Hay un tema que no me cierra. No, en realidad hay varios. Podríamos decir que prácticamente ningún tema me cierra. Dado uno cualquiera, al azar, la probabilidad de que me cierre tiende a cero. Sin embargo, se supone que pertenezco a una especie inteligente y de cierta antigüedad; debería haber ciertos asuntos que, como humanidad, deberíamos tener bastante resueltos. Claro, lo de “especie inteligente” es una autodefinición; pero es que no teníamos otra opción a mano. ¿A quién le íbamos a pedir, a los delfines? Se podría decir, parafraseando al inventor de los ejes cartesianos: “Me defino como inteligente, ergo, soy inteligente”. Por ejemplo, un árbol es incapaz de definirse como inteligente. O una piedra, o una vaca. Una computadora... supongo que también. Aunque aquella tal Deep Blue (o más bien su hija Deeper), cuando le ganó a Kasparov, el campeón mundial de ajedrez, no parecía muy negada. En todo caso, si no puede definirse a sí misma como inteligente, será de puro humilde. Si yo le hubiera ganado alguna vez a Kasparov -incluso a un Kasparov en pedo y con acidez-, andaría vanagloriándome por ahí de mis dotes intelectuales. Ante cualquier crítica, diría: “Sí, sí, puede ser... pero ¿vos le ganaste a Kasparov?”. Así somos los humanos. Las computadoras son más apagadas. Sobre todo cuando están apagadas, claro; pero igual, prendidas, son serviciales. Están para lo que manden. Siempre que no les juegues al ajedrez. Ahí son unas bazofias sádicas y cruentas, que te dan terribles palizas ya en los niveles más bajos. Claro, ellas no se distraen. Creo que fue Mark Twain quien dijo que en el ajedrez ganaba el que se cansaba después. Eso se puede aplicar a cosas como el fútbol o las maratones, claro, pero ahí entrenan para no cansarse; en cambio, el ajedrecista entrena para pensar, prever, calcular, imaginar largas series de jugadas y sus respuestas verosímiles. ¿Todo para qué? Para cansarse y en la jugada veintiocho cometer un error infantil. Tal vez Deep Blue no era tan inteligente; como Mohamed Alí, le bailoteaba alrededor al pobre Kasparov hasta que lo cansaba, y ahí... ¡páfate! le descargaba un upperjaque en la mandíbula, le lastraba un par de peones de pasada, y el otro tenía que tirar la toalla, porque no era cuestión de humillarse siguiendo hasta el final contra una máquina, con la única esperanza de que se colgara o algo así. Aunque supongo que si se colgara tendrían cómo reiniciarla y que siguiera desde donde había quedado, ¿no? Porque tampoco es cuestión de ganarle por eso.

En el club de mi barrio había dos viejos que jugaban al ajedrez. Todas las tardes en la misma mesa, horas y horas. Uno era bromista y el otro calentón. El calentón se concentraba tanto en el juego que dos por tres hacía cosas como revolver el café con un alfil, para regocijo de los mirones. Los viejos, claro, solían ganarle a cualquiera que se les atreviera (ahora que pienso, era una época sana; nunca supe que corrieran apuestas sobre el tema). Los demás jugaban contra ellos por placer, aunque perdieran. En cambio, si uno juega contra la computadora, aun contra una humilde laptop, le viene un odio mortal (de hecho, Kasparov quedó recaliente, y dijo que ya la iba a agarrar). Y lo peor es que la muy basura te permite hacer trampa: si te equivocás, podés volver atrás y hacer otra jugada. Igual te gana. Te sobra. En el club, los ajedrecistas también se sobraban, pero haciendo chistes. Porque era un club de bochas, con cantina y frontón; no un club de ajedrez. Entonces se jugaba al ajedrez como quien juega al truco. Y nadie se irritaba, o casi nadie. Pero la máquina te sobra ayudándote, con cara seria. Eso es lo peor que te pueden hacer, una máquina o una persona. Es como si jugaras al ping-pong con un cra y vieras que no te tira a matar, e igual te gana 15-0. Te dan ganas de tirarle la paleta por la cabeza. Ahora que pienso, en el club vi hacer eso alguna vez. Se ve que había alguno que jugaba al ping-pong como Deep Blue.

No hay nada más infumable que esa gente que “encontró su camino” y ha logrado acceder al siguiente nivel de sabiduría; como si el saber fuera una especie de Super Mario. Son literalmente insoportables cuando te miran con esa media sonrisa que dice “yo ya descubrí la verdad, tal vez algún día vos tengas esa suerte, pero tendrás que llegar a ella por ti mismo”. O peor, puede llegar a denotar algo como “ánimo, veo que estás en el camimo; te falta, pero pensá que yo antes estaba igual que vos”. Y si por error le llegás a decir, ponele, que hay un tema que no te cierra -sea lo que sea-, te pueden llegar a salir con cualquier divague.