Debe ser duro -salvo a la hora de cobrar- ser un jerarca público, o un asesor. Cada vez que tenés una idea, resulta que es impracticable por trabas burocráticas, o sindicales, o porque la persona que está justo por encima de vos pertenece a una subfracción de una fracción de un sector cuyo líder dijo una vez estar en contra de ese tipo de cosas.

Es todo un tema, pero me referiré a otro parecido, que está un poquito más allá. Podemos dividir los problemas en tantas clases como queramos, desde el más trivial (como cuál es la oferta más conveniente para renovar los equipos de aire acondicionado de la oficina) a los más profundos, con múltiples consecuencias, y que están enraizados en la propia psiquis del país o incluso de la especie humana. Dichas complejidades suelen ser dejadas a la buena de dios y, sin embargo, son el blanco preferido de las manipulaciones más sutiles realizadas desde los centros económicos de poder. Y no hablo de algún malévolo artefacto de ficción, sino simplemente de la propaganda. Y en “propaganda” incluyo (aparte de las tandas publicitarias) las pautas culturales que nos llueven desde la televisión, el arte oficial “universal”, la moda, el deporte, los discursos políticos y muchos, muchísimos etcéteras.

Un ejemplo: la llamada violencia de género. Esa tradicional conducta del hombre posesivo que se entera o imagina que su compañera podría un día, tal vez, serle infiel o abandonarlo y, como medida preventiva, va y la mata. Pasan años (siglos) de denuncias no escuchadas y ninguneos, hasta que se inventa una palabra y se impulsa una ley que aumenta las penas para los que cometan “femicidio”. Bien; la mujer ya está muerta, y dudo que, en esas mentes retorcidas, la amenaza de una pena más larga tenga algún efecto; pero es un primer paso. Ahora, si pensamos un poco, por cada uno de estos femicidios -y ya que estamos para los neologismos- ¿cuántos “casicidios” hay? Palizas, amenazas incumplidas por azar, por cansancio o por descubrir que el nuevo novio de la ex es demasiado grande como para hacerlo enojar. ¿Y cuántos justifican -aunque sea parcialmente- algunos de estos crímenes, y por lo tanto los favorecen? ¿Dónde están las raíces de esa forma de pensar tan extendida, para poder atacarlas? ¿En el cromosoma Y? ¿En la testosterona? ¿En la religión, tan llena de patriarcas cogedores y mujeres vírgenes? ¿En la educación que recibimos desde niños? ¿En aquel viejo jingle de aceite Torino? No estaría mal dedicarse un poco a pensar e implementar medidas a largo plazo. Aunque sean inventadas, si no hay mucho antecedente. Y sobre todo, que sintiéramos -como gente común, como políticos, como expertos- la obligación de hacer algo al respecto.

Mencioné los asesinatos sólo como ejemplo. Podía haber hablado del cuidado de los ecosistemas, de la importancia de la capacidad de pensar, del mínimo respeto a la propiedad colectiva; de muchas cosas, aparentemente dispares, pero que tienen en común la incapacidad de sus defensores de organizarse en pro de un objetivo, de evitar el deterioro generalizado, de mejorarnos como especie. En resumen, mirar un poco más lejos. Algo que no está muy de moda, y que es ridiculizado aquí y allá, en un programa de entretenimiento, en la redacción de una noticia, en una asignación presupuestaria.

Las células de un ser vivo se reproducen, se diferencian, crean algo organizado lleno de delicados equilibrios, que vive hasta que, pasado cierto tiempo, la cosa se vuelve demasiado complicada. La “sabiduría” individual que las células guardan en su ADN es mucha, pero no suficiente para impedir el desgaste inexorable. Tal vez con la humanidad pase algo parecido. La inteligencia individual puede lograr muchos milagros, pero podría resultar inhábil frente a la complejidad de una sociedad como la actual. Imagino un teorema que explique ambos fenómenos, con un enunciado tipo “la capacidad organizativa de las partes se ve superada cuando su propia tendencia a la organización provoca que el todo traspase determinado umbral de complejidad”. Tal vez sea así, nomás, pero no es elegante morir sin pelear. Acaso el teorema tenga algún agregado, que pueda traducirse como “siempre y cuando a las partes no les den las pelotas para intentar revertir la situación”. O aunque así no fuera, podría ser posible mejorar el pasar del enfermo, independientemente de las esperanzas de curación.

Si bien esto parece un problema casi descolgado de la realidad, no lo es. No conozco ley que niegue que los temas con cierta proyección se puedan pensar con sentido práctico. Tenemos un montón de ministerios, asesores para las cosas más inverosímiles, carreras universitarias diversas. Los asuntos más trascendentes se los dejamos a los filósofos, pero para que se entretengan entre ellos y nos dejen en paz. No por falta de recursos o de tiempo: es por miedo. Miedo a descubrir que en una de ésas, después de todo, podemos incidir en nuestro destino. Y eso es mucha responsabilidad, para el calor que hace. Cuando arreglemos lo del aire acondicionado lo pensamos.