La casi ausencia de lugares para tocar ha traído, como contraefecto tan inesperado como interesante, una nueva población de músicos insulares en relación con los ritos y gestualidades del rock (si bien no la principal fuerza civilizatoria de la música en la actualidad -como sí lo había sido en otras décadas-, uno de los paradigmas de base que se siguen manteniendo en la música nacional). La muy escasa difusión y circulación de la música ha creado una especie de tabula rasa en la que los eslabones perdidos aparecen cada vez más, ofreciéndonos la oportunidad de elaborar nuevas y más extrañas cadenas.

A estos nuevos encadenamientos me referí el mes pasado en una reseña sobre el tercer disco de Matador (ver http://ladiaria.com.uy/UJK), aprovechando la oportunidad para introducir a músicos que si bien no comparten, en sentido estricto, el mismo género musical, parecen ahondar en una manera más libre de encarar la estructura de sus temas, con la influencia de músicos como Los Que Iban Cantando como una lejana raíz en común.

El caso de Jorge Portillo es bastante particular, porque a diferencia de las raíces más latinoamericanas de Alessandro Podestá, la academia pos Coriún Aharonián o el delta blues, parece un corazón bien colocado del lado del rock indie de los 90, al tiempo que realiza temas complejísimos, llenos de subidas y bajadas impensadas, y con una exploración en texturas que a menudo se desgarran entre sí.

El detalle no debería resultar tan sorprendente, considerando las credenciales de Portillo y compañía. Tanto él como Manuel Rilla son integrantes de Genuflexos, una banda que bebía de la influencia directa de The Fall, pero más que nada de algunos grupos fundacionales del rock rioplatense de los 90 como Buenos Muchachos y Reverb. Luego de su primer LP, Ex Cine Trocadero, en el que se mantenían buenos ambientes pero había una referencia demasiado directa a sus antecesores, el álbum Rocky Marciano_ representó un salto cualitativo en cuanto al nuevo rango expresivo del vocalista Juan Stoll y el interesante diálogo de las guitarras, que ya salía de la égida indie de los 90 para incorporar sonidos más cercanos a Birthday Party o a los múltiples trabajos de Blixa Bargeld.

Tomando una bifurcación solista, el álbum de Portillo podría equipararse a un homínido que se hubiera perdido en algún momento de la tempranera canción “Hey luna hey”, de Buenos Muchachos, y hubiese continuado su caminata, conformando, luego de entrecruzamientos endogámicos en distintos bioclimas y hábitats, una raza diferente, pero que expande parte de lo buscado por aquel mojón antecesor. Es difícil precisar qué fue lo tan particular de la guitarrística de Gustavo Topo Antuña y Marcelo Fernández, pero fundamentalmente se puede registrar, entre sus cualidades, una temprana exploración de arpegiados clavados en progresiones y acordes milongueros (recordar, por ejemplo, el tema “HIV”, o “Ooh uooh”), pero también algo particularísimo de sus climas, un original uso de pedales comunes dentro del indie rock, como el fuzz y el big muff pero con un halo más melancólico, con lo que se logra una extraña fusión de lo urbano y lo campestre. Esto último siempre fue parte de algo casi longitudinal en la carrera de los Buenos, una especie de presencia siempre fantasmal del campo y la costa (escuchar, por ejemplo, “Partes del campo 1 y 2”, “Carlos, su auto y la calle mojada”, o “Cigarros tos en la noche”), no sólo en las letras sino también en efectos de guitarra que por momentos parecen emular a grillos o al viento entre los cerros.

En Portillo hay escenarios similares, especialmente en temas complejísimos como “Quequeque”, que por su intrincado tempo y estilo vocal recuerda a “Andoamandoamanda”. Entre lo más interesante está la forma en que se complementan las guitarras de Portillo y Rilla, con el primero lanzándose a un rasgueo por momentos frenético que tiene una función más de textura, o de auténtico muro de sonido, mientras que la eléctrica de Rilla se encarga de introducir arreglos, pequeños detalles que parecerían, de golpe, iluminar, llenar todo de una mayor definición, brillo y contrastes, como en un pegue efímero de una droga dura. Lo más llamativo de esta dinámica es justamente la elección de optar por las cuerdas de nailon como la línea de ataque del muro de sonido, como si fuera el extraño experimento de escuchar un tema de Glenn Branca tocado con guitarras acústicas. A veces, incluso, la eléctrica se retira a una función accesoria (pero no por ello menos importante), colocándose a lo lejos y ahondando en texturas y murmullos (por ejemplo, en el tema “Sueños r”, posiblemente el más plácido de un disco caracterizado por una convivencia casi en paralelo entre lo oscuro y lo prístino, y como contraparte casi encadenada, el deprimente “Por tu barrio”), como si fuera parte de los efectos de sonido detrás del escenario de un teatro, en una obra montada para nosotros.

“El bautismo” es posiblemente el tema en el que se puede ver más notoriamente la veta noventera, con una guitarra que no para de rasguear, como si fuera una versión acústica de las olas de distorsión de algún tema luminoso del Daydream Nation, de Sonic Youth. Partiendo la canción a la mitad, con la guitarra eléctrica incorporándose como segunda capa, por momentos podríamos percibir un dejo a Stereolab. Después, al final, tras ese breve claroscuro, vuelve un punteo más tenso y urgente que se disuelve en una bajada de calma. Uno se da cuenta, al escribir esto, de que hablar sobre los temas de Portillo es una labor ardua, que se asemeja a contar una película con spoilers. Justamente, las canciones del álbum son pequeñas películas que no se pueden explicar mediante un solo concepto, sino que hay que incluir distintos momentos que las atraviesan.

Los otros momentos altos del álbum son “Nelly” (que contrasta con la avalancha del tema anterior por sus delicadísimos arreglos y arpegiados) y “El enemigo”, que parecería hacer un juego entre letra y sonido, irradiando una sensación paranoide. La canción dice “quiero matar a mi enemigo / para poder ser sólo mío / no quiero sol / tampoco tu sombra / para encontrar / algo escondido” y da la impresión de que ese enemigo no fuera más que él mismo, algo que termina apareciendo mediante una voz chillona, salida de una rasgadura de lo real, que grita “alcahuete, alcahuete”.

Las voces no siempre dan en el blanco: hay, evidentemente, algunos temas a pulir en los que Jorge Portillo parece haberse jugado el todo por el todo al rango expresivo (siguiendo la línea del Luis Trochón de Barbucha), aun cuando a veces no tiene tanta liana para columpiarse de un árbol a otro.

Con esto último dicho, el resultado nunca deja de ser interesante, y se ve en sus excesos un extra de tela que da para muchos más discos de exploraciones e hibridaciones. Los interesados en este nuevo trabajo pueden descargarlo en la página de la discográfica independiente Feel de Agua: www.feeldeagua.net.