Sucedió hace 40 años, cuando no se hablaba de violencia de género. No existía; no tenía nombre. Se trataba de “cosas que pasan”. Eso la hacía mucho más peligrosa. Como una enfermedad aún no descubierta, confundida con otra; muy difícilmente el médico pueda dar la medicina correcta si no sabe de su existencia.

A la edad de cinco años empecé a aprender cerámica en el taller de la Ñata. Ella vivía y trabajaba en la casa de al lado, una casa de ladrillos rojos frente al colegio de monjas de la calle Bogotá, a un par de cuadras de la playa, en el Cerro de Montevideo. Si pasan por ahí, todavía está la casa, aún frente al colegio, igualita. La Ñata era mayor que mi madre pero más joven que mi abuela; tenía el pelo negro, la nariz pequeña, consistente con su apodo, y las manos suaves. Con esas manos me guiaba hasta su taller en el galpón del fondo. Ella vivía de eso; todos los días señoras y niñas llegaban para aprender a moldear la arcilla con los utensilios y la pericia de la Ñata. Juntas pintaban los productos de aquel trabajo y los ponían en un horno enorme de donde salían servilleteros, macetas, miniaturas para la repisa. Los adornos que yo hice se fueron rompiendo con el tiempo; no me queda ni uno. Sería lindo volver a tocar alguno con los dedos sabiendo que fue tocado una vez por mi Ñata mientras me ayudaba a trabajar la arcilla acariciándola con su piel y con su voz.

La Ñata murió un sábado, mi día de cerámica. Mi cuarto lindaba con la casa de ladrillos rojos. Me desperté más temprano que lo normal con el gemido de una mujer detrás de la pared: “Mijita querida”. Salté de la cama. Mi padre estaba en el corredor. Me miró y sus ojos tenían algo más de pasión que lo acostumbrado. “Qué bien que ya te levantaste”, me dijo; “tomás la leche y te llevo a lo de los abuelos”. “Pero no puedo; tengo cerámica”. “Hoy se suspende; falleció alguien de los vecinos”. Pensé enseguida en doña Aída, la madre de la Ñata, que vivía en la casa contigua a la nuestra, al otro lado, una casita con techo de chapa como tantas del Cerro. Papá negó con la cabeza. Ahora lo sé, no podía ser doña Aída porque de ella era la voz que gemía tras la pared. Yo seguí nombrando miembros de la familia de vecinos, tíos que a veces venían; mi mente ni se atrevía a acariciar la imagen de mi Ñata. Por último, no me quedó alternativa: “¿La Ñata?”. El rostro de mi padre se desfiguró con una mueca de dolor y la voz se le quebró: “Sí, la Ñata”. No me dio por llorar. No entendía. No entendí por muchísimo tiempo; sólo supe que me quedé sin cerámica, y que nunca vi terminada una muñeca mexicana que había comenzado, con trenzas que yo quería pintar rubias y la Ñata se había reído. “¡Dónde viste una mexicana rubia! Las vamos a pintar de negro, la próxima clase”, pero nunca lo hicimos. “¿Cómo se murió?”. ““De un ataque al corazón”. Por años, ésa fue mi versión.

Pero hubo pistas misteriosas. Un compañero de clase me dijo: “En el diario vi una foto de tu casa, porque al lado el marido mató a la mujer”. “No”, decía yo, “mi vecina murió de un ataque al corazón”. Otro día hicimos una reunión familiar. Mi prima se metió en la cocina, donde yo ayudaba a mamá a preparar sándwiches y dijo: “¿Es ahí al lado donde el marido mató a la mujer?”. “No”, contestó mamá, “estás confundida. La vecina murió de un ataque al corazón”. Ni soñaba que mis padres me mentían.

Cuando en mi adolescencia volví a preguntar, mamá repitió: “un ataque al corazón”. La miré fijo y sus ojos entendieron. Entonces me contó. Cuando yo nací, la Ñata ya era viuda. Tiempo después, ella se volvió a encontrar con su primer novio. Era guarda de CUTCSA. Frente al colegio de monjas había una suerte de terminal de ómnibus. Ahí se bajaban los guardas y choferes y compraban algo en el almacén de Manolo, a tres puertas de la casa de la Ñata. Ella salía a sentarse al jardincito en las tardes en que el tiempo estaba lindo, y él la vio, reconociendo a su novia de la primera juventud. El cortejo maduro (ya tenían ambos cerca de 50 años) fue a la antigua: en el jardín, a la vista de los vecinos. Un día le pidió que se casara con él. La Ñata le contó todo a mamá. “Parecía un cuento de hadas”. Y se casaron, pero resultó que el hombre era celoso, imaginaba infidelidades y la tenía asustada. La Ñata también se lo contó a mamá, que no supo decir nada; porque la violencia de género aún no tenía nombre propio, era silenciosa y se escondía en los secretos familiares. Esa noche de viernes, él volvió enojadísimo, “sospechando” que la Ñata había estado con otro. Ella se encerró en el cuarto, según la reconstrucción de la Policía. Pero el hombre rompió la puerta y la atacó.

Mi madre se despertó con el escándalo y zarandeó a papá: “Despertate, la Ñata está gritando”. Se quedaron quietos, esperando que parara; como tantos testigos esperan que calle. Pero como la Ñata no callaba, papá se levantó y llamó por teléfono a la casa de doña Aída. Allí vivía también el Tite, uno de los hermanos de la Ñata. Le avisó de los gritos. El Tite no tenía acceso a la casa de ladrillos rojos. Así que les pidió a mis padres para subir por la azotea. Saltando sobre las tejas, el Tite llegó a una ventana, rompió el vidrio y entró para encontrar a su hermana muerta sobre la cama. “¿Cómo la mató? ¿La asfixió?”, le pregunté a mamá. “No”, suspiró, resignada, “le cortó la garganta”. Pobre Tite, ver así a la hermana. Lo cierto es que vino la Policía y encontró al marido en la cocina con la garrafa abierta, para matarse. No lo logró, llegaron antes.

Esa historia me acompaña como una especie de leyenda urbana, como si no terminara de creerla. Demoré varios días en asimilarla y llorar. Hoy veo en ella un caso típico. Porque ahora la violencia de género tiene nombre y la reconocemos en sus síntomas, aunque no queramos verla. Quizá mamá habría sabido aconsejar a mi Ñata, y papá no habría esperado tanto rato antes de actuar, si esta violencia hubiera tenido nombre 40 años atrás. Y yo tendría en la repisa a la mexicana de cerámica.