Branko lo tiene asimilado: cumple 25 años y está en silla de ruedas por una enfermedad que nadie detalla. La familia, como sabemos, es un mundo de reacciones enlazadas, a veces por omisión. El autor de la obra, el croata Ivor Martinic, es menor de 30; los 11 actores argentinos, desconocidos para el público y de tres generaciones distintas, están siempre en escena. Es una anécdota sencilla, dice el director Guillermo Cacace, atravesada por la producción del teatro independiente, que le imprime un tono difícil de transmitir, quizá esa tan mentada autenticidad que la representación suele aplastar. Mi hijo sólo camina un poco más lento puede verse esta tarde a las 16.00 en Tractatus (Rambla 25 de Agosto 540 esquina Ituzaingó), en el marco del Festival Internacional de Artes Escénicas.

Por el viejo asunto de coordinar un ensayo, la obra se fue armando los domingos de mañana, único momento en el que todos podían coincidir. Elenco y director terminaron convencidos de que es diurna, y en las funciones de la sala Apacheta, en el barrio porteño de Balvanera, la luz natural inunda la escena. Nada mal les ha ido: ganaron tres premios de la Asociación de Cronistas del Espectáculo y tienen entradas agotadas hasta el año que viene.

Hay complicidad desde el inicio, un clima de ensayo que no indicó Martinic. Salvo por los nombres de pila, podría ser otra historia rioplatense sobre un grupo disfuncional, desde la inflexión que significó La omisión de la familia Coleman, de Claudio Tolcachir. Antes de que comience la historia, un actor ofrece mate a la platea y los demás miran mientras se preparan o juegan. Cuando de verdad arranca la cosa, la actriz más veterana pasa diciendo que si se olvida de la letra no nos preocupemos, que la van a ayudar los compañeros.

No pidan vestuario ni escenografía: están todos de jogging, muy de entrecasa, y es lo que corresponde. Gestos de intimidad o de desidia pincelan los vínculos: se dicen que huelen mal, se mandan a comer algo, piden masajes porque están contracturados. Conviven o se soportan los verborrágicos, los pausados, los puteadores, los casi mudos. Un relator dice las didascalias, pero está ausente su ejecución e incluso asistimos a conductas paradójicas (o a veces de rebeldía frontal, cuando se indican salidas o entradas).

La belleza es un valor que más de un personaje mide y confronta, pero mientras cada uno lamenta a su manera el paso del tiempo y la decadencia física, propia o de sus mascotas, de Branko sólo se comenta: “Pobre...”. La madre es la verdadera protagonista, la que transita el difícil camino de la aceptación.

Decir que es una obra dura no le hace justicia. Es conmovedora, aunque también provoca carcajadas o delicadas reflexiones sobre qué es el amor, qué es permanecer, qué es recordar, o un simple: “Es raro que existan los colores y que los podamos elegir”.