Nos espera desafiando las olas y el viento, resguardada por el ventanal del hotel. Claudia Piñeiro es una de las escritoras argentinas que cuentan con más adaptaciones al cine (Las viudas de los jueves, Betibú, Tuya) y ha sido marcada como la autora de los policiales de country, cuando en realidad sólo escribió dos: en uno, ambientado durante la fiesta menemista de los 90, retrató la particularidad de los barrios cerrados desde adentro; y años después volvió a ellos, pero para describirlos desde afuera. En octubre del año pasado le fijaron una fecha de fallecimiento en Wikipedia, justo cuando se estaba recuperando de una trombosis. Pero ella no sólo sobrevivió a esa muerte virtual, sino también a las que se imponen en sus historias.

Aunque su único policial puro y duro sea Betibú, a Piñeiro siempre se la ha asociado con el género, probablemente por el peso en su obra de las muertes y los enigmas que las rodean. “Las novelas anteriores no las escribí pensando en el género policial -dice-. Pero al aparecer una muerte, un crimen y un enigma, la novela inmediatamente se corre hacia ese lugar. En esos libros, excepto Betibú, el policial siempre está en segundo plano”. Cuenta que cuando escribía uno de sus trabajos más conocidos, Las viudas de los jueves, asistía al taller de Guillermo Saccomanno -premiado escritor y guionista de historietas-. En ese entonces, él le dijo: “A partir de ahora, y hasta que termines la novela, leé En busca del tiempo perdido”. Aquella recomendación tenía como finalidad que el policial no la “arrasara” -sobre todo después de que había logrado contar cómo vivía la gente del country-, pero también que su enigma no se redujera a la fórmula de narrar una historia que resuelve. “Quiero que sigas contando cómo se visten esos personajes, cómo ponen la mesa, cómo se miran. Sus mentiras, sus cortinas. Esto, en definitiva, es más importante que el crimen en sí”, le aconsejó Saccomanno. Para Piñeiro, esta sugerencia se volvió “muy pertinente”, porque “los buenos maestros logran indicar a cada alumno lo que necesita, sin imponer su estilo”. Así define ella, años después, el lugar que ocupa Saccomanno en su escritura.

El fantasma de las invasiones

Tanto como Blanche DuBois, la protagonista de Un tranvía llamado deseo (Tennessee Williams, 1947), y al igual que la narradora de su última novela -Una suerte pequeña-, Piñeiro cuenta que en su vida también ha dependido de la amabilidad de los extraños, sobre todo en el ámbito laboral, cuando comenzó a trabajar como guionista.

En lo que tiene que ver con su carrera de dramaturga, su primera aproximación a autores como Tennessee Williams comenzó con la prueba de ingreso a la Escuela de Dramaturgia de Buenos Aires, a la que se postulan más de 400 aspirantes de los que sólo 15 son seleccionados. Si bien la lista de autores sigue, esa frase -“siempre he dependido de la amabilidad de los extraños”- del frágil y excéntrico personaje Blanche la marcó. Pero no es la única presencia de Williams que podemos rastrear en su obra: Marilé, la narradora y protagonista de Una suerte pequeña, también parece rodeada de un palacio de cristal a punto de deshacerse. “Creo que es una particularidad que está en varios de mis textos. Por algo Las viudas de los jueves también incluye una cita de Williams: ‘La época en que transcurre la acción es el lejano período en que la enorme clase media de Estados Unidos se matriculaba en una escuela para ciegos’. En Las viudas de los jueves esto sucede en la década del 90, en medio del menemismo, mientras se venía abajo la casa. Ese castillo de cristal, que se viene abajo en el mundo de Marilé, en esta novela ocurre, pero en una visión micro”.

Como ya se sugirió al comienzo, a lo largo de su obra la muerte ocupa un lugar central, junto al retrato de una clase social a partir de historias mínimas, y a la maternidad -en muchos casos, cuestionada o problematizada-. Si bien ella coincide con esa descripción, prefiere recordar un libro de Antonio Tabucchi, Autobiografías ajenas: poéticas a posteriori, en el que se incluye un epígrafe de Henry James. “Todo aquello que decimos sobre lo que escribimos es vano y mentiroso”, parafrasea la escritora, y agrega: “Esto tiene que ver con que uno primero escribe y después reflexiona sobre el porqué de esa escritura, sobre por qué se dicen determinadas cosas, por qué se tomaron esas decisiones. Y cuando uno lo contesta en las entrevistas se lo termina creyendo, aunque todo ese proceso de reflexión es posterior, al menos en algunos escritores. Para mí el análisis es a posteriori. Coincido con que esas tres cosas que decís están presentes en mis novelas: la muerte, la maternidad y las apariencias. También hay otras, como el silencio y el encierro”.

¿Cómo el silencio se puede convertir en la base de una escritura? Piñeiro es autora de una novela autobiográfica que tituló, sugerentemente, Un comunista en calzoncillos, que se centra en la relación entre una hija y su padre durante la más reciente dictadura argentina. Allí cuenta que cuando su padre se enojaba con cualquiera de la familia, podía pasar 15 días sin hablar. “Ese gesto es mucho más fuerte que un grito. Es un castigo que no entendés muy bien, que inhabilita una respuesta. A veces, tengo la sensación -y creo que esto lo dijo Reynaldo Arenas- de que uno escribe para ponerles palabras a silencios de otros momentos, en los que no pudo expresarse. Más allá de que el silencio sea un tema en mi última novela, en la que nadie se puede quedar callado frente a otro, creo que a mí me constituyó como escritora. Si no hubiera vivido esas etapas de silencio, no sé si me hubiera dedicado a esto”, reconoce. En Una suerte pequeña, Marilé dice que “callar está mal visto”, precisamente porque lo que la protagonista trabaja es el silencio social, es decir, “la imposibilidad del otro de sostener un silencio”.

Con el silencio como protagonista, y con novelas que proponen varios niveles de lectura -es el caso de Betibú, que puede abordarse como un policial o como una reflexión sobre el periodismo-, Piñeiro se ha referido, en varias ocasiones, a una anécdota que conoció por Mauricio Kartun, a quien reconoce como su maestro en la escena. Él contaba que Bertolt Brecht escribía como si estuviera Karl Marx sentado en la tercera fila. Si bien ella no identifica esa frase como su consigna, dice que siempre tiene presente aquello que Saccomanno les proponía: reflexionar sobre para quiénes escribe, desde el punto de vista político-social. “Si las generaciones que nacen no tienen posibilidades más allá de la lectoescritura básica, no pueden disfrutar de una novela. Por eso es necesario reflexionar, desde el punto de vista político y social, acerca de para quién estamos escribiendo, quiénes son las nuevas camadas de lectores, además de pensar cómo es esto, cómo se forma un lector”.

No sabe si podría escribir para un Saccomanno en tercera fila, pero sí sabe que hay un receptor, y defiende que para ella la literatura es un “acto de comunicación”. “Del otro lado, alguien deberá decodificar eso que estoy escribiendo, aunque no sepa quién es, por muchos motivos distintos; entre ellos, el de que mis libros se leen mucho y, por eso, no hay un patrón general de lectura. No escribo pensando en conformar a determinados lectores, pero sí lo hago pensando que del otro lado hay un lector; por eso me interesan tanto ciertas operaciones literarias, como el suspenso”.

Esto, de cierto modo, configura su escritura, a la vez que esa presencia de un lector anónimo no la abandona: “Por eso soy del tipo de narradores a los que les interesa contar una historia, y no crear una literatura del lenguaje; no sé si en ese caso se piensa tanto en el acto de comunicación con el lector”.

Enseguida, con su risa enigmática, Piñeiro recuerda a una escritora, ensayista y crítica literaria colombiana, Piedad Bonnett, autora de una novela -Lo que no tiene nombre- que narra el derrotero de un adolescente con problemas psiquiátricos, las consultas de su madre a especialistas que sólo atribuyen esos problemas a “llamados de atención” propios de la edad, el desprecio de ciertos síntomas, y el suicidio posterior del muchacho. “Bonnett, que viene de la academia y de la crítica literaria, me dijo: 'Este libro me recordó algo que habíamos olvidado, y es que la literatura también emociona'. Esto lo hemos dejado de lado porque nos resulta despectivo, porque estigmatiza, cuando es muy interesante esa vuelta al acto de comunicación”, comenta.

Siguiendo su planteo sobre la emoción, Una suerte pequeña narra, con un realismo contundente, un accidente en las vías del tren. Ella cuenta que compuso esa escena como la muerte de Ofelia -de Hamlet-, “en mi cabeza, y vi el cuadro”. Todo tiene que ver con una anécdota que conoció de niña, cuando vivía en un pueblo del conurbano sur de la provincia de Buenos Aires. Ahí funcionaban dos barreras que detenían el tránsito cuando iba a cruzar un tren: una era manual y la otra automática, pero en la segunda no se podía confiar. “Si uno pasaba por esa calle tenía que tomar la decisión de cruzarla igual, porque la barrera automática pasaba días sin funcionar. Así fue durante toda mi infancia. Un día, cuando era muy chica, vi que todos empezaban a decir ‘¡Es ésa! ¡Es ésa!’. Cuando pregunté, me dijeron que era ‘la del accidente’. Ahí me contaron que esta mujer iba cruzando esa barrera con sus dos hijos y el auto en el que estaban se le quedó parado. Ella escuchó la bocina del tren y decidió empujar el auto sin bajar a sus hijos. El tren pasó y se los llevó. Yo, desde muy chica, me compuse toda esa imagen de ella, con sus manos en el aire, el tren que se le llevó el auto. Como la muerte de Ofelia, uno se hace una imagen del relato, y es como si hubiera estado presente. Cuando estaba por terminar de escribir la novela apareció esa imagen”, cuenta.

Reconoce que a ella no la impresionaba tanto el accidente como la reprobación de todo un pueblo, cuando nadie sabe cómo reaccionará en situaciones límites. “Lo que a mí me quedó como registro del recuerdo fue esa condena social, que es algo que también se repite en las novelas”, apunta Piñeiro.

En su última novela, la argentina explora un drama familiar en el que se alternan el encubrimiento, la culpa y las posibles redenciones. Y así, entre lo que es y lo que fue, por intermedio de Mary Lohan, Marilé Lauría, María Elena Pujol o cualquier otro nombre que elija, se convence de que debería escribir con la lengua que piensa, con la que sueña y con la que hace silencio. Y, a la vez que desafía las condenas sociales y las sentencias del destino, la sorprenderá la suerte. Pequeña, pero suerte al fin.