En Uruguay no se sabe exactamente cuántos creyentes hay, porque en el censo de 2011 no se preguntó. De todas formas, según la Encuesta Continua de Hogares, 81% de los uruguayos dice creer en algún dios, 41% son católicos, 24% son creyentes pero no tienen ningún tipo de pertenencia institucional, y 6% (unas 200.000 personas) son evangélicos. De ellos, 1% representa a los protestantes, 3% a los pentecostales y 2% a evangélicos fundamentalistas. Estos números son casi insignificantes si se comparan con los 40 millones de evangélicos que hay en Brasil o con los 110 millones que se calcula que hay actualmente en todo el mundo.

¿Cómo los evangelistas, que en 1900 eran 50.000 en Uruguay y tenían la concepción de que la política era una cuestión demoníaca y que la religión debía practicarse de la puerta del templo hacia dentro, ahora explícitamente ocupan puestos de poder e influencia política? ¿Cómo es posible que en un país que jura sobre la Constitución y no sobre la Biblia haya legisladores evangélicos? Ayer, en el marco del programa “Partidos políticos y democracia”, que está llevando a cabo la Fundación Konrad Adenauer Stiftung en Uruguay -perteneciente al partido alemán de Angela Merkel, Unión Demócrata Cristiana-, se realizó un coloquio sobre religión y política en el que se esbozaron algunas posibles respuestas.

Desde la sociología, Néstor da Costa explicó a la diaria que aunque en Uruguay “pueda parecer muy raro”, en el resto del mundo “es normal que las personas que tienen convicciones ideológicas, religiosas, filosóficas, no las tengan que esconder en el bolsillo del saco y renegar de ellas cuando llegan a la política”. Hizo hincapié en que el quid del asunto es tener claro qué se pone por encima, si el partido político o el grupo religioso. “Pasa que las bancadas evangélicas se vuelven partidos. Acá no sería posible ni es deseable que ocurra; que los partidos coincidan con las iglesias no es bueno para la democracia, porque se pueden confundir los intereses de la ciudadanía con los de los particulares del grupo”. Da Costa considera que en Uruguay esto no sería posible, y opinó que los partidos les dejan lugar a los grupos religiosos “porque les traen votos, no porque se convenzan de que su religiosidad es importante”. Por otro lado, con respecto al rol del Estado sostuvo que hoy tiene la posibilidad “de construir una nueva laicidad, por la que nadie le pueda imponer a nadie lo que crea”. En ese ámbito, señaló que el Estado tendría que reconocer y proteger las convicciones de sus ciudadanos, mientras que el enfoque actual es “no me importa lo que creas, sacalo de acá'”.

Por otro lado, desde la teología, Nicolás Iglesias contó la historia de la iglesia evangélica en Latinoamérica y cómo, con el transcurso del tiempo, ha cambiado la noción del rol que los evangélicos deben tener en la política: ahora se piensa que “es necesario involucrarse” e influir “desde el texto bíblico”, y que “cualquiera puede llegar a estar en un lugar de incidencia”. Pasaron del lobby a la participación directa, explicó Iglesias. Respecto de cómo llegaron, destacó que además del crecimiento cuantitativo, ahora se profundizó en la acción social de las iglesias -por ejemplo, el caso de los hogares Beraca, de la organización sin fines de lucro Esalcu, perteneciente a la iglesia de corte neopentecostal Misión Vida para las Naciones-, hay muchos empresarios, tienen mayor participación y son dueños de medios de comunicación, hay profesionales. “El nivel de convicción y predicación es muy fuerte”, sentenció. El gran desafío del Estado uruguayo, dijo, es crear la sinergia suficiente para que sea posible la existencia y el respeto de una “sociedad plural en términos culturales y religiosos”.