-El concepto de “pasado reciente” se viene corriendo. ¿Qué características tienen los estudios de los años 80? ¿Cuáles son las diferencias con los estudios de períodos anteriores? ¿Se utilizan otras fuentes historiográficas?

MB: -Hasta ahora se tomaban los 80 como una especie de epifenómeno de los 60-70, pero no se enfatizaba en los 80 como una época con consistencia propia o que valiera la pena estudiar por sí misma. Se asociaba con la salida de la dictadura, y creo que ahora se está empezando a enfatizar como una etapa que vale la pena estudiar por sí misma.

DS: -Además, todo lo que se ha trabajado sobre los 80 tiene más que ver con la acumulación politológica. En materia de estudios históricos recientes, había una obsesión por los 60 y la crisis de la democracia, el terrorismo de Estado y la represión. La transición a la nueva democracia se estudiaba viendo sistemas políticos y qué tan consolidada estaba la democracia. Eso había dejado de lado por completo una cantidad de fenómenos que también se habían producido durante la década del 80, que recién ahora, progresivamente, empiezan a ser objeto de análisis. Eso es lo más fértil que está pasando: después de 15 o 20 años de retirar la mirada sobre ese período, se vuelve de nuevo un lugar interesante para estudiar. Estamos viviendo un momento en el que hay una cantidad de temas fundamentales en Uruguay que tienen sus orígenes o primeras expresiones en la década del 80. Respecto de las fuentes, si bien es un poquito más cercana en el tiempo, muchas veces -sobre todo para estudiar fenómenos contraculturales, que son más efímeros-, es más difícil encontrar documentación sobre esa década que sobre cosas que pasaron en los 60 o en la dictadura.

AM: -También es más difícil en el caso de la política, en lo más institucional. Todavía está por escribirse gran parte de la dimensión política de los 80. Se escribió solamente en clave transitológica, de cómo se llegó a consolidar una democracia liberal bajo ciertos procedimientos, y en realidad lo que encontramos cuando empezamos a meternos en los 80 es una noción muy disputada de lo que se entiende por democracia. Los primeros trabajos sobre la transición que se hicieron a la salida de la dictadura dieron por sentado que democracia era una cosa y que efectivamente se estaba llegando a esa cosa. Ahora, tomando un poco de distancia histórica, encontramos una época en la que la propia noción de democracia estuvo en disputa, y vemos que la idea de hacia dónde se iba con la democracia fue un tema extremadamente conflictivo. En alguna medida, en nuestra memoria, eso quedó perdido; asumimos que la democracia era una cosa concreta a la que se había llegado, que estaba asociada a ciertos partidos y a ciertas ideas, pero lo que uno encuentra es que la democracia también se discutió desde los movimientos sociales, los sindicatos, y también entre actores nuevos que antes no tenían participación. Varios de los partidos que luego plantean una visión extremadamente procedimentalista de la democracia, desde una perspectiva liberal muy reducida, en ese momento tuvieron discusiones mucho más interesantes; hace unos días, Mauricio recordaba a Juan Raúl Ferreira hablando de “democracia participativa”. Había riqueza en la discusión sobre el propio significado de la democracia liberal.

DS: -Además, todo esto ocurre en un contexto de altísima pugna, porque hay cosas nuevas que intentan hacer pie en la realidad uruguaya por primera vez, y eso convive, muy conflictivamente a veces, con intentos de reactualización de viejas tradiciones uruguayas. Entonces, ese diálogo se vuelve a veces imposible, se generan nichos paralelos, que también son interesantes de estudiar.

-¿Hay una tensión entre restauración y refundación de algo nuevo?

MB: -Sí; incluso cuando hablábamos de cómo íbamos a denominar esta actividad por los 30 años de la democracia, la palabra que espontáneamente nos salía era “restauración democrática”, un concepto que en Uruguay está fuertemente instalado. En cambio, hablar de “nueva democracia” nos permitía discutir si lo que había en ese momento era algo diferente de lo que había antes o si era una restauración. En ese caso, habría que ver qué se estaría restaurando. ¿La democracia de principios de los 70? No parece. ¿Un Estado batllista hiperintegrado? Eso implicaría aceptar y reproducir un discurso sobre los hechos que presentaron actores políticos interesados, y que es necesario discutir desde una perspectiva académica. Tiene que ver con lo que decía Aldo: cómo se construye a mediados de los 80 la noción de democracia desde el punto de vista de la ciencia política, muy vinculado con la idea de lo que se está restaurando es un modelo que siempre existió en Uruguay, un modelo con fuerte peso de los partidos políticos. Y que también tiene que ver con una forma de pensar la historia uruguaya bastante deudora del pensamiento de [Juan] Pivel Devoto, en cuanto a que la historia nacional la construyen los partidos políticos.

-Da la impresión de que la politología va construyendo eso en paralelo, casi de manera simultánea a los hechos.

AM: -Claro, a instancias de un campo internacional que se conoció como “transitología”, que estudiaba cómo tenían lugar las transiciones hacia la democracia en un contexto de pos Guerra Fría, básicamente en el Cono Sur, España, Portugal, Grecia y en Europa Oriental. En ese clima ideológico de principios de los 90 es que se produce esta literatura; eso tiene un impacto fuerte en la ciencia política local y es un proceso casi contemporáneo de reflexión.

DS: -Volviendo a lo de restauración y refundación, es importante ver que hay dos dimensiones: por un lado, actores que efectivamente quieren restaurar; por otro, actores sociales que sienten la amenaza de ese intento de restauración. Que eso efectivamente haya sucedido o no es otra discusión, pero la tensión era ésa. Hay dos formas diferentes de llegar a lo nuevo. Una de ellas está mucho más anclada en mirar para atrás y tratar de recrear el presente desde ahí, porque fue lo perdido, lo que de alguna forma hay que recuperar para que Uruguay retome su cauce. Eso tiene cierto nivel de materialidad, porque en ciertos ámbitos de la vida social del Uruguay de los 80 hay personas que habían sido destituidas por la dictadura y que luego fueron restituidas en el mismo cargo. Eso convive con lo nuevo, con lo diferente, con una fractura social que es evidente, con transformaciones sociales profundísimas; una verdadera “revolución silenciosa”. El Uruguay de los 80 no tiene nada que ver con el Uruguay de los 60, y eso genera una enorme tensión entre los actores que apuestan a una restauración.

AM: -Tiene que ver con lo que plantea el libro de Álvaro de Giorgi sobre Julio María Sanguinetti [Sanguinetti: la otra historia del pasado reciente, Fin de Siglo, 2014]. Es un ejemplo de un actor que se vale del pasado para intentar restaurar, en términos de imaginario, aquella democracia ideal, integradora, vinculada con el neobatllismo. Y hay elementos de su primer gobierno que tienen que ver con eso. Los Consejos de Salarios, por ejemplo, son claramente una institución fuertemente vinculada con el neobatllismo. Sin embargo, esa idea de la restauración terminó siendo, inevitablemente, un fracaso, sobre todo por lo que venía diciendo Diego: el Uruguay de los 80 es otro Uruguay. Hay otras condiciones sociales, hay otros desarrollos culturales, es otra la relación entre la sociedad y los partidos políticos. Hay dos miradas, porque mucha gente vivió ese momento con mucha frustración y con la idea de que efectivamente lo que se vivió a la salida de la dictadura fue una restauración. Pero si uno abre el lente y mira con mayor perspectiva, esa restauración tuvo corto alcance, fue superficial. Se estaban creando las bases para algo nuevo.

DS: -Esa “nueva democracia” moralmente fue muy conservadora, y eso lo plantean todos los actores que vienen de los 80. Resultó difícil colocar nuevos temas, nuevas costumbres o estilos expresivos, ya sea a nivel de vestimenta u otras formas de sociabilidad que fueron consideradas liberales para las tradiciones uruguayas. Si comparás los 80 uruguayos con la transición en España, vas a ver que son de signo bien diferente, y si los comparás con Buenos Aires, ves que allá el reingreso a los circuitos culturales internacionales permitió que hubiera una apertura mucho más significativa a esas transformaciones en el campo de la sexualidad, del género y de ciertos patrones de sociabilidad. En el caso montevideano, en los 80 hay una especie de reconfirmación de la sanción a las diferencias, que el exiliado lo nota al regresar: el arito que usaba en Francia lo tiene que volver a guardar en el bolsillo cuando arriba al aeropuerto de Carrasco, porque eso puede generar sospechas de cuáles fueron sus costumbres durante el exilio, o cuáles son sus nuevas creencias.

MB: -Hay otra cosa interesante, que tiene que ver con el sentimiento de frustración que genera esa “nueva democracia”. Al estudiar el movimiento juvenil en torno a las revistas under encontré una entrevista a un cantante de una banda al que le preguntan cómo es el tema de la composición musical en la banda, y el loco quiere responder que es una composición colectiva, pero le sale la palabra “democrática”, aunque enseguida se corrige y dice que capaz que no es la mejor palabra en ese momento. Eso permite ver otras aproximaciones a la democracia que, de alguna manera, rebaten el concepto que está instalado.

AM: -En estas revistas está la idea del destape, de que había llegado el momento. Y hay una desilusión posterior; en el ámbito cultural hay un par de episodios claros. Uno de ellos es cuando el cantante de Clandestino termina preso por putear a los parlamentarios. Hay otro caso interesante que cuenta Guilherme de Alencar Pinto en el libro sobre Los que iban cantando [Detrás de las voces, Ediciones del TUMP, 2014], sobre una canción de Luis Trochón en la que se imagina un ajusticiamiento. Eso refleja que había gente que trataba de provocar, de medir los límites de esta libertad. Hay varios de esos juegos, que son rápidamente contenidos.

-Pero, además de lo que pasó en el campo cultural, el elemento económico causó frustración.

AM: -También es interesante rastrearlo, ver cómo el factor socioeconómico jugó en las expectativas políticas. El riesgo que se puede cometer con los 80 es el que se cometió con los 60: darles la voz a los actores más calificados, a los que entonces eran marginales y hoy tal vez tengan más visibilidad pública. Los 80 no sólo fueron las revistas under, no sólo fue el rock.

-¿Percibís una disputa por construir el relato de los 80?

AM: -Es extraño, porque a nivel político parece haber un vacío. Nos llama la atención cuando lo comparamos con otros países. Los 30 años de democracia en Argentina fueron un acontecimiento. Acá, en estos meses, lo único que hubo fue el gesto de Tabaré Vázquez hacia Sanguinetti el 1º de marzo. Los partidos están en otra. En un momento, el Partido Colorado quiso apropiarse de la conmemoración, pero hoy está tan debilitado que esa idea no anduvo.

-Y los blancos tienen otros problemas con la fecha.

AM: -Sí, hay otros actores que están complicados para apropiarse de esa idea. Luego, en la discusión más pública, tal vez haya una tensión en términos generacionales. Cuando reapareció lo de la Generación 83, hace unos años, fue como decir: “Nosotros también somos parte de la historia”, en un momento en que la izquierda se refugiaba mucho en los discursos de los 60 y 70. Fue una especie de operación política. Pero, en general, hay un relativo silencio.

DS: -Creo que los actores que participaron tienen una profunda falta de credibilidad en lo que se logró. Esta democracia tiene tantos déficits desde esa perspectiva, que no alcanza para que haya pugna. Hay pugna cuando el fenómeno tiene valorización social. En este caso, hay muchos actores con una visión negativa del asunto: ven más continuidades que rupturas. La generación de los que eran jóvenes en los 90 no veía una ruptura respecto del pasado reciente. Es interesante cómo hay diferentes temporalidades respecto de los 80. Para algunos actores efectivamente se llegó a la democracia en 1985, pero para otros no hubo un salto. A la población travesti la siguió persiguiendo la Policía hasta entrado el siglo XXI. Cuando vos los entrevistás no encontrás en sus relatos una diferencia entre lo que era dictadura y la democracia. A muchos grupos juveniles les pasó exactamente lo mismo.

-También la emigración fue una constante, y tal vez haya sido el emergente de la percepción de que había problemas que iban mucho más allá del sistema de gobierno.

AM: -La emigración aparece en la discusión pública antes del golpe de Estado de 1973. “Joven, no te vayas, ha nacido una esperanza” fue una de los eslóganes del Frente Amplio. Pero sí, a fines de los 80 es un fracaso más. En Mamá era punk [Guillermo Casanova, 1988] aparecen algunas de esas cuestiones, que exceden a los sectores medios que son parte del documental. Tienen que ver con la idea de frustración de la democracia: llegamos a la democracia y no cumplió. De todos modos, se conjuga esa frustración con una gran vitalidad política, en sentido amplio. No es una frustración como la de otros momentos históricos, pasatista, sino reflexiva. Incluso el acto de denunciar la frustración es un hecho político. Se quería generar algo con esos gestos.

DS: -Se generó una matriz de pensamiento que tuvo linealidades.

-¿Cuánto llega a afectar a la partidocracia uruguaya la efervescencia de los movimientos sociales?

DS: -El primer gobierno de Sanguinetti trata de trabajar de nuevo con las elites partidarias, y progresivamente se excluye a los movimientos sociales. Al comienzo de la transición hay una participación altísima en la generación de agenda por parte del movimiento estudiantil, el movimiento sindical, el movimiento de mujeres. En 1989 se pierde esa capacidad de incidencia: Sanguinetti no dialoga con nadie. Y esa forma cupular de hacer política coincide con la desmovilización del movimiento estudiantil y el movimiento sindical. La FEUU [Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay] ya hace agua en 1986, 1987. El movimiento de mujeres llega hasta 1989 y en los 90 se desmoviliza radicalmente. En la cuestión sindical tal vez haya más diálogo, porque es más fuerte y tiene más tradición y alianzas. De todas formas, hay un movimiento social muy importante que articula otras cosas: el movimiento por el voto verde. Articula partidos políticos y movimientos sociales, y es el que tiene mayor vitalidad.

MB: -Es interesante que en los años previos haya un acercamiento entre los partidos tradicionales y el movimiento sindical, algo inédito en la historia uruguaya. Es el caso de la Intersectorial, en la que estaban el Partido Colorado y el PIT, que coordinaban acciones, más allá de conflictos internos. Cuando vienen las elecciones de 1984, todos los actores con posibilidad real de ganar tienen un discurso que, si lo trasladamos a los parámetros actuales de izquierda-derecha, es imposible calificar como de derecha. Uno lee lo que decía entonces Búsqueda, donde se conjugaba la agenda neoliberal, y dice que, gane quien gane, se va a imponer un Estado socializante, populista, en el que las decisiones estarán vinculadas con los reclamos de los movimientos sociales y la inflación se va a disparar por no tener en cuenta la realidad económica. Luego todo eso cambia rápidamente.

AM: -Creo que el voto verde marca una dinámica de movilización social que va a ser nueva y que va a hacer escuela. Va a marcar una relación entre movilización social y actores políticos que se mantiene hasta ahora. Hay muchas instancias, desde la ley de privatizaciones de 1992 hasta el no a la baja, en las que hay una forma de movilización social, una estrategia, una forma de construir alianzas, que claramente se instala en la experiencia del voto verde. Si bien perdió, el voto verde inició el fenómeno de movimientos que presionan y marcan agenda sin identificarse con partidos. La idea de un movimiento que exceda a los partidos parte del voto verde.

DS: -El otro movimiento importante es el de la Coordinadora Anti Razias, cómo esa presión social logra desarticular un aparato de control social sobre la población. Es otro antagonismo que se resuelve exitosamente y de acuerdo con lo que el movimiento social está planteando. También pesó en eso el clima electoral que se vivía en 1989, la pugna entre batllistas y no batllistas en el Partido Colorado, que provocó la caída de [el ex ministro del Interior, Antonio] Marchesano y que después [su sucesor, Francisco] Forteza dijera que terminaba con las razias. El voto verde y la Coordinadora Anti Razias son ejemplos de dinámicas nuevas, que se vienen construyendo desde 1983.

-¿Cuál es la diferencia entre los movimientos sociales del 80 y los de la década del 60?

AM: -En los 60 tenés los actores más clásicos del movimiento social: sindicatos y estudiantes; en los 80 hay mayor diversidad de actores. Hay una pretensión mucho más participativa y democrática, hay una discusión en los movimientos sociales sobre el valor de la democracia interna. Creo que en los 80 hay movimientos sociales que tienen mayor capacidad de articulación con otros sectores, son más plurales. Si uno piensa cuáles son las diferencias entre el Congreso del Pueblo de 1965 y la Comisión [Nacional Pro Referéndum] del voto verde, tal vez lo central esté en la trayectoria, porque el Congreso del Pueblo desembocó en el programa del Frente Amplio en 1971 y el voto verde no, quizá porque la pluralidad era parte de su estrategia.

DS: -Es mucho más disruptivo el movimiento social de los 80, tiene algo más neobarroso. Algunos siguen siendo igual de estructurados que antes, pero eso convive con nuevas expresiones y nuevas formas de protesta. Hay juegos expresivos en las protestas -llevar féretros en la marchas por la educación, ponerle pañales al David- que no se veían en los 60.

AM: -Tal vez, la noción de militancia dentro del movimiento social también sea diferente. La idea de que en los 60 la militancia estaba marcada por la épica espartana del compromiso total, mientras que en los 80 tienen mayor peso aspectos hedonistas, como el juego, el placer. No en todos los casos, pero se empieza a sentir. Creo, de todos modos, que el elemento más importante es la pluralidad: los 80 son mucho más plurales que los 60.

DS: -La experiencia de la resistencia, de la oposición, también pesa, porque ahí todo el mundo articuló con gente con la que nunca pensó que iba a articular. Eso generó matrices muy importantes, la experiencia de ateos que se juntaban en parroquias.

-Si se compara con otras experiencias de la región, ¿cuáles serían las particularidades de la salida uruguaya?

AM: -En materia de derechos humanos, se puede decir que Argentina exploró un camino más interesante, con el informe Nunca Más y el juicio a las Juntas Militares, que implicó el inicio de algo diferente, a diferencia de lo que pasó acá con la Ley de Caducidad [de la Pretensión Punitiva del Estado]. Otro elemento singular de Uruguay tiene que ver con la liberación de los presos. Tanto en Chile como en Argentina fue un tema de discusión, y en ninguno de los dos casos fueron liberados inmediatamente a la llegada de la democracia, en algunos casos siguieron presos hasta el final de los períodos de [Raúl] Alfonsín y Patricio Aylwin. En Uruguay, la liberación de los presos ocurrió dos semanas después de la salida democrática, y más allá de que no fue una amnistía, implicó un reconocimiento público muy fuerte de estos actores, un reconocimiento a su sufrimiento y una apertura a que fueran parte de ese proceso. En Argentina, el mismo día en que Alfonsín pidió la captura de la Junta Militar, emitió un decreto para pedir la captura de la cúpula montonera y del ERP [Ejército Revolucionario del Pueblo] que está en el exilio. Eso en Uruguay hubiera sido impensable; por eso, muchas veces, cuando se habla de derechos humanos se piensa sólo en términos de los juicios, pero la situación de los presos y las consecuencias políticas que tuvo su liberación también fueron importantes. Y no fue un gesto político de Sanguinetti, sino el resultado de esa movilización de la que hablamos.

MB: -Un paralelismo posible entre Uruguay y Argentina tiene que ver con los cambios discursivos y las lógicas políticas. Las asunciones de Alfonsín y de Sanguinetti se vivieron con un sentido muy fuerte de que esos gobiernos tenían que reparar las deudas sociales de la dictadura, mediante una fuerte intervención del Estado. En ese contexto, el discurso más asociado al neoliberalismo no era claramente el predominante, pero a finales de los 80 se instala un sentido común absolutamente opuesto, que termina en los gobiernos de Carlos Menem y Luis Alberto Lacalle.