Aunque el otoño cubano no existe, noviembre trae un poco de fresco. Atardece más temprano; el viernes a las 18.00, cuando empezó el concierto, ya se había descorrido el telón de la noche.

Desde 2010, Silvio Rodríguez va por los barrios más pobres de La Habana; canta en la calle, ante los que no podrían pagar para oírlo en un teatro. Todo empezó cuando un policía de La Corbata -arrabal profundo- le tocó a la puerta y le pidió un poco de música para los vecinos. Ésta fue la presentación número 70, y los invitados fueron el Buena Vista Social Club. Hicieron una parada en su Adiós Tour, como quien dice “un momentico, vengo enseguida”, y llegaron a dar lo mejor que tienen sin cobrar un centavo. De la Casa Blanca, donde estuvieron hace un mes, al barrio de Jesús María hay un gran trecho. O tal vez no tanto.

Los locales se mezclan con quienes siguen a Silvio en cada concierto, trashumando por la ciudad. La gente se arracima en los balcones y los padres llevan en sus hombros a los niños. Siempre está la bandera, alta y al centro, como una virgen. Otros monstruos de la música cubana han tocado en las calles con Silvio: Los Papines, Frank Fernández, la misma Omara Portuondo. Por amor al arte; a ninguno le pagaron.

Rodríguez anuncia: “Vamos a hacer una horita nada más...” y lo interrumpe un “noooooo” lastimero; “...para dar paso a los maestros”, termina. Muchos filman con celulares y tablets. “¡Silvio, te amo!”, grita una muchacha anónima. Suena “Óleo de una mujer con sombrero” y el coro se hace gigante. Finalmente, a petición del respetable, “El necio” (Me vienen a convidar a arrepentirme [...] yo me muero como viví”), que se canta como se cantan los himnos; un tema que nos viene pintado por temperamento e historia nacional.

La historia que cuentan algunos afirma que el Buena Vista sacó del abandono a figuras clásicas de la música tradicional cubana. Pero a mediados de los 90, cuando surgió el proyecto, el país entero estaba en el abandono, apenas asomando la nariz tras la crisis posterior al desplome de la URSS. Difícil es cantar si malamente se puede comer. Fuera de eso, la moda y la suerte pusieron y quitaron lo suyo; más lo uno que lo otro, y también viceversa.

Nada más aparecen en la tarima, uno no puede evitar pasar lista. Al reconocer quiénes están se notan más los que faltan, y aunque sus espíritus anden cerca, Ibrahim Ferrer, Compay Segundo y Rubén González son ausencias hondas. Incluso Eliades Ochoa, aún vital y deseoso de crear, se despidió del grupo para seguir con su Cuarteto Patria.

Empiezan con “El cuarto de Tula”. El trompetista Manuel Guajiro Mirabal se sienta; tiene 82 años. “Ésta es una canción hermosa que yo escuchaba cuando era niña -introduce Omara, zalamera-. Porque yo fui niña, ¿ustedes lo saben?”. Y se desata “Veinte años”. Casi sin descansar, “La era está pariendo un corazón”. Una vez Silvio le dijo a Omara que ella le había robado ese tema, que nunca más podría cantarlo como antes. Cualquiera le daría la razón si la escucha, con esa voz que no envejece.

Jesús Aguaje Ramos, líder de la banda, ofrece una clase magistral de trombón, y Barbarito Torres muestra cómo tocar con el laúd a la espalda. Se baila, se canta, se ríe... Realizan su trabajo como nadie; la leyenda se explica sola, fácilmente.

“Allá arriba pueden cantar, caballeros”, anima Omara a los vecinos en sus balcones, convertidos en palcos. El Buena Vista ha dado más de 1.000 conciertos en 16 años, por sus filas han pasado alrededor de 40 músicos, jóvenes entre ellos, con más energía y menos fama.

“Quizás, quizás, quizás” se alarga en puntos suspensivos. El “Chan chan” sugiere despedida y es la última pieza. Ha sido un acto bello, magnífico y decadente, como tantas cosas en este país.