En 2009, cuando José Emilio Pacheco ganó el premio Cervantes de Literatura, Juan Villoro contó a El País de Madrid: “Un día iba a la casa de Pacheco y me di cuenta de que me había olvidado la dirección. Entonces, recordé un poema en el que Pacheco habla del escritor Juan García Ponce, que había padecido una larga y grave enfermedad, y lo compara con un árbol que hay afuera de su casa. Eso explica el grado de cercanía que tiene su poesía, es un mapa para llegar a su propia casa”. Con el auxilio de esa referencia poética, el mexicano logró dar con el domicilio de su compatriota. Pacheco murió cuatro años después, y este lunes Villoro ganó el galardón que lleva su nombre, conocido también como premio Excelencia en las Letras. En el marco del XVIII Congreso Internacional de Literatura Mexicana, realizado en la Universidad de California, se anunció el otorgamiento del premio, que ya ha distinguido a escritores como el propio Pacheco -cuando aún no llevaba su nombre-, Elena Poniatowska y Fernando del Paso.

Villoro es muchas cosas: novelista, dramaturgo, cronista, ensayista, apasionado por el fútbol y por los viajes -o por los safaris accidentales-. Pero antes también fue algunas otras, como sociólogo, traductor y diplomático. Muchos lo consideran el sucesor de Carlos Monsiváis en la crónica mexicana, y otros, como Roberto Bolaño, lo definieron como un caso de escritor que con el paso del tiempo no se convirtió en caníbal o cobarde. Lo cierto es que Villoro es uno de los nombres más destacados de la literatura hispanoamericana, con una obra que lo consagra como un narrador preciso, concentrado y definitivo.

Desde su primera novela, publicada en 1991, El disparo de argón, hasta la última, que se publicó el año pasado, El Apocalipsis (todo incluido), el mexicano ha publicado seis novelas, siete libros de cuentos y varias recopilaciones de sus notas periodísticas. Dentro de su amplia producción, ha creado memorables ficciones futboleras en novelas como Los once de la tribu, Dios es redondo, Balón dividido y la falsa correspondencia Ida y vuelta, escrita junto con Martín Caparrós. Pero Villoro no se reduce a géneros o temáticas: tanto El arrecife (2012) como El testigo (2004) hablan del mundo que rodea al narcotráfico, mientras que El disparo de argón trata del tráfico de córneas en una clínica oftalmológica; en 1986 publicó Tiempo transcurrido, una serie de crónicas que atraviesa 18 años de historia mexicana (1968-1985), y casi dos décadas después editó Safari accidental, una selección de emotivas crónicas en la que define al género como un ornitorrinco, tal vez por su poder de adaptarse a necesidades concretas; y su emblemático libro de cuentos Los culpables incluye desde un mariachi dedicado al porno hasta un futbolista decadente, reuniendo siete historias sobre la deslealtad y la crisis. Así, su obra retrata la realidad mexicana vista de modos muy distintos y se convierte en una referencia simbólica de ese universo complejo y tormentoso, que a veces descubre escenas inesperadas y epifánicas.

En cuanto a su formación, el escritor ha reconocido al Negro Roberto Fontanarrosa como uno de sus grandes referentes, e incluso le dedicó un gracioso cuento, “Yo soy Fontanarrosa”, en el que Franz Kafka lo tilda de pendejo, Anton Chéjov se dedica a darle consejos deportivos inútiles y James Joyce no deja de macanear durante un partido de fútbol ficticio: “Te van a expulsar, pendejo -me dijo Kafka. Yo llevaba años sin tocar un balón y de pronto enfrentaba el pésimo humor de Kafka [...], Chéjov jugaba de medio escudo, no porque tuviera facultades, sino porque quería estar en el centro de la cancha, donde hay más gente para dar consejos. Desde el silbatazo inicial, gritó cosas apasionadas que nadie entendió. Como si hablara en ruso, el muy mamón. Por ahí del minuto 14 hubo una pausa (la pelota se fue a la cancha de al lado, donde un delantero anotó con ella un golazo inútil); mientras, Chéjov me recomendó marcar al extremo izquierdo a dos metros de distancia”. En una entrevista que dio a la diaria hace dos años, Villoro decía que cuando conoció la obra de Fontanarrosa le pareció casi abusivo que una persona fuera tan buena como historietista y además como escritor. Para él, era un tipo de autor con el que compartía no sólo el gusto por la literatura sino también por otros placeres, como el fútbol.

En ese encuentro, Villoro se refirió a Juan Carlos Onetti como uno de sus escritores de cabecera: además de definirlo como un “autor gigantesco”, lo reconoció como un modelo de escritura absoluta. “Digamos que, atmosféricamente, es un escritor mucho más melancólico y capaz de llegar a circunstancias abrumadoras que yo; como narrador, puedo trasladar de la comedia a la tragedia relativa, cuando en él todo es grave, y esa gravedad -ésta es una paradoja de la escritura- produce una enorme felicidad. Pocas cosas son tan poéticas como la tristeza de Onetti. Es un escritor que nunca escribió una frase que no fuera literaria en el sentido más profundo del término. Todas son un acto poético”.

Con los años, Villoro se ha convertido en una forma de atmósfera, ya sea mediante sus aforismos sobre la vida y la literatura, sus aventuras o su pasión futbolera, en un intelectual de referencia y en uno de los herederos más directos de la lúcida generación de escritores mexicanos del siglo XX.