Una frase clásica apunta que “a la mayoría de las mujeres la inteligencia les sirve más para fortalecer sus locuras que su razón”. Esas palabras las inmortalizó François de La Rochefoucauld, aristócrata y militar francés del siglo XVII que dedicó su tiempo libre a escribir máximas. Con qué poco se ganaba fama en algunas épocas, en fin. La historia de la literatura está llena de citas célebres con las que, mediante cierto humor fino o con un simple halago cortés, se sintetizó la vida y se relegó a la mujer a un segundo plano, siempre ensalzando las cualidades que interesaron a los hombres. Hay dos bien elocuentes al respecto: la función doméstica y el erotismo, consideradas las virtudes femeninas por excelencia. Desde esa tribuna y con argumentaciones colosales, el machismo (con buena suma de mujeres que también ayudaron, incluso algunas con cierto rigor) instaló parámetros sociales que colaboraron a no derrumbar las serviles creencias.

Es momento de terminar con las parafernalias. Las estadísticas marcan que la desigualdad de ingresos percibidos por salarios entre mujeres y hombres varía más o menos entre 25% y 30% en favor de los varones. Una diferencia tan visible que no vale la pena precisar los números con los datos del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, salvo que haya que proponerse una clase dedicada a liceales en sus primeros años. La cifra es tan rotunda como imposible su justificación, pero la brecha está. Si fuéramos un poco más profundo en el Uruguay inclusivo en cuanto al acceso a puestos de responsabilidad, ya sean cátedras, cargos directivos o lo que se nos ocurra, la presencia de mujeres es extremadamente minoritaria. Por más que sea un avance el mayor número de mujeres en el Parlamento en esta legislatura con respecto a la anterior, la población femenina permanece arrinconada.

Desde lo que podríamos llamar un punto de vista sutil, suele argumentarse que no existen impedimentos reales y que son ellas, las mismas mujeres, quienes desisten de tomar mayores responsabilidades. ¿Es cierto esto? ¿Es una renuncia voluntaria? ¿O será que miramos de reojo la necedad de una sociedad patriarcal? Con tanta diversidad didáctica en el siglo XXI, a estas alturas hacerse trampas al solitario roza el absurdo.

Estoy lejos de la verdad: soy hombre de un género que la conquistó a tientas. Apenas se me ocurre dar una opinión en el día marcado en el calendario como una ocasión para reflexionar sobre las evoluciones o involuciones alcanzadas. A diario, miro a mujeres comunes, corrientes y valiosas que promueven y exigen equidad de género; una tarea significativamente necesaria si pensamos en una convivencia igualitaria. Sea como fuere, espero ver alguna vez, con la esperanza latente y mezclada en imaginarios de curiosidad, el poder en manos de las mujeres. No creo que lo hagan peor que los hombres; eso es imposible.

Hay algo muchísimo peor. Tal vez Bertolt Brecht debió precisar de otra forma quiénes eran indispensables. En lo que va de 2015 Uruguay (o sea, nosotros; mirémonos) suma 12 mujeres asesinadas en situaciones de violencia doméstica. Por si fuera poco, en 2014 la Comisión Económica para América Latina y el Caribe situó a Uruguay como el que tiene la tasa más alta, junto con El Salvador, de mujeres asesinadas por su pareja o ex pareja. Duele profundamente. Ojalá la solución fuera la prevención o abandonar el estado primitivo que no permite el buen entendimiento. Eso hablaría de que no estamos con las conciencias dormidas. No es que no le importe a nadie; debería importarle más a más personas y, mucho más, a quien no le importa. En su defecto, golpes, puñaladas o disparos: el homicida podría alterar el orden y empezar por él. Así evitaría el resto de la tragedia no deseada.