente la mayoría, los pitbull son animales cariñosos y valientes, adorados por sus dueños y temidos por ladrones y personas violentas. Pero aunque los ataques endogámicos sigan siendo un evento fuera de lo común y extraordinario, en la raza pitbull son mucho más probables que en cualquier otra raza canina. Esto, sumado a su fuerza física y su tolerancia al dolor -es una raza concebida como perros de pelea-, los hace potencialmente muy peligrosos y claramente desaconsejados para tener en ámbitos en los que haya niños pequeños.

Por desgracia, los pitbull están de moda (palabra que significa esencialmente una mímesis acrítica) y cualquier imbécil incapaz de criar a un hámster se autoconvence de que es capaz de educar a un animal tan poderoso y ganarse por mérito canino el respeto del barrio. Esta moda irresponsable no es nueva; en los años 70 fueron los pastores alemanes los que estuvieron de moda, y en los 90, los rottweiller. Ambas razas pueden considerarse potencialmente tan peligrosas como los pitbull, pero se podría decir que al menos fueron adoptadas generalmente por dueños de casas amplias, de mediana edad y con cierta experiencia canina, mientras que los pitbull -promocionados por raperos, cantantes de reggaeton y otros exponentes de la idiotez moderna desesperada por dar imagen de “peligro”- han sido adquiridos en masa por dueños jóvenes con escasa o nula instrucción en cuanto a la tenencia de animales, y muchas veces sin el espacio físico necesario para que el perro no se neurotice.

El fallecido y extrañado veterinario Daniel Rossi –especializado en conducta animal- sostenía, después de haber pasado una vida estudiando las diferencias de temperamento entre distintas clases de perro, que ya era hora de estudiar a quienes van a ser los machos alfa de las manadas de esos perros, es decir, a sus dueños. Rossi creía que era absurdo que se impusiera un montón de estudios y restricciones lógicas para poseer un arma de fuego o utilizar un vehículo impulsado a nafta, pero no hubiera el menor requisito para tener un mastín napolitano con 70 kilos de músculos y dientes. Afortunadamente, la Ley de Bienestar Animal, ya aprobada en la Cámara de Representantes y de posible aprobación completa en diciembre, prevé una reglamentación en la que la Comisión Nacional Honoraria de Bienestar Animal regule qué tipo de perros se pueden tener y qué requerimientos deben cumplir sus dueños, a quienes se les podrían realizar pericias psicológicas y demandar certificados de buena conducta. Otras medidas sensatas serían exigir que se informara adecuadamente a los posibles compradores acerca de las características de cada raza y, por qué no, pasar el costo de las campañas preventivas a los criaderos de perros de raza, que no sólo han obtenido significativas ganancias en los últimos tiempos sino que además, en muchos casos, han demostrado una irresponsabilidad tan alta como la de muchos dueños a la hora de cruzar cepas genéticas particularmente hostiles.

En el caso particular de la beba agredida y su madre, las opiniones en las redes llegaron a un extremismo digno de una pelea de perros particularmente brutal, llegándose a insultar a la dolorida madre por su descuido en relación con su hija. Se la comparó, tal vez con acierto, con una madre que dejara un arma de fuego cargada al alcance de un bebé, pero en este caso el desconocimiento pudo prevalecer sobre la irresponsabilidad. Todos los adultos cognitivamente normales saben qué es un arma de fuego, pero un perro –aunque sea territorial y dominante- en el fondo es visto como un perrito, y a los ciudadanos del siglo XXI nos cuesta hacernos a la idea de que un perrito puede ser un arma. Ninguna cadena o bozal va a servir de protección contra una moda ignorante. Es, como siempre, cuestión de información y regulación.