En medio de la noche se abre un portón que habilita el acceso. El público bordea, por el costado exterior, el Espacio de Arte Contemporáneo (EAC), mientras lo flanquean la oscuridad y un imponente palomar abandonado. Como si se estuviera dentro de un largo plano secuencia que pautara el ritmo inicial de una película, el final del recorrido da a un living-comedor despintado, que confirma el clima de la pieza: lo ominoso permanecerá latente a lo largo de toda la función, y las inciertas puertas y ventanas laterales custodiarán la escena. En lo argumental, el espectador será abducido por una atmósfera similar: una célula clandestina organiza una acción que, como la mayoría de las veces, se complica. El objetivo es secuestrar a un dictador y, a partir de ese hecho consumado, negociar un acuerdo que ponga fin a una guerra larga y extenuante. Ésa es la acción que se desarrolla, precisamente, en esta ex cárcel de Miguelete que hoy sobrevive transformada en el EAC.

Por todos los santos, escrita y dirigida por Darío Campalans, es una obra estructurada por un borde incómodo en el que todo está a punto de suceder, y en el que los personajes ponen el dedo en la llaga del mundo sin intención de quitarlo de allí. Así trascurren los vaivenes entre la líder de la célula, alias Mamá, los integrantes de siempre y los recién llegados. Las actuaciones, pese al número de intérpretes en escena, despliegan y sostienen cada papel de modo solvente, sin que se pierdan de vista la psicología, las gestualidades o los caracteres de los personajes. El cuerpo de actores proviene de trabajos y espacios distintos, lo que parece contribuir a la construcción de ese grupo delirante, sin que jamás decaiga en interés ni en argumento, lo que revela a Campalans como un gran director de actores. El elenco está integrado por Soledad Pelayo y Óscar Pernas (que participaron en el largo proceso de Bienvenido a casa, última obra de Roberto Suárez), Horacio Camandule, Inés Cruces, Cecilia Argüeyo, Rodolfo Coira, Emanuel Sobré (protagonista de las últimas obras de Fernando Nieto) y Pablo Tate (que, junto a Campalans, participó en Esperpento, el insolvente niño distinto, una propuesta de teatro callejero que se estrenó en La Tierrita). Esto contribuye no sólo al desarrollo de la historia, sino también a mantener un logradísimo ritmo narrativo: con una clara reminiscencia de los climas típicos de David Lynch, y con un vago recuerdo de ciertos trastornos de la mencionada Bienvenido a casa, en Por todos los santos la aproximación al misterio y a lo siniestro es casi lúdica, y lo inquietante permanece de manera constante, incluso cuando el absurdo, en algunos casos, interpone la comedia a la tragedia, y cuando la violencia se impone en los vínculos y en los cuerpos.

En esta ex cárcel, de la que sobreviven paredes despintadas y puertas y ventanas ocultas, también quedan los personajes, perdidos y desgastados por una guerra que parece concluir a cambio de su dignidad. No hay triunfos, ni vencidos ni vencedores, sino una comedia trágica sobre esa lucha que, a fin de cuentas, parece difuminarse.

Aquí el pasado no es un sitio a redescubrir, sino que se construye desde ahí y, más aun, desde el presente. Est a obra es también una propuesta que interpela a las narrativas de la historia reciente, tanto en lo que tiene que ver con lo simbólico como en lo referido a sus reformulaciones, sus deformaciones, sus espacios en blanco y sus ficciones.

Como ya se ha sostenido en varias ocasiones, el pasado no es algo clausurado ni inmodificable. En Por todos los santos, una lista de nombres y la entrega de mando podría ser el camino, pero al final todo parece perdido en el delirio, y la conquista se diluye. El cierre de la obra -que preservamos- recuerda la maldición de Cien años de soledad, en la que la descendencia de los Buendía temía tener un bebé con cola de cerdo. Cuando sucede, y la modernidad ya se ha instalado en el pueblo, esos padres sueñan con una operación que lo solucione. Pero la maldición es real, y la malformación de ese recién nacido constituye una prueba irrefutable de que la familia está corrompida. Aquí los personajes no serán devorados por un ejército de hormigas, pero se enfrentarán a sus propios desechos. En este caso no parecen condenados a la desaparición, y ésa es, si se quiere, su única posibilidad de redención.