Hace apenas un mes, la prensa uruguaya se hacía eco de la designación del Mercado Agrícola de Montevideo (MAM) como ganador del premio Gubbio 2015, Sección América Latina y Caribe, al mejor proyecto de recuperación del patrimonio y regeneración urbana. El nuevo MAM, inaugurado en junio de 2013 por la intendenta de Montevideo, Ana Olivera, tras una inversión de 16 millones de dólares, desbancó en la competencia a proyectos como la recuperación de la catedral de Pereira en Colombia o la rehabilitación del famoso teatro Martí en La Habana, y fue invitado a participar en el evento “Vivir la ciudad”, que se realizará en Bérgamo, Italia, con motivo de la Expo Milán 2015.

La noticia no me sorprendió en absoluto. Desde que en 1995 el Ayuntamiento de Londres comenzó las obras de rehabilitación del New Borough Market, transformando lo que había sido un mercado mayorista en uno de los polos gastronómicos más chics de la ciudad, territorio de pop-up gourmet y tiendas de delicatessen, los mercados municipales de abasto han ido lentamente posicionándose como piezas fundamentales en cualquier intervención de regeneración urbana. Barcelona, por ejemplo, inició en 1998 las obras de regeneración del Mercado de La Boquería, que se convertiría rápidamente en un referente internacional de las posibilidades que estos espacios comerciales ofrecen como catalizadores de la regeneración socioeconómica. Desde entonces, el mismo esquema se ha repetido hasta la saciedad, con ciudades como Rotterdam, Madrid y la misma Montevideo, anunciando la reforma y puesta en valor de sus espacios comerciales más representativos. No cabe duda, los “nuevos” mercados están de moda.

Pero ¿son éstos realmente los mercados que queremos para nuestras ciudades? El conocido crítico gastronómico español Mikel López Iturriaga, “El Comidista”, manifestaba recientemente en su columna del diario español El País su cansancio ante la “burbuja de mercados pijos” -chetos- que se expanden como hongos por España. Las ciudades, se lamentaba el crítico, están transformando los mercados de barrio en un “bar multioferta para turistas en su propia ciudad, en el que para dar ambiente se han dejado tres o cuatro puestecillos testimoniales con fruta, verdura o pescado a precio de cocaína”. Una afirmación con la que cualquier montevideano que haya pasado por caja en el Mercado del Puerto podría sentirse identificado.

En la misma línea crítica, la doctora Sara González, profesora de Geografía Humana en la Universidad de Leeds y autora, entre otros artículos, de “Traditional Retail Markets: The New Gentrification Frontier?”, se preguntaba recientemente “qué tipo de mercados queremos, y para quién son”, al tiempo que denunciaba la aplicación a los mercados de la tradicional doctrina privatizadora: desinversión y abandono de las instalaciones, desplazamiento de los consumidores habituales de bajo poder adquisitivo y posterior transformación de los mercados en una “experiencia de consumo” para turistas y clases pudientes. Una transformación que refleja claramente la creciente neoliberalización de nuestras ciudades y la apuesta por centros urbanos mercantilizados y privatizados.

Regenerar un mercado histórico poniendo en valor el patrimonio arquitectónico e insuflando nueva vida a instalaciones muchas veces obsoletas o semiabandonadas puede, efectivamente, contribuir a la generación de riqueza y a la mejora social. La Boquería, sin ir más lejos, figura como un must see en cualquier guía de Barcelona y actúa como potente imán para un turismo gastronómico que deja pingües beneficios a la ciudad. Los mercados de la Ciudad Condal, calcula el Instituto Municipal de Mercados barcelonés, tienen un impacto económico directo de entre 950 y 1.100 millones de euros en la economía local, una cifra para nada despreciable.

Sin embargo, la transformación de los mercados en “experiencias” -en parque de atracciones, dirían algunos- esconde también un lado negativo. El trato personal, el conocimiento de los productos y los precios asequibles para los habitantes del barrio pueden desaparecer en aras de la revitalización, el turismo y la competitividad entre ciudades. La deseada “regeneración” del barrio se convierte, más a menudo de lo que debiera, en una “limpieza” de la población menos favorecida debido al aumento de los alquileres, la reducción o desaparición de los vendedores tradicionales -véase el porteño Abasto, transformado en shopping- y, en definitiva, en la gentrificación del área y el desplazamiento de quienes la habitaban antes del proceso.

En un contexto económico en el que las ciudades se ven abocadas a competir entre ellas para atraer la inversión extranjera directa, potenciar el turismo y posicionarse como referentes en innovación, es fácil dejarse llevar por el copio y pego de las ideas supuestamente infalibles, que los gurúes de la regeneración promocionan en ferias y congresos. Al fin y al cabo, parecen pensar algunos políticos, si funcionaron en ciudades como Barcelona o Londres, ¿por qué no van a funcionar aquí? Empresas como la inglesa Urban Space Management o la española Mercasa -consultora en la renovación del MAM- hacen su agosto con esta tendencia y asesoran proyectos de regeneración de mercados a lo largo y ancho del mundo. De Cabo Verde a Costa Rica y de Brasil a Uruguay, van vendiendo un mismo modelo sin mostrar mayor preocupación por las necesidades reales del entorno. Lo suyo es, al fin y al cabo, un negocio... y cuantos más clientes, mejor.

No quiero decir con esto que desapruebe el proyecto de regeneración del MAM. Me parece una intervención necesaria, respetuosa del patrimonio arquitectónico y -lo que es más importante- integrada dentro de un plan más amplio como lo es el programa Viví Goes. Un plan que no descansa únicamente, como tantos otros, en el atractivo del “edificio icónico”, sino que reconoce el contexto en el que se trabaja y aborda la integración social, el fomento cultural y la rehabilitación integral del conjunto del barrio. Sí es mi intención, sin embargo, llamar la atención sobre lo fácil que es dejarse llevar por los cantos de sirena de las consultoras y caer en la mera réplica descontextualizada de medidas urbanas neoliberales desarrolladas en otros lugares. Unas medidas que -nos dicen orgullosos- ayudaron a hacer de tal o cual otra ciudad los referentes que son hoy en día, y que harán, si las aplicamos a rajatabla, maravillas con la nuestra.

Pero hay cosas que no nos cuentan. No nos hablan en su discurso estetizado de la polarización social que algunas de estas medidas producen, no nos hablan de la gentrificación, de la mercantilización del patrimonio, de la semiprivatización de bienes públicos para facilitar la toma de decisiones... no nos dicen, en definitiva, lo que no les interesa que oigamos. Y eso, señores, ocurre porque la regeneración urbana es demasiado a menudo un provechoso negocio de venta de consultorías, construido en torno a una narrativa tramposa y parcial. Un negocio que atrae cada año a cientos de políticos venidos de todo el mundo en busca de la verdad absoluta a congresos como la 9ª Conferencia Internacional de Mercados Públicos en Barcelona. Un negocio que, en última instancia, sólo contribuye a legitimar aun más estas políticas urbanas, a meter en la rueda del neoliberalismo urbano a quienes no estaban ya en ella, y a convertir las ciudades en parques temáticos del consumo para beneficio de unos pocos afortunados.

Puede que éste no sea el caso, pero no está de más mantener los ojos bien abiertos, ser escépticos ante las panaceas y remedios importados y, sobre todo, vigilar atentamente a los políticos locales que son, en última instancia, los que ejercen de correa transmisora del neoliberalismo urbano en nuestras ciudades. Al fin y al cabo, ¿qué político haría oídos sordos a la “fórmula mágica” de la competitividad?

Aún quedan muchos mercados por reformar en Montevideo, empezando por el Mercado Modelo, que previsiblemente se trasladará en 2016 desde su actual sede de inspiración art déco a la Unidad Alimentaria de La Tablada, también bajo asesoría de Mercasa. Cada una de estas reformas debería ser una oportunidad para ejercer la democracia. Una oportunidad de participación social para evitar la domesticación del espacio público, fomentar espacios integradores y limitar la mercantilización del patrimonio arquitectónico. Una oportunidad, en definitiva, para trabajar por una ciudad menos homogénea y más integradora, una ciudad más de todos los montevideanos.