Nuestras inquietudes actuales condicionan el modo en que miramos al pasado. Treinta años después de la salida de la dictadura, se le hacen a ese proceso varias preguntas distintas de las que se planteaban en 1995, cuando la presidencia de Luis Alberto Lacalle daba paso a la segunda de Julio María Sanguinetti, o en 2005, cuando terminaba la de Jorge Batlle y comenzaba la primera de Tabaré Vázquez. Mucho ha cambiado en tres décadas, y nos interesa pensar si lo que ocurrió entonces muestra pistas para comprender por qué.

Por supuesto, no todos los cambios se originaron en vicios o virtudes de la transición, ya que algunos de ellos comenzaron luego y otros antes. De todos modos, no parece inverosímil considerar que ciertas características de aquella salida causaron un fuerte y persistente impacto moral en la sociedad, que incidió en el desarrollo posterior de nuestra convivencia democrática. O, por lo menos, que ciertos rasgos problemáticos de nuestra democracia actual parecen emparentados, en forma llamativa, con impactos simbólicos del modo en que se procesó aquella transición (que, coincidiendo con lo planteado por muchos estudiosos del período, es pertinente ubicar entre 1980, cuando se plebiscitó la reforma constitucional propuesta por la dictadura, y 1989, cuando se sometió a referéndum la Ley de Caducidad). Entre tales impactos, puede ser interesante considerar en especial dos, relacionados entre sí.

Desigualdades

1) Por un lado, es un hecho que, desde 1980 hasta las elecciones de 1984, varias demandas públicamente compartidas por los sectores políticos opositores a la dictadura fueron quedando por el camino, entre ellas la expresada en el enorme acto frente al Obelisco del 27 de noviembre de 1983: “Por un Uruguay democrático sin exclusiones”. Un año después, los comicios se realizaron con notorias y relevantes exclusiones, entre ellas las de los principales dirigentes de dos de los mayores partidos, el blanco Wilson Ferreira Aldunate (preso desde su regreso al país el 16 de junio de 1984 hasta unos días después del acto electoral) y el frenteamplista Liber Seregni, liberado el 19 de marzo de 1984 tras más de ocho años de reclusión, pero cuya inhabilitación para ser candidato se mantuvo, al igual que las de una parte considerable de los dirigentes del Frente Amplio.

Aun sin ingresar en la discusión sobre si era posible lograr que los militares dejaran el gobierno en condiciones más democráticas, parece indudable que la salida con exclusiones tuvo un significado y un impacto profundos.

2) Por otra parte, la aprobación de la Ley de Caducidad en 1986, y la derrota del “voto verde” en el referéndum contra ella de 1989, marcaron otro impacto difícil de soslayar, al consagrar una clara desigualdad en el acceso al derecho básico de justicia. Desigualdad que esa ley atribuyó a una presunta “lógica de los hechos”, afirmando, con deliberada imprecisión, que la forma en que se procesó la salida de la dictadura implicaba, necesariamente, la impunidad del terrorismo de Estado. En nombre, por supuesto, de la paz. Con el mismo criterio, en el último tramo de la dictadura los abanderados de la transacción insistían sobre la necesidad de que no se llegara al “derramamiento de sangre”, como si no hubiera ya mucha derramada y no continuaran, hasta el final, los asesinatos. Podría decirse que no atribuían a todas las sangres el mismo valor.

Lo de la caducidad no fue un incidente menor: la mayoría de los parlamentarios aceptó que determinados acontecimientos políticos impedían investigar y juzgar delitos de extrema gravedad; la mayoría de la Suprema Corte de Justicia decidió que esa impunidad no violaba la Constitución; y la mayoría del cuerpo electoral rechazó la anulación de la ley. Todo esto implicó un poderoso mensaje acerca del predominio de lo político sobre lo jurídico, mucho antes de que José Mujica hablara del asunto y en relación con cuestiones muchísimo más trascendentes que la de excluir del Mercosur, en forma transitoria, a los representantes del Estado paraguayo.

Es cierto que la consulta popular de 1989 ratificó la caducidad, pero fue una legitimación retroactiva, tras hechos consumados y en un marco de amenazas nada veladas sobre el peligro de “volver a los enfrentamientos del pasado”. ¿Hasta qué punto se devaluó, así, el valor de la “seguridad jurídica”?

Polvos y lodos

Es posible debatir hasta el fin de los tiempos si las cosas pudieron o debieron ser de otro modo. Lo que resulta indiscutible es que decisiones de tal calibre tienen costos.

Para que el conjunto de los habitantes de un territorio constituya una comunidad social, no basta con que la mayoría de ellos comparta una valoración racional y pragmática sobre lo que resulta mejor o menos malo. Hacen falta también factores de otra índole, vinculados con la ética y el entusiasmo. En la resistencia a la dictadura se movilizaron grandes caudales de creatividad, generosidad y valentía, luego expulsados del terreno de lo legítimo y deseable, en nombre de una implacable “razón de Estado”. ¿Habrá tenido esto algo que ver con el desencanto, la frustración y el individualismo que se acentuaron en los fragmentados años 90?

“Fragmentados” es una palabra clave en este relato. Porque no fue que la sociedad uruguaya en su conjunto aceptara las exclusiones y la desigualdad ante la ley. Era verdad lo que escribió Eduardo Galeano después del referéndum de 1989: aquel país gris tenía “un país verde en la barriga”, que creció mientras el otro disminuía. Pero se degradaron, notoria y hondamente, los consensos mínimos entre los dos países.

Como sabemos, además, la supuesta “solución” no fue tal: lo reprimido reapareció una y otra vez, incontenible, y el malestar no ha cesado, por debajo de nuestras persistentes dificultades para aceptar el conflicto y la confrontación.

Hubo, sí, cierta caducidad, por la lógica de los hechos, de la pretensión inclusiva, abarcadora, de integralidad. De nuestra pretensión de convivir como comunidad democrática.

¿Tiene o no esto un correlato en la persistencia de desigualdades sociales y culturales profundas, en nuestras graves dificultades para rearticular lo fragmentado y potenciarnos juntos, en el grave riesgo de que las fracturas frenen, incluso, el desarrollo económico? El pasado tiene todavía mucho que decirnos, si nos animamos a plantearle las preguntas más difíciles.