En nuestro país, hasta no hace mucho tiempo, nos sentíamos orgullosos de nuestra tradición educativa. Esto se reflejaba en el sentido común que establecía una suerte de “excepcionalidad” de los uruguayos y su nivel cultural comparado con la región. Es muy probable que esta percepción fuera solamente un prejuicio; pero no era frecuente escuchar comentarios críticos respecto de esta manera de autorrepresentarnos.
Esta situación parece haber cambiado radicalmente. Ya casi no se escuchan voces que apelen a esa tradición como fuente de orgullo. Se escucha un ruidoso coro de voces que refiere a la catástrofe de la educación pública. Mucho ruido dificulta pensar, y recurrir a la historia puede constituirse en un recurso desde el cual poder analizar mejor la situación.
La primera afirmación que escuchamos en forma contundente es que la educación parecería estar sumida en una profunda crisis. Un diagnóstico que pretende no ofrecer ninguna posibilidad de objeción respecto del estado actual de la educación. Puede resultar interesante realizar un ejercicio de memoria para tratar de pensar cuándo la educación no estuvo en crisis.
Uno podría imaginarse que ese tiempo pasado mejor (otro de los lugares comunes de los uruguayos, junto con la excepcionalidad) no estaría ubicado en la transición democrática, puesto que entonces las tareas impuestas a la reconstrucción de la nueva institucionalidad estaban en relación directa con el estado en que la dictadura había dejado a la educación pública. Tampoco ese tiempo pasado podría ser la dictadura, ni el período inmediatamente anterior, la década de los 60.
Quizá podría ser la década del 50. Sin embargo, cuando recorremos las páginas del semanario Marcha nos encontramos con una encuesta muy interesante, publicada los días 10 y 17 de junio de 1955, realizada a una serie de intelectuales vinculados a la educación, con la siguiente pregunta: “¿Está en crisis la enseñanza secundaria?”. Tan interesante como la pregunta son las respuestas. Vamos a citar la respuesta de Antonio M Grompone: “Me parece que en sentido estricto desde hace más de treinta años [la] enseñanza secundaria está en crisis continua”. Según uno de los más importantes pedagogos de nuestro país, la enseñanza secundaria, por lo menos desde la década del 20, estaría en una crisis continua.
Entonces, tratemos de ir un poco más atrás para ver si podemos encontrar algún indicio diferente. A comienzos de la década del 30, Carlos Quijano se preguntaba: “¿Y qué decir de nuestra enseñanza? De la Universidad anquilosada y torpemente utilitaria; de la enseñanza secundaria en crisis desde que fue implantada, de la primaria, ineficaz e insuficiente” (Acción, 28 de enero de 1933). Por lo visto, una perspectiva poco alentadora. La enseñanza secundaria, según Quijano, habría estado en crisis desde su fundación.
Entonces, si la educación secundaria siempre estuvo en crisis, ¿tiene algún sentido seguir diagnosticando la afección del organismo con el mismo síntoma? La respuesta es relativamente sencilla: no parece decir mucho. Incluso podríamos plantear que la crisis sería constitutiva a su forma de existencia. Pero por ese camino poco se aclara. Sería mucho más interesante si nos pusiéramos a indagar acerca de los sentidos que tiene la crisis en cada época.
A partir del momento en que salimos del espanto por los diagnósticos y comenzamos a penetrar en la comprensión de lo que está ocurriendo es cuando las cosas empiezan a adquirir sentido. Para no extendernos, brevemente intentaremos plantear el problema de la enseñanza media de otra forma.
Recorriendo las estadísticas que tenemos, podemos descubrir una constante durante más de 60 años. Independientemente de quiénes eran los que ingresaban a la enseñanza secundaria, de cada diez estudiantes que ingresaban sólo terminaban cuatro. De algún modo, esto nos muestra que la forma en que funcionó la enseñanza secundaria muestra una regularidad, y que todos los esfuerzos de los últimos 30 años por cambiar esta situación han fracasado. Incluso la reforma impulsada por Germán Rama, que ha sido revalorizada por muchos actores políticos en estos días, no logró revertir estos indicadores. Esto significa que esta regularidad responde a una función que se le adjudicó, pero que ahora no parece tener cabida: el mandato de seleccionar a los “mejores” que iban a llegar a la universidad.
¿Qué ocurre en nuestros días? Ese mandato de selectividad entra en contradicción con otro mandato que empieza a funcionar simultáneamente: el mandato de la democratización. La obligatoriedad de la educación media, que establece la Ley General de Educación aprobada en 2008, comienza a entrar en colisión con el mandato fundacional de selectividad. Eso está haciendo chirriar al sistema educativo. Pero la causa tiene que ver con la reconfiguración de la matriz que estructuró las prácticas cotidianas de la institución. Y esto cuesta cambiarlo. Pero no se trata de ineficiencia, ni desidia de los profesores; el sistema educativo fue diseñado con otro objetivo, y ahora tenemos que cambiar la cultura institucional. Esto resulta bastante complejo. La peor ilusión es creer que un cambio de programa puede producir estos efectos. Esta ingenuidad ya la refutaron hace mucho tiempo pedagogos de la talla de Carlos Vaz Ferreira o Grompone.
Este último planteaba precisamente que el factor docente es el fundamental a la hora de pensar el cambio en las instituciones, porque es el que interpreta los programas y los pone en práctica. No existen programas a prueba de profesores, aunque profesores buenos pueden hacer maravillas con programas malos.
Tenemos hoy una oportunidad histórica de repensar la forma en que la formación docente fue planteada, superando una absurda división del trabajo entre los institutos de Formación Docente y la Universidad de la República (Udelar). Los estudiantes de ambas instituciones deberían poder realizar tránsitos horizontales que permitan que los estudiantes de profesorado puedan ponerse en contacto con los investigadores de las disciplinas en que se están formando y viceversa, que los estudiantes de la universidad puedan cursar asignaturas pedagógicas que los pongan en mejores condiciones para dar clase, si es que eligen esta opción de trabajo. Necesitamos más profesores titulados, y nada impide que esto se pueda lograr con las estructuras que existen actualmente.
Esto no fue posible hace 50 años, cuando se crearon en forma independiente y sin conexión entre sí la Facultad de Humanidades y Ciencias y el Instituto de Profesores Artigas. Hoy sabemos que no se puede formar docentes sin contacto con la investigación y que los investigadores para desarrollar una buena docencia deberían contar con una formación pedagógica. Las cartas están echadas. Podemos repetir viejas inercias institucionales o aceptar el desafío de reinventar un nuevo sistema de educación superior que integre a las tres instituciones que lo componen (Udelar, Consejo de Formación en Educación y Universidad Tecnológica). Apelar a la historia de la educación nos puede dar claves interesantes para evitar repetir nuestros errores.
El autor
Romano es profesor adjunto del Instituto de Educación. Licenciado en Ciencias de la Educación por la Universidad de la República y magíster en Ciencias Sociales por FLACSO-Argentina. Investigador de la ANII nivel I. Trabaja en temas de historia de la educación.