La cultura es un oscuro objeto, un blanco que se mueve, a la hora de conceptualizarla y también de medirla, de asignarle sentido y valor. En el campo cultural no todo suma, ni es una cosa sola, ni apunta a lo mismo, ni corre por el mismo andarivel. Nos hallamos frente a una cuestión atravesada por inevitables contradicciones y dificultades lógicas, a veces de imposible solución.
Me interesa aquí volver a problematizar -a descartar- algunas nociones establecidas que pautan el pensamiento acerca de la cultura y el arte. Contra la creencia de que hay personas con cultura (cultas, civilizadas) y otras sin ella (incultas, bárbaras, salvajes), para las ciencias humanas la cultura es todo lo que crean los seres humanos, que se humanizan (se hacen a sí mismos) precisamente por y a través de sus creaciones. Tal noción de cultura se opone a la de “naturaleza”, pensada como lo que no es obra de los seres humanos (si es que queda algo intocado).
Desde la teoría crítica, esta idea neutra de cultura requiere no obstante conceptos y criterios que además nos permitan discernir, juzgar, valorar, favorecer ciertas creaciones culturales y no otras -independientemente de su forma y origen- en función de si aportan o no a la construcción de un orden nuevo, de otra civilización verdaderamente humanista. Aquí, más que terminar, es donde comienza nuestro problema. Ya no se trata de culto vs inculto, civilizado vs salvaje, alta cultura vs baja cultura, más o menos arte, sino de examinar más de cerca la cultura, el arte, sus valores, sus funciones, partiendo de la premisa de que ninguna es en sí, de antemano ni enteramente “buena”, “útil”, “deseable”, “superior”, exenta de ambivalencias y groseras contradicciones como se pensaba en siglos pasados, con un concepto más maniqueo y tendencioso de cultura, funcional a diversos proyectos civilizatorios, coloniales y criollos.
Hoy, en pleno siglo XXI, es imposible evitar ver y señalar una serie de aporías y oxímoron que habilitan a pensar la barbarie de la civilización, el lado siniestro del Renacimiento, la ilustración como mito, la colonialidad de la modernidad. También el culto-que-también-es-bestia, el artista-energúmeno, el creativo-mercader, el príncipe-ogro, el maestro-ignorante, el arte-al-servicio-del-orden, los modernos-bárbaros, y así sucesivamente.
Así, a juzgar por el Informe de gestión 2010-2014. Desarrollo cultural para todos, no puede haber dos lecturas acerca de la determinación y la labor de la Dirección Nacional de Cultura (DNC), la visibilidad y prestigio que recuperó, o acaso conquistó por vez primera, constituyéndose en actor estatal protagónico y en eje y motor de muchas áreas de la vida del país. Es necesario realzar el impulso que dio a las artes, en especial a la “alta cultura” (museos, bibliotecas, teatro, danza, institucionalidad, legislación, infraestructura, talleres de formación, premios y financiamiento para los artistas y las bellas artes, a sus manifestaciones tradicionales y clásicas tanto como a las de vanguardia) contra la opinión indignada -a veces, malintencionada- de que “la DNC desatendió a las artes y tiró la plata vaciando sus arcas en beneficio de la cumbia, la cultura chatarra, el fomento del pobrismo y el carnaval”, cosa que no condice con el aludido informe ni con la abrumadora oferta artística.
No obstante, puesto que la cultura es un campo indeterminado, contradictorio, sin norte ni valor per se, llegamos aquí a rozar el nervio del asunto y no podemos dejar de pensar en la amplia brecha que separa al arte, con su fantástico impulso y desarrollo, del “deterioro cultural” que nos asuela, la serie de “problemas culturales” que ya intoxican y con que nos enfrentamos en la vida cotidiana y las relaciones sociales, en múltiples frentes: trabajo, tiempo libre, tránsito, salud, vivienda, deporte, pobreza.
Deslumbra asimismo la distancia que separa la actividad y la oferta artística del consumo y el comportamiento cultural masivo, según los números que arroja el Informe de consumo y comportamiento cultural (2014) del Observatorio Universitario de Políticas Culturales, paisaje que parece provenir de un planeta diferente. Desde hace mucho la música preferida en Uruguay es la “folclórica”, seguida por “rock-pop” y “melódica / romántica / boleros”. Como siempre, se destaca la importancia de la radio y la televisión, los noticieros locales, los canales extranjeros (argentinos, estadounidenses). Lo muy poco que la gente lee (la inmensa mayoría no lee o apenas lee algún libro al año) o va al teatro, al cine o a un museo, lo que indica que son otros los medios por los que forma su idea del mundo y de la vida y moldea su sensibilidad, sus comportamientos, con las pérdidas y ganancias que esto conlleva.
Para acrecentar nuestra perplejidad, el reciente informe de la Cuenta satélite de Cultura, creada en 2009 para dimensionar y concientizar acerca de la importancia económica de la actividad creativa y sus derrames, ofrece un panorama igualmente desconcertante. El balance contable demuestra que las industrias creativas mueven millones, dan trabajo de calidad, generan valor agregado e impulsan la economía. Todo sea bienvenido, pero esto se corresponde con una tendencia de la nueva fase, posmoderna, del capitalismo. ¿Qué sería de Estados Unidos sin sus superhéroes y antihéroes, la industria de la música, las series, los noticieros, los videojuegos, las aplicaciones y gadgets? (aunque nada de esto posea necesariamente un valor cultural o signifique un progreso civilizacional, sino muchas veces lo contrario).
En cuanto a la economía de nuestras industrias creativas, cuando se las mira de cerca, la mayor parte corresponde al sector audiovisual, y más que nada a la industria de los comerciales y el infoentretenimiento, muchas veces de escaso valor artístico, conservadores e incluso nocivos, aunque sean de buena factura y con enorme peso cultural. En el sector editorial, el grueso se explica por los diarios y revistas (acaso por la literatura veraniega que se vende en supermercados). En las artes escénicas, domina lo que llama “música popular” y gravitan los megaespectáculos de estrellas que nos visitan (de Chayanne a McCartney).
En suma, frente a este escenario engañoso y enredado, donde ya ni la cultura ni la civilización pueden ser pensadas como antes, donde se puede ser artista o culto pero al mismo tiempo lo contrario, donde el mundo del arte existe en paralelo a (y a veces alejado de) el mundo del consumo y el comportamiento cultural, donde la conciencia de la centralidad de la cultura y la buena noticia de su papel en la economía y la creación de riqueza no son necesariamente sinónimos de transformación cultural en el sentido deseado, urge contar con una teoría actualizada de la cultura de masas para orientar las estrategias y políticas al respecto.
Por cultura de masas nos referimos aquí a los espacios y las prácticas culturales masivas en las que, desde fines del siglo XIX a esta parte, se adquieren los valores y las capacidades sociales y se forma la sensibilidad, la conciencia, “la visión del mundo y de la vida” de las mayorías: la televisión, la radio, el cine, la literatura “plebeya”, el uso predominante de internet, las prácticas culturales populares. También la educación formal masiva. No se trata de escandalizarnos ni de aceptarlo todo tel quel, sino de conocer y aprender más de estos procesos (lo que hay de original, de valor) y de trabajar más y mejor en este plano, acaso el más débil, desorientado y aun deficitario de la estrategia (el Plan) y la política estatal en materia cultural, lo que quizás explique al menos parte de este enredo.