En 1994 Paul Krugman publicó un influyente y polémico texto en Foreign Affairs titulado “Competitividad: una obsesión peligrosa”. Allí argumentó que, a pesar de la fascinación que genera la idea de “competitividad” entre economistas, políticos y empresarios, es un concepto elusivo, difícil de medir empíricamente y peligroso para la calidad de la política pública. En países pequeños de economía abierta, la versión más difundida de la idea de competitividad refiere al desempeño comercial de los productos domésticos en el mercado internacional. En ese caso, las mejoras de competitividad pueden lograrse a costa de un deterioro relativo de los estándares de vida domésticos, mediante la renuncia al crecimiento salarial o la pérdida de compra fuera de fronteras. Un ejemplo de ello en el mundo no desarrollado es la explotación de grandes masas de trabajadores que han favorecido los estados desarrollistas asiáticos para promover las exportaciones de industrias catalogadas como estratégicas.

Ésa no es la idea que motiva al Sistema Nacional de Competitividad (SNC) que impulsa el gobierno del Frente Amplio. Aunque aún no sabemos lo suficiente sobre cómo será en la práctica, sí sabemos que los argumentos que sustentan esta iniciativa provienen de teorías de crecimiento endógeno. El diagnóstico que está por detrás es que Uruguay ya no tiene capacidad ociosa porque hace pleno uso de sus factores productivos, de modo que para mantener el crecimiento económico en el largo plazo es necesario aumentar los niveles de productividad de los factores (trabajo, capital y tierra). Para ello el país debería avanzar en innovación científica, en una mejora de la dotación de capital humano, en la incorporación de tecnología y en otras condiciones básicas como la calidad institucional y la infraestructura instalada. Todo ello redundaría en una mayor competitividad de la producción doméstica que, precisamente al contrario de las advertencias de Krugman, sería el camino para un mayor bienestar social.

El gobierno ha definido la mejora de la competitividad como una prioridad de su gestión y quiere revitalizar la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP) como un agente de planificación estratégica capaz de coordinar las acciones de diversos organismos ya existentes (como la Agencia Nacional de Investigación e Innovación, Uruguay XXI, el Instituto Nacional de Empleo y Formación Profesional, el Instituto Nacional del Cooperativismo, la Corporación Nacional para el Desarrollo, el Sistema Nacional de Respuesta al Cambio Climático, el Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria y otros). La OPP es ciertamente el espacio natural para desarrollar políticas de planificación y desarrollo, pero esa oficina de rango ministerial también tiene debilidades institucionales que se arrastran desde hace décadas.

En esencia, la OPP no cumple verdaderas funciones de planificador económico y tampoco es un planificador presupuestal de largo plazo: tanto por la estructura contable del presupuesto nacional como por el sistema de reglas que gobiernan su preparación y aprobación, es un agente débil para liderar procesos de mejora de la estructura y eficiencia del gasto público. Aunque se han realizado avances importantes en la recolección de información para evaluar la gestión pública, la OPP tampoco funciona como una agencia de investigación aplicada al servicio de los proyectos de desarrollo económico del gobierno. Superar esas condiciones de debilidad institucional es el primer desafío importante para la política de competitividad que impulsa el Poder Ejecutivo.

Es notablemente relevante que la elite gobernante haya adquirido la idea de que “la competitividad es bastante más que la evolución del tipo de cambio” (ver entrevista a Álvaro García en la diaria del 14/08/14). En contrapartida, eso abre un debate todavía no resuelto en el país: cuáles son los límites de lo que se considera dentro del gran paraguas de competitividad. Hay una gran colección de inputs y outputs de distintas políticas, candidatas a favorecer la competitividad del país, que se pueden implementar en forma pública, privada o mixta: esto sugiere la existencia de distintos grupos de interés que buscarán recibir beneficios, y la necesidad de priorizar las inversiones de mayor impacto en el largo plazo.

Pero gobernar únicamente para el largo plazo es siempre difícil, ya que los incentivos de los gobernantes dependen en importante medida de sus horizontes temporales. Cuando éstos son relativamente cortos (en Uruguay, actualmente, un pequeño movimiento de las preferencias ciudadanas modifica quién gana las elecciones) los gobernantes afrontan un dilema entre la redistribución oportunista y la inversión en áreas como educación y ciencia y tecnología, cuyos resultados económicos son siempre riesgosos y, por lo general, observables algún tiempo después de la siguiente instancia de voto popular. Por tanto, es natural que el gobierno tenga incentivos para acompañar la política de competitividad de algunos beneficios relativamente concentrados en sectores productivos que aseguren apoyo político de corto plazo. En algunos sectores de la economía, esto puede ser económicamente eficiente; en otros, se aleja dramáticamente del óptimo social.

Una versión previa de esta nota fue publicada en Razones y personas.