Retazos de gris, de ocre, de rosado; los bordes tan ásperos. Figuras de alquitrán, siluetas de aceite, borrones de agua. Veredas gastadas, quebradas, manchadas. Veredas eternas, usadas: pequeño damero, tablero infinito, cuadrícula hispánica. Esquinas rotundas. El sol en la tarde. La mirada larga.

En estos días se aprecia un cambio repentino en las pequeñas calles de la Ciudad Vieja, una operación que avanza con frenesí y de a poco se instala: las viejas losetas de granito -y las baldosas calcáreas- son sustituidas por un plano continuo de hormigón peinado. Esta medida del gobierno departamental forma parte de un plan que incluye otras iniciativas, como la inserción de núcleos verdes en el paisaje agrisado de la Ciudad Vieja.

Por obra de esta operación, el atávico plano de traza imperfecta se borra bajo un manto liso y unitario que ya cubre tramos enteros, sordo ante las cotidianas expresiones de alarma y sorpresa. Sí, el cambio ha sorprendido a muchos y alarmado a unos cuantos, que ven diluirse bajo sus propios pies el antiguo esquema. Ha sembrado, ante todo, la pregunta por el móvil de la iniciativa, por sus fundamentos: el por qué y el para qué de algo que se vive casi como un atropello. Una pregunta quizá innecesaria en tanto admite una apurada y saludable respuesta: se trata de mejorar el estado de las veredas y asegurar la cómoda circulación por ellas.

Pero esta confiada respuesta no evita por sí misma el mudo recelo ni la discrepancia abierta: a primera vista, la medida parece arbitraria y caprichosa, sin claro sustento. Y no cabe aquí marcar el error, porque los asuntos urbanos no son ecuaciones aritméticas. Aquí no hay error sino una apreciable torpeza: la operación hace ruido, perturba, molesta; y lo hace porque crece indiferente ante el singular carácter de la Ciudad Vieja. Y esto no es más que una opinión como tantas, un modo de mirar el problema.

¿Pero qué hay detrás de esta afirmación? ¿Cuáles son sus presuntos argumentos? Este reclamo inquisidor puede ser satisfecho en términos legales, dado el estatuto de la Ciudad Vieja: como es sabido, se concentran allí edificios patrimoniales de variadas épocas, piedras preciosas que se combinan en un área muy pequeña. Pero el propio trazado cuenta en este caso con protección formal: el viejo damero dispuesto “a medios rumbos” por el modelo indiano es Monumento Histórico Nacional y, por ende, debe ser tratado con cuidado y esmero. Sin embargo, dicha figura legal sólo atañe al trazado como tal y no puede hacerse extensivo a su definición concreta: la protección ha sido asignada a la cuadrícula pero no al aspecto que asume en los hechos, no afecta al embaldosado sino a la matriz geométrica. Con esta observación el argumento legal se revela insuficiente y puede darse por tierra.

De todos modos, creo que en este caso la crítica no debe ampararse en cuestiones formales -de derecho- sino en algo previo: lo que importa aquí es el modo y el grado en que la operación emprendida afecta al casco histórico en los hechos. Y en este sentido, la solución adoptada me parece del todo imperfecta: termina con las baldosas rotas, pero a cambio nos deja una gran pobreza. Bien mirado, y con ojos atentos, resulta claro que este manto de hormigón no está a la altura de su contexto: parece sacado de otro lado, ajeno al talante de lo que lo rodea. Y aunque no altera las proporciones ni el giro de la cuadrícula, devalúa su materialidad, como si la aplastara contra el suelo. En suma, la afecta de modo directo. Para peor, crea sus propios problemas: basta observar algunos flamantes paños que ya exhiben algunas grietas, o imaginar el aporte polícromo que muchos querrán dejar sobre este generoso lienzo.

Y no quiero hacer aquí un elogio de las viejas baldosas ni de las gruesas losetas. Sólo quiero decir que la operación en curso trasunta una aguda incomprensión, una especie de ceguera ante el lugar y sus sugerencias. Porque este pedacito de ciudad gris está hecho de materiales nobles y de formas eternas. Porque tiene algo que decir, y debe ser escuchado sin tomar atajos, con toda paciencia.

Sobre la autora

Laura Alemán es arquitecta e investigadora. Ha dirigido el Instituto de Historia de la Facultad de Arquitectura (Universidad de la República) y es autora de Hilos rotos: ideas de la ciudad en el Uruguay del siglo XX.