La primera vez que vi a Pablo Carlevaro fue a fines del año 77 o principios del 78 en un acto en homenaje a Artigas. El estaba exiliado en Cuba y mi familia también y ese acto era uno más entre los muchos que convocaban a la comunidad latinoamericana refugiada en la isla en esos años de dictaduras en casi todo el continente. Yo había crecido escuchando los discursos de Fidel, que era capaz de cautivar a un auditorio durante horas, de modo que no era fácil impresionarme en ese plano. Ese día la oratoria de Pablo me impactó: su lenguaje expresaba una profundidad de pensamiento y una pasión que llegaba muy hondo. Unos meses después comencé a salir con la que se convertiría en mi compañera de toda la vida y entre las maravillas que me regaló el destino estaba su padre que se convertiría a lo largo de estos años también en un padre para mí. El lenguaje, como la mirada, es una ventana al alma y por eso los buenos poetas son capaces de expresar la esencia de un pueblo. He pensado mucho en Pablo en estos largos meses de despedida y una de las imágenes recurrentes ha sido llamarlo poeta. Hace unos días le pregunté si había escrito poesía, yo estaba seguro de que sí. Me respondió que no. Yo creo que fue un poeta.

¿Cómo definir al Pablo que conocí? Intentaré describirlo con algunos trazos de un esbozo apenas tentativo. Es una tarea difícil en estos momentos.

Cuando entró en mi vida yo era muy joven y no podía imaginar la magnitud de su significación en el contexto del Uruguay. Me encontré con el padre afectuoso de una familia en el exilio, el hombre culto que amaba la música clásica y el deporte, el amigo, el luchador contra la dictadura. Su actividad académica en esos años estaba centrada en la investigación y la docencia en el Instituto Superior de Ciencias Médicas de La Habana. Lo veía construir modelos matemáticos de fenómenos fisiológicos. Fue en esos años, por ejemplo, que propuso el Sistema Aterométrico, una metodología para identificar y cuantificar las lesiones ateroscleróticas que fue adoptada internacionalmente por su rigor. Años después fui encontrando indicios de la influencia que Pablo tuvo en el desarrollo de la ciencia en el Uruguay, de la que otros podrán dar testimonio y él nunca hizo ostentación. Su pasión por la extensión universitaria y la enseñanza hace que muchos ni sospechen que estuvo presente en el origen de procesos que hoy forman parte de los desarrollos más relevantes de la investigación nacional. El impulso a la investigación en biofísica, de cuyo departamento fue Profesor Titular. El desarrollo de la investigación en oncología que empezó antes de la dictadura y se concretó luego de la recuperación democrática con el Laboratorio de Oncología Básica y Biología Molecular y el desarrollo clínico liderado por el Dr. Musé. La creación del Centro de Investigaciones Nucleares. Estos son sólo algunos, cada uno de ellos tiene su propia descendencia académica.

Bajo su impulso se creó el Núcleo de Ingeniería Biomédica entre las Facultades de Ingeniería y Medicina. Él mismo fue un hombre interdisciplinario, en una época en que estaba menos de moda que ahora. Su curiosidad lo llevó a sumar a su formación en medicina, estudios de matemática y electrónica en la Facultad de Ingeniería. De ese modo pudo desarrollar la biofísica que fue su lugar académico en la Universidad. Siempre supo que era necesario combinar saberes y ello no sólo en la creación de conocimiento. El programa Aprendizaje-Extensión (APEX) que impulsó en el Cerro, llevaba en las entrañas la idea de articular todas las disciplinas para abordar los problemas complejos que plantea la vida real. El Plan de Estudios 68 de la carrera de Medicina, cuyo diseño y puesta en marcha lideró, era un intento por vincular todos los saberes que hacen a esa profesión, poniendo al ser humano en el centro.

Pablo nunca se mantuvo en los cauces estrechos de una disciplina o una profesión. Quizás por eso se involucró tan profundamente con sectores muy diversos de la realidad universitaria. Apoyó desde su lugar en la década del 60 la experiencia pionera de descentralización universitaria en la que sería la Estación Experimental Mario Cassinoni de la Facultad de Agronomía en Paysandú. Colaboró con el Instituto Escuela Nacional de Bellas Artes en la discusión fermental de su proyecto educativo, impulsó la jerarquización de la salud mental en el país, fue parte de la comisión que estudió asuntos ligados a la nueva política de drogas que el Uruguay está impulsando, entre muchos otros lugares que tuvieron el privilegio de su colaboración.

No se puede pensar en Pablo sin evocar a la Extensión Universitaria que impulsó con todas sus fuerzas. Como dirigente estudiantil fue protagonista de las luchas que consiguieron institucionalizar en el Uruguay el cogobierno y la autonomía de la educación universitaria y lograron en la misma época la creación del Hospital de Clínicas. Fue un protagonista del proceso que culminó en la Ley Orgánica universitaria de 1958, tanto en el claustro como en la calle, donde se enfrentaba la represión bajo la consigna “obreros y estudiantes, unidos y adelante”. En una de esas manifestaciones le rompieron la muñeca de un sablazo cuando la interpuso para evitar el golpe en la cabeza de su hermano. Como universitario fue constructor de una experiencia concreta, quizás una de las más acabadas en América Latina, de realización de las ideas de la Reforma Universitaria de raíz cordobesa. Para él construir Universidad implicaba un desarrollo científico de vanguardia y una educación capaz de despertar la capacidad reflexiva y crítica de los jóvenes. Pero eso sólo no bastaba, era necesario el compromiso social, la formación ética que se encuentra en el contacto directo con la realidad social, la articulación virtuosa entre el saber y el hacer. A ello dedicó mucha energía, puso todo su prestigio y su capacidad al servicio de esa idea y se jugó por ello, como siempre. El Hospital de Clínicas debía ser un lugar de atención de calidad, de formación de recursos humanos al más alto nivel, de investigación básica y clínica, de articulación de saberes. El proyecto APEX, cuyos antecedentes se remontan al período previo a la dictadura, fue una patriada que movilizó a muchos docentes y estudiantes para articular enseñanza, investigación y extensión, con participación directa de la comunidad del Cerro en que estaba inserto el programa. A ello dedicó muchos años de su vida como docente universitario, en un esfuerzo por mostrar con el ejemplo y la coherencia personal que era posible convertir ese sueño en realidad. No siempre fue entendido en nuestro medio a pesar de que causó admiración en otras latitudes. Pero la semilla fue sembrada y se reproduce. Generaciones de universitarios pasaron por el APEX y por otras experiencias similares. Se trata de un activo valioso que tiene nuestra Universidad que hay que preservar, cuidar, desarrollar, y que se refuerza con la curricularización de la extensión en todas sus carreras que sin dudas tiene mucho que ver con su prédica. ¿Seremos capaces de estar a la altura de semejante reto?

Pablo ejercía un liderazgo natural alimentado por su inteligencia, su pasión y su coherencia. Era humilde y rechazaba honores y homenajes, pero la admiración y el respeto lo rodeaban siempre. Son muchos los que, empujados por su capacidad de persuasión y la confianza que emanaba de su trabajo, se sumaron a proyectos transformadores de la realidad. Así fue en sus inicios como líder estudiantil, así cuando asumió el decanato de la Facultad de Medicina y movilizó tanta energía para transformar la enseñanza y consolidar las bases de su desarrollo científico, así cuando lanzó el programa APEX. ¿Cuántos universitarios volvieron al país después del 85, seguros de poder contribuir junto a él en la reconstrucción institucional luego de los años negros de la intervención y la dictadura? ¿Cuántos universitarios de hoy tienen en su pasado el impulso desinteresado y fraterno de su energía?

Pablo era un hombre libre, de sensibilidad libertaria. Su concepción de la medicina estuvo sin duda influenciada por su padre, gran ginecólogo y humanista que rechazó siempre la mercantilización de la profesión médica, dedicó su vida a su servicio en el hospital, a sus pacientes y al sindicato médico, que presidió y al morir no tenía ni casa ni auto propios. Al decir de su querida hermana: “la coherencia, la solidaridad, la ética, la mamó en ese hogar de trabajo y decencia, donde el respeto al otro y los afectos se vivían cotidianamente. Mi vieja fue una leona peleando en las difíciles y negándose a las prebendas que mi viejo hubiera rechazado. Mis tíos Augusta y Bonilla fueron siempre los que contribuyeron -desde la humildad del trabajo práctico- a que eso fuera posible, ocupándose de los aspectos cotidianos”. Recibió desde muy joven la influencia de las ideas de su tío Virgilio Bottero y de José B. Gomensoro, que fueron a luchar por la República Española junto a otros anarquistas uruguayos y se sumaron así a ese río enorme de generosidad que marcó a fuego a la sensibilidad de izquierda en todo el mundo. Una figura de enorme influencia en su formación intelectual fue Luce Fabbri. Veo aún su imagen, emocionado, en su funeral. Cuando era niño conoció en la casa de su abuela en Las Piedras a Simón Radowitzky, luchador anarquista refugiado en Uruguay en esos años que causó profundo impacto en su mente juvenil. Recuerdo su enojo cuando descubrió la forma en que la historia oficial que aprendíamos en Cuba ignoraba por completo o distorsionaba el aporte de los anarquistas a la historia del movimiento revolucionario mundial. Uno de sus autores favoritos era Rafael Barrett. A su lado aprendí que el ideal anarquista es una sociedad de iguales, muy lejana de la imagen construida del caos y el desgobierno, y que ello es posible. Sus opiniones eran sólidas, apasionadas pero llenas de la seguridad que da la razón.

Rechazaba visceralmente el autoritarismo. Concebía el acto educativo como un intercambio entre seres pensantes, donde el rol del docente era acompañar el proceso de construcción de pensamiento propio. Su liderazgo universitario estaba basado en la coherencia entre pensamiento y acción, en la fuerza de sus ideas, en su generosidad de espíritu. Nunca en la imposición o la autoridad formal.

Pablo no era un hombre de medias tintas, decía lo que pensaba y lo decía con una fuerza y una oratoria que era difícil rebatir. Era muy crítico siempre, con un rigor que sólo se perdonaba porque lo aplicaba también a sí mismo. No pocos sufrieron sus críticas y sin embargo todos lo respetaron siempre, incluso sus enemigos políticos, que veían en él a un hombre derecho, honesto, coherente. Muy temprano descubrí que para él uno de los peores epítetos era calificar a alguien de “político”. Quería decir con ello que esa persona amoldaba sus ideas a las circunstancias, era inconsecuente, eventualmente timorato. Y sin embargo su vida fue profundamente política pues la dedicó entera a ayudar a sus semejantes, a transformar la realidad, a construir un futuro mejor. Bajo esa luz hay que interpretar sus ideas sobre la autonomía de la educación. Para él la educación debe estar libre de la influencia de los poderes religiosos, económicos y políticos, cuyas agendas responden a lógicas propias bastante alejadas del interés general. Ello incluye la autonomía consagrada en la ley, del gobierno universitario respecto al gobierno nacional, pero también la autonomía respecto a los partidos políticos que intervienen de mil maneras en el cogobierno de la Universidad con fines propios. Fueron muchas sus intervenciones en contra del uso de los espacios de gobierno universitario para fines ajenos por parte de los partidos políticos. Esa autonomía no tendría sentido si la Universidad no estuviera conectada de mil maneras con la realidad social a la que se debe y ese es un aspecto central de la importancia de la extensión universitaria.

Sus ideas, su actitud militante, sus acciones para la transformación efectiva de la Universidad, el liderazgo moral que ejercía sobre una juventud que luchaba, todo lo señalaba como un actor a neutralizar cuando se impuso la barbarie de la dictadura. Tuvo la suerte de estar en Buenos Aires el fin de semana que se desató la intervención de la Universidad y por ello escapó a la cárcel. Allí empezó su exilio que lo retuvo un año en la Argentina que empezaba a sufrir desapariciones y asesinatos. Pablo y su compañera de entonces, Susana Cukovich, fueron secuestrados por un grupo de civil y, por una suerte del destino, liberados horas después. Un funcionario le hizo el favor de sugerirle que se fuera pues su vida corría peligro. La Cuba generosa lo acogió durante cinco años y luego el México amigo otros cinco. Fueron años de intensa militancia contra la dictadura, de estudio, de vida familiar, una vida bien diferente de la que había llevado hasta entonces. La familia estaba disgregada, algunos en la cárcel, otros en el exilio, otros en el Uruguay. Fue la época en que lo conocí. El fin de la dictadura significó su retorno inmediato al Uruguay. Fue emocionante saber que lo reclamaban para ser nuevamente Decano, como si el paréntesis negro de la tiranía hubiera sido incapaz de borrar su recuerdo entre los universitarios, a pesar de la distancia, el tiempo y la infamia. Volvió cargado de energía y de ideas. Había aprendido mucho en otros lados, y seguía siendo el mismo en todo lo esencial. Era un eterno joven a juzgar por su energía y sus ideas. Trabajó como Decano hasta que cumplió los 65 años y según la norma debió jubilarse de su cargo de Profesor. Entonces se dedicó todavía otros diez años a impulsar con fuerza el APEX.

Pablo era un hombre bueno. El número de amigos parecía infinito, y su memoria prodigiosa recordaba aspectos de lo más diversos: anécdotas, amores futboleros, historias compartidas. Esa era otra faceta de su humanidad, sus amigos podían contar con él siempre. Muchas veces lo vi preocuparse por la salud, la formación, el afecto. Tenía muchos amigos lo mismo en el ámbito universitario que entre la hinchada de su querido Wanderers o entre los vecinos de Santa Lucía del Este o el Kiyú, balnearios que supo disfrutar por años. Tenía fascinación por los niños. Con ese humor que lo caracterizaba los molestaba y entraba en diálogo con ellos, los empujaba a hacer deportes o los llevaba al fútbol, les cultivaba el gusto por la música clásica o les regalaba algún libro que quizás despertara en ellos una pasión dormida. En los últimos días de su vida, cuando ya casi no tenía fuerzas, la presencia de sus bisnietos dibujaba enseguida una sonrisa en su cara. Era mágico ver esa conexión profunda entre un hombre que había vivido ya muchas vidas y unos bebes que apenas comienzan a transitar su aventura vital.

Su primera esposa, Lía Zeiter, murió muy joven. Tenía apenas 39 años y dejó tres hijos de 12, 8 y 6 años. Desde entonces fue para ellos padre y madre, les dio un calor muy especial siempre. Se hacía tiempo, en medio de la vorágine del trabajo y la agitación de los años sesenta, para ir a almorzar cada día con sus hijos, jugar con ellos, llevarlos a pasear. Años después me impactó la presencia de Lía en la vida cotidiana de la familia, ella estaba allí presente, como si no se hubiera ido nunca su gran amor de juventud. Con su segunda esposa tuvo dos hijos más. A todos dedicó tiempo, diálogo, amor. Compartió los últimos veinte años de su vida con su compañera Teresita Francia que fue su otro gran amor. Pudo disfrutar intensamente a sus nietos y fue para ellos un abuelo muy presente. Mi compañera y yo vinimos a vivir al Uruguay hace más de veinte años y uno de los privilegios que esa decisión nos regaló fue que nuestros tres hijos crecieran cerca de semejante abuelo. Los llevaba al fútbol cada semana a acompañar a su querido Wanderers. En una época en que siempre perdían, bromeando le reprochamos que hiciera sufrir a los niños con ese equipo y contestó “es bueno que aprendan que en la vida no siempre se puede ganar”. Venía a cenar regularmente y pasamos largas temporadas juntos en la playa. Esos tiempos estaban llenos de caminatas, baños de mar, ajedrez, truco, música, conversación, humor, riego de plantas (otra de sus pasiones).

Pablo era un eterno joven. Sus ideas siempre eran frescas y hacía que ciertas utopías parecieran posibles. Su energía parecía inagotable. En este último año luchó cada día por vivir, hacía ejercicios, leía, discutía, no dejaba que el desánimo lo invadiera. La última semana, cuando ya la fuerza física lo había abandonado, seguía pensando y buscando la forma de aportar. En esos días dictó un artículo sobre educación.

Creo que Pablo vivió para los otros, pensando siempre en los demás, y eso es algo bastante único. Hofstadter sostiene en su libro “I am a strange loop” que somos esencialmente la suma del reflejo de nuestro ser que, a través de la percepción, se crea en las mentes de los otros. De ese modo no morimos realmente al desaparecer físicamente, pues quedan aún en las mentes de nuestros contemporáneos partes dispersas de ese ser que fuimos. Cuando muere la totalidad de quienes nos conocieron terminamos de morir nosotros. Pienso que algunos son capaces de seguir por generaciones en la mente de otros y otros y otros. Aquellos que marcaron tan profundamente su época que se convirtieron en referentes de tantos.

Los franceses usan una expresión para designar a ciertas personalidades que marcan una época. Dicen “maître à penser”, es decir alguien que enseña a pensar. En estos días me ha venido una y otra vez esa expresión a la mente cuando pienso en nuestro Pablo. Él me enseñó no sólo a pensar sino también a ser.