¿Es posible que las leyes del mundo estén escritas en un lenguaje comprensible para los humanos? ¿Es posible que las matemáticas estén detrás de todos los fenómenos de la naturaleza? Es difícil dar una respuesta definitiva a estas preguntas, pero la física es una disciplina que intenta llevar esta posibilidad hasta el límite.

Curiosamente, la primera corriente de pensamiento de la que tenemos registro que adhirió a este credo surgió hace unos 2.400 años, en Grecia. Cuenta la leyenda que un hombre que había sido un gran pugilista en las Olimpíadas pasaba cerca de una herrería cuando le llamó la atención la diferencia de tono de los sonidos generados al golpear en yunques de distintos tamaños. ¿Habría alguna regularidad oculta en ese hecho? Luego, experimentando con cuerdas de distintas longitudes, encontró interesantes regularidades matemáticas que generaban combinaciones de sonidos agradables. A partir de allí, los pitagóricos tomaron como uno de sus dogmas el poder de las matemáticas para describir el mundo. El desarrollo de la física (y prácticamente de todas las ciencias) muestra la fertilidad de esta idea, aunque no necesariamente su validez última. Podemos decir, entonces, que el estudio de la música y la física tienen un origen común.

En mi experiencia como investigador y divulgador científico del Instituto de Física de la Facultad de Ciencias, esa unión me llegó de un modo bastante particular. En 2008, publicamos junto con mi amigo y colaborador Andrés Rinderknecht (curador de paleontología del Museo Nacional de Historia Natural) un artículo sobre la posibilidad de comunicación por infrasonidos, cuya frecuencia no es audible por el oído humano, entre grandes perezosos fósiles extinguidos hace unos 10.000 años. ¿Cómo es esto posible si, al decir de Andrés, los sonidos no se fosilizan? Es cierto, pero los huesos del oído medio (yunque, estribo y martillo) sí lo pueden hacer, así como estructuras del cráneo relacionadas con la producción de sonido. En aquel trabajo, usamos precisamente métodos físico-matemáticos para determinar las frecuencias que estos animales habrían escuchado, así como las que habrían emitido con eficiencia. Los resultados mostraron una coincidencia entre ambas y que además esas frecuencias correspondían a las de sonidos muy graves. Estos sonidos son adecuados para la comunicación a larga distancia, ya que son muy poco afectados por los accidentes del entorno e incluso pueden generar ondas sísmicas de superficie que, en ciertas condiciones, viajan en forma más eficiente que el sonido en el aire. Existe numerosa evidencia de que un mecanismo similar es utilizado por los elefantes actuales para comunicarse a larga distancia.

En trabajos posteriores comprobamos que esto también ocurre en perezosos de distintos tamaños. Que las frecuencias sean similares en animales de tamaños muy distintos muestra que lo importante no es el tamaño del animal (algo que suele determinar el tono de la voz de un mamífero), sino ajustar sus llamadas a las frecuencias que mejor pueden viajar largas distancias. También publicamos con mi amigo biólogo y colaborador Washington Jones un trabajo más reciente (2014) en el que estudiamos perezosos más antiguos y pequeños. Allí también encontramos similares adaptaciones para la comunicación en algunas especies.

Todo esto parece un trabajo detectivesco interesante, pero ¿qué mensaje más profundo y relevante ocultan estos animales al enviar desde la prehistoria sus cantos infrasónicos a través de las praderas sudamericanas? Para eso es necesario ir un poquito más allá del trabajo científico. Fue así que, al hablar de estos animales y sus cantos en distintas charlas de divulgación, empezamos a recurrir a instrumentos musicales que representaran las características de sus sonidos pero que también transmitieran algo de la emoción asociada. Comenzamos a leer sobre cómo los animales usan los sonidos y qué intentan comunicar. Hay desde llamados de alerta por la presencia de predadores hasta avisos de la presencia de fuentes de agua, pasando, por supuesto, por los cantos de cortejo para atraer a una potencial pareja sexual. Y en las vocalizaciones de los mamíferos parece haber ciertas características universales que se pueden vincular con el tipo de emoción que las genera. Todo esto nos llevó inevitablemente a la música humana y su capacidad para codificar y generar emociones, y a interesarnos sobre la mirada que la ciencia nos ofrece sobre fenómenos de la música popular, como la de los Beatles.

La relación ciencia-música de los Beatles ha inspirado múltiples reflexiones y diversas acciones, desde el estudio del acorde inicial de “A Hard Day’s Night” por métodos matemáticos hasta el envío a la estrella polar de la canción “Across the Universe” codificada en ondas de radio, o el análisis de la ciencia del sueño relacionado con la creación de “Yesterday” y la relación de los Beatles con la tecnología de las tomografías. Pero lo más interesante es analizar el paralelismo entre los tópicos de las canciones de los Beatles y los motivos que hacen de la música un rasgo relevante en la evolución de nuestra especie. Y así es que consideramos a la música como un lenguaje emocional primitivo, como herramienta de cortejo, como canción de cuna y como elemento de cohesión de los grupos humanos. Como escribí en el libro Los Beatles y la ciencia: “Considerar a los Beatles desde la perspectiva de la ciencia es descubrir que estamos frente a una encarnación moderna de algo muy antiguo. El ritmo, el canto, el baile, las emociones y pensar acerca del mundo parecen cosas tan inevitables para los seres humanos como el latido del corazón, la respiración y las sensaciones que despierta una brisa sobre nuestra piel. Me gusta creer que el pasado remoto, nuestra esencia se comunica con nosotros a través de la música y también de la ciencia”.

El autor

Ernesto Blanco es profesor agregado del Instituto de Física de la Facultad de Ciencias, de la Universidad de la República (Udelar). Es licenciado, magíster y doctor en Física (Udelar) e investigador nivel II del Sistema Nacional de Investigadores de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación. Investiga fundamentalmente en temas de paleobiomecánica. Es divulgador científico y ha sido coguionista y conductor de los programas emitidos por TNU Superhéroes de la física (2011, 2013) y Paleodetectives (2015). Es autor del libro Los Beatles y la ciencia (2015), de la colección Ciencia que ladra, de la editorial Siglo XXI.