Esta película parece un objeto anacrónico de fines de los años 80, cuando films de acción como Salvador, El año que vivimos en peligro o Bajo fuego funcionaban simultáneamente como películas bélicas y como visiones críticas de la política exterior de Estados Unidos. A pesar del clima políticamente conservador y reaccionario que imperaba en ese país en aquellos tiempos, el cine mantuvo cierta visión crítica que hizo que Hollywood volviera a ser -como en los años previos a la caza de brujas macartista- un bastión progresista en un país feroz. Sin escape se parece, formalmente, un poco a aquellas películas, aunque se trata de un producto mucho más hipócrita y desvergonzadamente comercial. Sin embargo, si uno no es muy sensible a sus aspectos desagradables, resulta bastante entretenido.

La película está situada en un país del sudeste asiático que no es nombrado, pero que por su estética y ubicación, vecina de Vietnam, solamente puede Camboya o Laos (lo que convierte al anonimato en algo bastante ofensivo, porque parece significar que da lo mismo si se trata de un país o del otro), al que llega Jack Dwyer (Owen Wilson), un técnico estadounidense en purificación de agua, con tan mal timing que el mismo día de su arribo un también innominado movimiento revolucionario (sobre cuya ideología no se nos informa salvo por un componente de nacionalismo, aunque con abundancia de pañuelos similares a los de los siniestros Khmer Rouge de Pol Pot) asesina al dictador de dicha nación. Sin embargo, el hecho parece no haberse conocido aún en el país, donde misteriosamente no hay prensa del día y los servicios telefónicos y la televisión no funcionan.

Dwyer y su familia se instalan en un lujoso hotel y, antes de que se les pase el jet lag, el estadounidense sale a la calle y se encuentra en medio de una revuelta que, tras sobrepasar a las fuerzas policiales, se dedica a buscar extranjeros a los que ejecutar con balas o machetes.

Es entonces que el asunto se delira a tal punto que indignó a muchos críticos bienpensantes, con bastante justificación: Sin escape se convierte en una película de survival en un universo zombi, sólo que en lugar de zombis hay revolucionarios. No es que se parezca un poco a esa estética, es exactamente igual: los revolucionarios son una masa salvaje, descerebrada y brutal que persigue a los sobrevivientes por pasillos y escaleras, derribando puertas y estirando manos furiosas por rejas entreabiertas, ¡la gente se suicida antes de caer con vida en sus manos! Matan viejos, jóvenes, niños... no los devoran como los zombis, pero si pueden, los violan... un horror los revolucionarios camboyanos, o laosianos, o de zombilandia.

Por supuesto que la única forma de detenerlos es matarlos, y no hay ni uno que merezca otra cosa que un balazo o un palazo justiciero, con la única excepción de un conductor de camionetas que es tan cipayo que se viste y se llama como su ídolo, Kenny Rogers; el resto: zombis asiáticos con kalashnikovs. El retrato es, aun sin los criterios de estos tiempos de histeria políticamente correcta, descaradamente racista. Hasta un punto en que, quizá para compensar el despropósito, la película reúne al ingeniero yanqui con un agente inglés (Pierce Brosnan) que en dos frases le resume todo el problema: el agua potable de ese país sin nombre iba a ser privatizada por la compañía para la que el ingeniero trabajaba, a cambio de un préstamo que le habían hecho al anterior dictador, por lo que los revolucionarios asesinos y violadores (y hasta caníbales, suponemos) en realidad son tremendos patriotas, y así quedamos bien con dios y el diablo. Pocas veces se ha visto un despliegue de hipocresía semejante, incluso en el cine estadounidense.

Con todos estos datos previos se puede intuir que Sin escape es una película despreciable y de contenido ideológico similar a las de Chuck Norris, pero lo más curioso es que no es así. Si uno se puede abstraer de las connotaciones racistas, las explicaciones culposas y los hechos improbables, la película tiene un ritmo de un frenesí digno de lo mejor de Misión Imposible 4 o de los films de la trilogía de Bourne, incluso superándolos en algunos aspectos. Hay un momento sobrenatural (otra guiñada más al universo zombi) en el que el ingeniero nota que el viento se ha detenido y que hay un silencio perturbador en la calle; entonces, en ese momento ralentizado que parece perdido en el tiempo, descubre que desde ambos extremos de la calle se acercan dos marabuntas humanas en curso de colisión una con la otra. Y a partir de ahí la persecución se dispara y no baja un gramo de tensión durante más de los 40 minutos en que se está clavado al asiento.

Algunos trucos berretas del guion abaratan el asunto, como la caprichosa personalidad de las hijas de Dwyer, quienes suelen empacarse o perderse en el instante menos adecuado, y que por momentos hacen que uno tenga ganas de gritarle a la pantalla: “¡apurate que se vienen los zomb..., los revolucionarios, pelotuda!”, pero ante lo cual el personaje de Owen Wilson siempre tiene unos segundos extra para convencerlas de que colaboren, apelando al amor y el diálogo en vez de a la sonora bofetada que algunos intolerantes espectadores están esperando. Fuera de este recurso irritante, el resto propone una solidez narrativa digna de El raid y de su brillante secuela. Es decir, Sin escape es una especie de atrocidad si se la juzga en términos culturales, raciales o ideológicos, pero convengamos en que posiblemente estas lecturas le deben haber importado poco y nada al director Dowdle, quien se debe haber enfocado en que se transmitiera bien el pánico y la desesperación de una familia en fuga de miles de zom... revolucionarios, y que en ese aspecto consiguió redondear uno de los productos más entretenidos que hayan pasado por nuestras pantallas en los últimos meses. Para mí lo demás se perdona; no se puede saber de todo e Indochina queda lejísimos.