En los últimos meses ha estado en el tapete la limitación, por vía legislativa, de la propiedad de la tierra en manos de Estados extranjeros o de empresas capitalizadas por Estados extranjeros. Para ello el Poder Ejecutivo impulsó un proyecto de ley aprobado en la Cámara de Representantes a comienzos de julio casi por unanimidad; a fines de agosto también tuvo aprobación en el Senado pero con algunas modificaciones suscitadas por la preocupación generada en empresas como la forestal Montes del Plata, que le dan al Ejecutivo la facultad unilateral de autorizar excepciones a la norma y hacen que el proyecto deba volver a ser considerado por los diputados.
Este tema no llega a nuestra agenda legislativa porque Emiratos Árabes Unidos haya comprado un par de departamentos de Uruguay, sino por la constatación de una tendencia mundial conocida como land grabbing (acaparamiento de tierras): una serie de países y empresas transnacionales están comprando tierra fundamentalmente en el Tercer Mundo. Para María Cristina Rulli y colaboradores, este proceso responde al incremento en el precio de las commodities por la mayor demanda de alimentos de los países emergentes, la producción de agrocombustibles, la especulación financiera y adversidades climáticas. Estos autores señalan que a nivel mundial el acaparamiento de tierras hasta 2012 podía ser cuantificado entre 32,7 y 82,2 millones de hectáreas, o sea entre 0,7% y 1,75% de la tierra agrícola del mundo, siendo África (47% del total acaparado) y Asia (33%) los continentes donde se había producido mayor acaparamiento.
La economía política del acaparamiento de tierras parece indicar que este proceso es resultado de la conjunción articulada de tres fenómenos: el afán por la apropiación de una creciente renta internacional del suelo; la lógica cada vez más especulativa de la circulación internacional de capital, que ha permeado a la actividad agropecuaria y particularmente al mercado de la tierra y los commodities a nivel mundial; y la inversión en tierras con fines de reserva de valor ante la inseguridad que supone el ahorro en monedas internacionales u otros activos como oro, títulos de deuda, acciones de empresas, etcétera, sujetos a la volatilidad de los mercados financieros y a las posibilidades de crisis.
En Uruguay, datos recientes evidencian un intenso dinamismo en el mercado de tierras en el período 2000-2013, cuando se vendieron 7,5 millones de hectáreas (46,3% del territorio) por la friolera de 10.365 millones de dólares (20% del PIB de Uruguay en 2013), el precio de la tierra se septuplicó pasando de 448 a 3.519 dólares la hectárea, y el mercado de arrendamientos acumuló 10 millones de hectáreas transadas. Ese dinamismo agudizó el proceso de concentración de la propiedad de la tierra, al punto de que en 2011, según el Censo Agropecuario de ese año, 1.168 establecimientos con más de 2.500 hectáreas sumaban 5,45 millones de hectáreas, un tercio del territorio nacional.
En este contexto se produjo un proceso que denominamos “acaparamiento transnacional de tierras”, que se originó en la década del 90, asociado con el creciente flujo de capitales transnacionales orientados a la compra de tierras con fines especulativos o productivos, y tuvo como uno de sus corolarios el hecho de que 27 conglomerados transnacionales llegaran a acaparar, en 2013, 1.641.000 hectáreas, 10% de la superficie productiva y un área casi igual a la de los 21.645 establecimientos registrados como correspondientes a agricultores familiares (Oyhantçabal, Narbondo y Areosa, 2014).
Dos de los principales protagonistas del acaparamiento transnacional en Uruguay son empresas que tienen entre sus accionistas a fondos de inversión estatales. Se trata de los consorcios maderero-celulósicos Montes del Plata (que posee alrededor de 220.000 hectáreas) y UPM (que posee 230.000). Esto muestra un proceso de “acaparamiento indirecto” de tierras por parte de Estados: Montes del Plata es un consorcio formado por las empresas Arauco (Chile) y Stora Enso (Finlandia y Suecia), que tiene entre sus accionistas al Estado de Finlandia por intermedio del fondo de inversión Solidium (propiedad en un 100% de ese Estado), poseedor de 12,3% de las acciones de Stora Enso y de 25,1% de los votos en su directorio. A su vez, la empresa finlandesa UPM tiene entre sus principales accionistas al gobierno de Finlandia, con 8,3% de las acciones, y también participa en ella el fondo de pensiones estatal The State Pension Fund, que invierte a lo largo y a lo ancho del mundo para asegurar y rentabilizar los aportes jubilatorios de los trabajadores finlandeses. Este fondo posee 0,81% de las acciones de UPM, y se le suman otros fondos de pensión privados como Ilmarinen, Kela y Varma, los tres también accionistas de Stora Enso, así como un variopinto grupo de fondos de inversión.
En estos casos, la lógica de la inversión estatal no difiere de la lógica típica del capital: maximizar su valorización con el menor riesgo posible. Los fondos de inversión estatales mencionados compran acciones de transnacionales buscando activos seguros ligados a la “producción real” y la apropiación de ganancias extraordinarias en los países donde radican sus inversiones, que en el caso de Uruguay incluyen exoneraciones impositivas vinculadas con la Ley Forestal (1987), la Ley de Zonas Francas (1987) y la Ley de Promoción y Protección de Inversiones (1998).
En cierto sentido, podríamos decir que estamos subsidiando a estas empresas (al reducirles la presión fiscal) para que incrementen sus dividendos, que luego repartirán, entre otros, con los jubilados finlandeses. La cuestión podría incluso verse como un acto de solidaridad, si no fuera porque, en la división internacional del trabajo, a Finlandia le toca estar en el club de los países centrales, y a Uruguay en el de los periféricos, lo que entre otras cosas significa que carece de capacidad para apropiarse de riquezas generadas en su propio territorio.