“Veira: el violador olvidado” es el titular que aparece en la pantalla con letras negras sobre fondo amarillo. El programa Cámara del crimen que se emite los sábados en la señal de cable Todo Noticias ni siquiera contaba con escenografía propia cuando su conductor Ricardo Canaletti denunció las irregularidades del caso Veira-Candelmo.

En el programa sobre Héctor Bambino Veira hay dos gigantografías detrás del conductor. En una de las fotos -tomada en su regreso como director técnico a la cancha de San Lorenzo de Almagro, luego de cumplir una condena reducida en la cárcel- el acusado de violar a un menor de 13 años en 1987 aparece con los brazos extendidos en señal de victoria. En la otra foto aparece Sebastián Candelmo cubriéndose el rostro con los brazos enredados en una campera de jean de los años 90. En la precaria escenografía también hay cuatro espejos que deforman la imagen del conductor y que servirán para ilustrar su relato respecto a la distorsión con la que el imaginario colectivo argentino acuñó el delito cometido por Veira, quien actualmente es figura de la cadena Fox Sports. Por primera vez en más de 20 años, Canaletti abordaba este caso en televisión sin escatimar información acerca de aspectos judiciales, culturales y políticos.

A fuerza de oficio y apoyado en los escasos elementos técnicos que le proporcionaba la producción al comienzo del primer ciclo en 2014 -el segundo comienza en marzo de este año-, Canaletti forjó un sello propio con un discurso letrado y barrial, reflexivo y visceral, que mantiene el ritmo durante las dos horas de transmisión.

Canaletti es abogado y periodista. En la televisión se convirtió en un contador de historias que se propuso cumplir una función dentro del género policial periodístico: ya no investigar -como en la época en la que fue jefe de la sección policiales en el diario Clarín-, sino deshuesar los hechos involucrando a la audiencia en el métier judicial y forense, apoyado en la convicción de que es necesario brindar elementos de análisis. En este sentido, el conductor que manifiesta una idiosincrasia temperamental mitad porteña, mitad italiana, hace caso omiso del timing televisivo para explicar la diferencia técnica entre un robo y un hurto; denunciar al sistema judicial argentino por irregularidades, a la policía por entorpecer los procesos al irrumpir de forma irresponsable en la escena de un crimen e incluso cuestionar los relatos inconsistentes de las víctimas y victimarios que entrevista.

En las primeras emisiones, Canaletti no usaba el auricular -conocido en la jerga televisiva como cucaracha- que le permite a la persona que está delante de cámara recibir las coordenadas del director general o productor. En este sentido, Canaletti no tenía forma de recibir indicaciones en su programa en vivo y desataba sin filtros su desmesurada pero honesta verborragia, amparado en los expedientes judiciales, en las pruebas que constan en cada causa, en los indicios y en sus convicciones al respecto. Lo curioso es que, cuando el programa adquirió popularidad, Canaletti comenzó a usar auricular, un gesto que podría interpretarse como un suspicaz intento por parte del canal de moderar las disfuncionalidades del conductor.

Existe un componente genuino en el accionar de este conductor que todos los sábados cosecha seguidores en la televisión y en las redes sociales. El discurso de Canaletti no suele incurrir en elementos de operación ideológica funcionales a los intereses del multimedio en el que trabaja. Este aspecto lo convierte en una rareza, en tiempos en los que más que nunca el medio es el mensaje, y la transmisión mediática de la realidad, sujeta sin pudor a intereses empresariales y gubernamentales, se convirtió en el punto cero de la virtualidad.

En este contexto, Canaletti aparece como un Quijote de su oficio. Un señor mayor que de pronto sacude la modorra de la televisión por cable a fuerza de carisma y estudio, que sabe meterse en el morbo propio del género para cumplir con los paradigmas televisivos actuales, pero salir a tiempo para respetar el cometido de contar una historia terrible y verídica brindando herramientas de análisis que eludan la llanura del periodismo basado en el parte policial.

El programa, que regresa en marzo con su segundo ciclo, se estructura en capítulos. El primero por lo general aborda casos renombrados ya sea por la gravedad del delito, como el motín de Sierra Chica, donde algunos presos mataron a otros y luego de descuartizarlos los cocinaron en un horno e hicieron empanadas que posteriormente comieron; o bien porque lo protagonizó un personaje conocido -el asesinato de Carlos Monzón, la violación del Bambino Veira- y muchos casos de feminicidio o desapariciones de mujeres que continúan sin resolverse.

El programa incorporó una sección de entrevistas, generalmente ligadas al capítulo uno, en las que las víctimas directas o colaterales cuentan su versión de los hechos. Lo interesante de esta instancia es el mano a mano que se da entre el narrador de las historias y sus protagonistas: la posibilidad de contrastar los acontecimientos narrados por el conductor, además del aporte que supone la construcción colectiva de un mismo hecho. Otra sección se titula “A mí me pasó” y consiste en el relato en primera persona de víctimas que sobrevivieron a intentos de asesinato, secuestro o violación, entre una larga gama de delitos.

La máquina del tiempo

Cuando Cámara del crimen adquirió popularidad tuvo escenografía propia, aspecto significativo si se considera el componente teatral o mimético del programa. Canaletti, que es un periodista formado en la prensa, aprovecha brutalmente las posibilidades que le ofrece la televisión. En este sentido, apoya sus relatos en boyas de utilería a partir de las cuales construye pero, sobre todo, hace ver. Por momentos es exagerado y bizarro -como la demostración con un muñeco de trapo que oficiaba de María Marta García Belsunce-, y por momentos atinado, a los efectos de ilustrar sin eufemismos las dificultades en el esclarecimiento de un caso como cuando construyó literalmente un muro de ladrillos delante de una gigantografía de la víctima.

En la nueva escenografía hay una persiana americana, ventiladores que proyectan una lenta sombra sobre el piso, un pizarrón, una lupa arriba del escritorio y una puerta a modo de escotilla por la que el conductor ingresa y se retira al final del programa luego de descolgar su saco del perchero. Todos los clichés juntos elegidos por el propio conductor en un evidente homenaje al género. Hay, además, una intención por destacar el arte y sus distintas manifestaciones: desde el dibujante Miguel Paradiso, que ilustra en vivo los hechos narrados por Canaletti en el primer capítulo del programa, y una réplica de la máquina del tiempo -inspirada en el artefacto que se muestra en la película británica de 1960 The time machine, basada en la novela homónima de HG Wells- que es protagonista del último tramo del programa. Canaletti se sube a la réplica y, sin temerle a la parodia o al ridículo, activa el artefacto para bucear en crímenes mundiales que daten de siglos anteriores. Las referencias al cine y a la literatura son permanentes y se perciben como caprichos que el conductor se concede a los efectos de cumplir con el cometido de agotar todas las posibilidades para ilustrar un acontecimiento. En algunos programas ha leído en vivo desde libros añosos de su biblioteca personal, como las cartas que Bonnie le escribió a Clyde cuando estuvo preso.

Canaletti no está solo a lo largo del programa. A través de su ya clásico “Nacho, vení”, invita a aparecer en escena a su compañero Ignacio González Prieto, que dignamente cumple el rol de aportar las notas al pie de los datos duros o los paréntesis omitidos por el conductor, con quien forma una dupla de maestro y discípulo a la usanza de Sherlock y su querido Watson.

Los aspectos que pueden ser fácilmente objetables -sus ademanes exagerados, el uso que hace de su propio cuerpo para ejemplificar escenas del crimen, las miradas suspicaces a cámara o desbordes en el discurso- son también parte de lo que lo vuelve genuino dentro del contexto televisivo actual. Canaletti patea todas las reglas de la televisión, se convierte en la peor pesadilla del director de cámara al desplazarse a su antojo dentro de la escenografía compenetrado con la historia, y socava el statu quo de un sistema judicial en crisis.

El relato policial verídico ha contribuido con mitos fundacionales de determinadas idiosincrasias. En el caso argentino, historias como las del Gauchito Gil -quien ya se convirtió en estampita-, el robo del cadáver de Eva Perón, o la reciente muerte del fiscal Alberto Nisman, son algunos ejemplos. En un país donde crímenes como el del soldado Carrasco provocaron un hecho social como la abolición del servicio militar obligatorio, Cámara del crimen es un reducto policialmente incorrecto en el que, con sus aciertos y desmesuras, se proporcionan instrumentos de análisis de la realidad. Esos que no abundan en la televisión actual.