En la década de 1980 Uruguay era el único país de América del Sur que no contaba con grupos indígenas que vivieran en su territorio, identidad que se apoyaba en el “exterminio” ocurrido durante la primera mitad del siglo XIX, y cuyo hito fundamental era Salsipuedes, matanza ocurrida en 1831. Ya en 1925, el Libro del Centenario (publicado por el Ministerio de Instrucción Pública) subrayaba que Uruguay era “la única nación de América que puede hacer la afirmación categórica de que dentro de sus límites territoriales no contiene un solo núcleo que recuerde su población aborigen”. Años después, el investigador brasileño Darcy Ribeiro (1969) lo incluía dentro de la “configuración histórico-cultural de Pueblo Transplantado”, formada por poblaciones venidas de Europa y que habían mantenido su perfil étnico, su lengua y su cultura. Tal vez la única referencia disonante la daba Eduardo Acosta y Lara, quien había encontrado en Tacuarembó descendientes del cacique charrúa Sepé, además del registro histórico de guaraníes misioneros en archivos eclesiásticos realizado por Rodolfo González Rissotto y Susana Rodríguez Varese.
Sin embargo, a fines de esa década, y paralelamente al inicio de estudios genéticos que abren interrogantes acerca de aportes no europeos (como el realizado sobre la “mancha mongólica”), comienzan a organizarse descendientes de indígenas, de charrúas primero, y de diversos grupos étnicos más tarde. Inicialmente, era requisito declarar la existencia de algún ancestro indígena, aunque la determinación de la etnia a la que pudiera haber pertenecido fuera generalmente dudosa. En 1997, en la Encuesta Nacional de Hogares (Instituto Nacional de Estadística) 0,4% de la población (extrapolando, unas 12.000 personas) se declaró de “raza” indígena o “indígena-blanca”. Estudios genéticos en un grupo de descendientes de indígenas mostraron que, en promedio, tenían 12% de genes indígenas, lo que equivaldría a poseer un bisabuelo indígena; curiosamente, en una muestra de población tomada al azar en Tacuarembó, el porcentaje de genes indígenas fue casi del doble.
Actualmente, el Consejo de la Nación Charrúa (Conacha) incluye no sólo descendientes sino personas que adoptan como identidad principal la indígena. Sin entrar a discutir la adscripción étnica en cuanto al grupo (considero que, hoy en día, luego de más de un siglo de ruptura, la determinación de la etnia de origen puede ser un ejercicio restringido sólo a unos pocos), ser indio en Uruguay es una realidad. En el Censo de 2011, 2,4% de la población uruguaya declaró la ancestría indígena como principal, y casi el doble (4,5%) señaló poseer al menos un ancestro indígena, cifras que son, sin embargo, muy bajas, ya que, como se dijo, por lo menos un tercio de la población posee origen indígena por línea materna (análisis de ADN mitocondrial), variable en distintas regiones del país.
A partir de lo expuesto se debe subrayar dos aspectos: por una parte, la discordancia entre la ancestría aceptada y los datos genéticos; por otra, qué significa ser “indio” en Uruguay. Ambos aspectos pueden resumirse en uno, relacionado a la ruptura entre el pasado y el presente, el ocultamiento y la falta de referencia sobre ancestros no europeos, la lejanía en el tiempo, y tal vez el hecho de que el aporte indígena provenga fundamentalmente por vía femenina; la conjunción de estos elementos redunda en la invisibilidad de los indígenas a partir de Salsipuedes. Por otra parte, ser “indio” en América tiene más de un significado. En muchos países andinos, donde las etnias indígenas priman por sobre el resto de la población, indio se considera solamente a aquél que “vive” como indígena: habla una lengua nativa, viste ropas tradicionales y habita en una comunidad indígena. Sin embargo, no es el único criterio; por ejemplo, en América del Norte depende de los datos genealógicos, es decir, de poseer ancestros de una etnia indígena. Incluso en este último caso existe un doble criterio, ya que para distintas tribus la pertenencia no depende de poseer un ancestro sino también de cómo se transmita esa pertenencia (por ejemplo, patrilineal o matrilinealmente). ¿Es Uruguay diferente? ¿Por qué debiera utilizarse el concepto “andino” de indio y no este último?
Es claro que en Uruguay, como en otras partes, se ha producido una ruptura con el pasado, por la que se han perdido lenguas, costumbres y otros elementos culturales imposibles de recobrar. Esto dificulta la determinación de la existencia de ancestros indígenas, algo que está demostrado por el hecho de que sólo 4,5% de la población los reconoce, mientras que más de un millón de personas (un tercio) son descendientes de indígenas pero lo ignoran. Una naciente nueva identidad nacional, basada en el reconocimiento de las minorías y en la revisión histórica, unido a estudios científicos que revelan ancestrías diversas, puede colaborar para recobrar la rica diversidad poblacional de Uruguay.
La autora
Mónica Sans es licenciada en Ciencias Antropológicas con especialización en Prehistoria y Arqueología (Universidad de la República, Udelar); magíster y doctora en Ciencias Biológicas con especialización en Genética (Programa de Desarrollo de las Ciencias Básicas, Pedeciba-Udelar); profesora titular y directora del Departamento de Antropología Biológica y coordinadora del Instituto de Ciencias Antropológicas (Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Udelar); investigadora del Sistema Nacional de Investigadores (Agencia Nacional de Investigación e Innovación) y del Pedeciba; codirectora del Polo de Desarrollo Universitario Diversidad Genética Humana (Centro Universitario de Tacuarembó-Udelar); y asesora de proyectos internacionales. Fue directora de la Licenciatura en Biología Humana (Udelar), presidenta de la Asociación Latinoamericana de Antropología Biológica, de la Sociedad Uruguaya de Genética, y de distintos comités editoriales en el extranjero.