En la sección sobre Cultura del programa del Partido Nacional (PN) se destaca que “en Uruguay hay un bajo índice de lectura de libros, que se hace especialmente grave en el interior” del país, y se señala la importancia de “llegar con las políticas culturales a personas con baja predisposición al consumo cultural, ya sea porque tienen pocas posibilidades de acceso o porque tienen una débil acumulación cultural previa”, para “mejorar la calidad de los bienes culturales, [...] facilitar el acceso a esos bienes y [...] fortalecer la capacidad de apreciar y de elegir por parte de los ciudadanos”.
También se promete promover “el rescate amplio y plural de nuestra propia trayectoria cultural, privilegiando el acceso de las nuevas generaciones a ese patrimonio común”, y en ese marco se menciona la conveniencia de incluir “cursos sobre cultura uruguaya en los planes de estudio de la enseñanza media” y reeditar “textos clásicos de las letras y el pensamiento uruguayos que se han vuelto de difícil acceso”.
Parece difícil conciliar todo eso con la idea, planteada en la sección sobre Educación en el mismo programa del PN, de que las materias Literatura y Filosofía pasen a ser optativas en la enseñanza media, con una “oferta” que cada liceo decidirá y permitiendo cursarlas sólo a quienes tengan “niveles de logro satisfactorios en las asignaturas obligatorias “de máxima prioridad”, que serían “lenguas (incluyendo idioma español y una segunda lengua), matemáticas y ciencias” (ver la nota de Daniel Martirena).
Lo que no llama la atención, lamentablemente, es que se considere prescindible el estudio de la literatura y la filosofía (pese a que Pablo da Silveira, coordinador de los equipos programáticos de Luis Lacalle Pou, tiene un doctorado en Filosofía). Es un paso lógico más en la línea de pensamiento que asigna prioridad a las “destrezas” y “competencias” que el mercado requiere, y las contrapone con la naturaleza “improductiva” de las humanidades.
El aprendizaje realmente necesario sería el que capacita para “producir algo concreto”, y así queda instalada una presunta equivalencia entre las urgencias del país y la demanda de trabajo por parte de las empresas o, mejor aún, de “los inversores”. Como contrapartida, gran parte de nuestros males se atribuye a una irresponsable inclinación hacia el “viru viru” estéril que vendrían a ser, en sentido estricto y también coloquial, “las letras”.
Esta línea de pensamiento viene ganando terreno desde hace muchos años en el discurso político sobre la cuestión educativa, y arraiga en la opinión pública porque cada vez más gente, agobiada por dudas acerca del futuro de sus hijos o de la juventud en general, desea que le proporcionen un diagnóstico simple, para creer en la posibilidad de un remedio que actúe con rapidez. O sea, justamente, un presunto saber “productivo”, en vez de razonamientos complejos e “inútiles” en el cortísimo plazo de la urgencia.
El problema, por supuesto, es que las cuestiones culturales no se resuelven renunciando a su comprensión crítica (que es, justamente, el tipo de conocimiento perseguido por las humanidades). Y esa renuncia tampoco permite utilizar con libertad y responsabilidad el conocimiento “productivo”. La pintoresca lacallista Graciela Bianchi, tan inquieta por la posibilidad de que el Plan Ceibal esté generando “idiotas informáticos”, haría bien en preocuparse por esta propuesta del PN. La producción de idiotas con “competencias emprendedoras” es algo verdaderamente peligroso.