“Sí, estuve en ‘la computadora’; sí, asistí a unos interrogatorios en aquel lugar. Luego yo pedí que no me llevaran más allí y le dije a Tróccoli que no quería ir más. Fue más o menos una semana antes de ver a Tróccoli por última vez. Él vino a mi celda y me leyó el listado de los compañeros caídos en Buenos Aires [los de los Grupos de Acción Unificadora, GAU]; en esa oportunidad me dijo que se iba del Fusna [cuerpo de Fusileros Navales] y me presentó a Sebastián -después me enteré de que era [Juan Carlos] Lacerbeau-, que se iba a quedar a cargo de todo”.

‘La computadora’ era una oficina instalada en las dependencias del Fusna a la que llevaban prisioneros a los que presionaban para que colaboraran en trabajos de inteligencia; la declarante es Rosa Barreix, uruguaya secuestrada y detenida en el Fusna en noviembre de 1977. En la segunda parte de su declaración, ayer en Roma, en el marco del juicio por el Plan Cóndor, Barreix ratificó la responsabilidad de Tróccoli en la represión de los GAU y su papel de mando en el Fusna en aquellos tiempos. El abogado del marino, Francesco Saverio Guzzo, que en las últimas audiencias se ha vuelto más agresivo en su acción de defensa, intentó presionarla preguntándole directamente si ella lo había visto operando concretamente: “Tróccoli me torturó -contestó Barreix-. No voy a volver a contar otra vez cómo lo hizo porque ya lo dije ayer. En el momento en que yo le señalo que está matando a mi hijo, porqué éstas fueron mis palabras, me llevan al hospital y, cuando comprueban que estoy embarazada, no me llevan más a la máquina. Se concluye la etapa de la tortura física y empieza una presión psicológica muy fuerte sobre mi persona, que ya estaba quebrada. Tróccoli me torturó en primera persona”. Barreix dijo a la diaria que “la idea de que ese hombre [Tróccoli] esté libre no me deja tranquila”.

En el caso de Célica Rosano Gómez, se procedió con crueldad contra una joven sin militancia, sólo por ser hermana de un exiliado del Partido Comunista Revolucionario (PCR) y recibir sus correos. Justamente Néstor, su hermano, contó a la Corte que fue secuestrada cuando salía de su trabajo, en enero de 1978 en Buenos Aires, y luego se la tragó una oscuridad absoluta, por años: “Después de su secuestro se perdió toda noticia de Célica. Hace pocos años empezamos a tener informaciones. La fuente es Ángel Gallero, que declarará en este juicio. Él le va a decir que pasó con ella”.

Gallero se presentó a la Corte después de Rosano. Su declaración es una narración muy prolija de algo que se parece mucho al infierno: relata los tipos de torturas, recuerda los tiempos transcurridos entre una sesión y otra, describe los locales donde fue recluido, puntualiza los atuendos de los represores, hasta que sus afirmaciones llegan al punto central: “Una noche me di cuenta de que había llegado gente. Escuché a un enfermero pedir que le llevaran siete cafés para unas personas que estaban congeladas. Eso era muy raro, porque estábamos en verano. Después hice la conexión; eran los compañeros trasladados en lancha de Buenos Aires”. Con ellos llegaron también al centro de detención donde se encontraba Gallero en Uruguay, La Casona, “los diablos”. Empezaron días y días de torturas salvajes. Ahí Gallero encontró a Célica Rosano Gómez: “Se empieza a torturar mañana y tarde, en ambientes contiguos […]. En la celda cercana a la mía ponen a una compañera que no conocía. A esa compañera la violaban repetidamente y las guardias la nombraban Célica Gómez. Ella tenía una guardia femenina en la celda que dejaba entrar a todos; había otra, en cambio, que esperaba órdenes para dejar que alguien se acercara a Célica. Escuché comentarios espantosos sobre las prisioneras, sobre sus cuerpos. Un día vi debajo de la venda a Carlos Cabezudo colgado de un gancho y un uniformado de la marina diciéndole ‘me hiciste sudar, hijo de puta. Pero me saqué la gana’”. Gallero reconoce a militares que operaron en los centros de detención La Casona y La Tablada, pero su testimonio es importante, porque certifica que hubo un traslado de prisioneros entre Argentina y Uruguay, lo que presupone una coordinación en la represión.

Washington Rodríguez llegó con sus tres hijas, Sandra, Mariela y Alicia, y su yerno. Fue secuestrado en abril de 1978 delante de sus cinco hijos. Los represores lo golpearon en su casa, frente a los chiquilines, y amenazaron con violar a su hija de 14 años. Después lo llevaron al pozo de Quilmes, donde descubrió lo que era la picana. Allí estuvo un mes y encontró, como él mismo le dijo a la diaria, “una mujer excepcional”. Era Aída Celia Sanz, detenida en el pozo de Banfield con otros 21 uruguayos y llevada al pozo de Quilmes para ser torturada. Ella le contó a Rodríguez que a los cuatro días del secuestro había dado a luz a su niña, durante una sesión de tortura, y que se la sacaron. Con Aída estaban su madre, Elsa Haydée Fernández, de 63 años, y otros 20 uruguayos. “Aída me señala los nombres de todas las personas secuestradas; quería que me acordara de los nombres, porque si lograba salir de allí tenía que ir a denunciar a ACNUR [el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados], cosa que hice. Me dijo que la torturaba un grupo de la OCOA [Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas] comandado por un oficial de la Marina. Me dijo el nombre, pero lamentablemente no lo recuerdo. Pero me dio su descripción física: pómulos salientes, bajo, fornido, nariz larga, labios gruesos […]. Era una mujer muy valiente que encontraba la fuerza para alentar a los otros. Estaba en una celda frente a la mía y me acuerdo de ella, agarrada a los barrotes, dándole ánimo a los compañeros: decía de resistir y de no hablar. Con mi testimonio espero haber hecho algo para que los que tienen que pagar paguen”, concluyó. Sus hijas, que lo acompañaron en el juicio, rescataron que esa historia también les pertenece: “No sufrimos directamente lo que le pasó a él, pero somos igualmente víctimas y sufrimos un daño. Vamos a acompañarlo a cualquier lugar del mundo a llevar ese testimonio”.