La denominación de los productos químicos que consumen las semillas transgénicas durante su siembra para mejorar la productividad varía según el surco desde donde se mire el negocio: la gente del palo los llama productos fitosanitarios (mirada únicamente vegetalista), mientras que los ambientalistas (por simplificar), agrotóxicos. Son ambas cosas, pero mientras una disfraza, la otra fundamentaliza el debate. Los médicos cicatrizan esta disputa asociándolos a su fin genérico: los llaman plaguicidas, es decir, productos fabricados para matar plagas.

Con “evento” pasa lo mismo. La mala fama que gana lo transgénico a medida que la ciencia avanza y muestra resultados obliga a los empresarios a escudarse en un término con dejo científico, cuando, en realidad, más que eventos son semillas genéticamente modificadas para resistir productos fitosanitarios muy tóxicos para las plagas, sí, pero también para los humanos y los animales. Se puede incluir en este glosario terminológico que, cuando se habla de eventos con fines comerciales, se evita decir que son semillas cuyos frutos serán vendidos a personas para que los coman, o a productores ganaderos para sus animales, a los que luego venderán -a ellos o sus derivados- a los humanos para alimentarse.

Aquí comienza otro debate: el de si los alimentos que poseen organismos genéticamente modificados dañan la salud. La Intendencia de Montevideo (IM) está reglamentando el etiquetado obligatorio de productos alimenticios con 1% o más de componentes transgénicos, vigente desde enero de 2015. Deberán llevar un triángulo amarillo con una T negra en su interior, igual al logo usado en Brasil. El descuelgue de la IM va en sintonía con lo que muchos países (toda la Unión Europea) han empezado a exigir a la industria en defensa de los derechos de los consumidores. Pero desentona con la concepción del gobierno nacional.

El Gabinete de Bioseguridad resolvió en 2008, a poco de ser creado, que el etiquetado sería voluntario (ningún empresario hasta ahora ha decidido mostrar su voluntad), porque, tal como lo argumentó en su momento el ahora subsecretario del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (y anteriormente presidente del Instituto Nacional de Semillas), Enzo Benech, podría traer problemas diplomáticos y comerciales al país. Y los trajo. Nestlé y Pepsico acatan la medida a regañadientes, una cámara argentina del sector se queja por medio de la cancillería y plantea la ilegalidad de que una norma de menor jerarquía se imponga a una de alcance nacional, además de considerarla una barrera no arancelaria. La cámara de comercio del sector de Costa Rica impulsa una queja contra Uruguay ante la Organización Mundial del Comercio. Pero la IM cuenta con respaldos jurídicos, incluso desde el Ministerio de Salud Pública.

Una vez más, la salud pública entra y juega fuerte en el debate. En junio del año pasado, se daba, con bastante similitud, la siguiente noticia: “El estudio de toxicidad crónica del herbicida Roundup (en base a glifosato) y el maíz transgénico NK603 tolerante al Roundup realizado por el profesor Gilles-Eric Séralini ha sido publicado nuevamente, esta vez por el grupo Springer, con acceso abierto a los datos sin procesar”.

Después de dos años de controversia y presión -que llevaron a la retractación del estudio en noviembre de 2013; éste había sido publicado en 2012 por la revista Food and Chemical Toxicology (grupo Elsevier)-, el equipo de investigación del profesor Séralini ha anunciado una republicación del estudio en la revista Environmental Science Europe, del grupo Springer.

Mediante esta nueva publicación, con nuevos datos disponibles en línea, el equipo del profesor Séralini confirma que el herbicida más vendido en el mundo, el Roundup, causa graves deficiencias en el hígado y el riñón, así como alteraciones hormonales, tales como tumores mamarios. “Efectos similares se observaron debido al consumo excesivo de maíz transgénico tolerante al herbicida, ocasionados por los residuos del herbicida y por la modificación genética específica del maíz”, indica el estudio.

Otro estudio, de 2011, demostró que las 20 marcas de polenta que se venden en comercios de todo el país tienen más de 1% de componentes transgénicos en alguno de sus ingredientes. Un dato: en Uruguay el evento maíz NK603 tolerante al fitosanitario glifosato está aprobado con fines comerciales desde 2011.